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De toda suerte de derramamientos de sangre y de más mártires. El cisma de Feliciano




Liberio (352-366) desencadenó una guerra civil en Roma a mediados
del siglo iv.

A este papa nos lo encontramos ya bajo el emperador Constancio,
cuando prefiere «sufrir la muerte por Dios» antes que aceptar cosas que
van en contra de los Evangelios, pero que despué s en el exilio reniega de
su fe y es excomulgado por el «ortodoxo» Atanasio. Esto lo atestiguan
los padres de la Iglesia Atanasio y Jeró nimo, aun cuando todaví a en el si-
glo xx el teó logo fundamentalista Kó sters de la escuela superior de los
jesuí tas de St. Georgen, en Frankfurt (con doble autorizació n eclesiá tica),
mienta afirmando que el papa «seguramente no suscribió ninguna forma
heré tica». En cambio, el teó logo cató lico Albert Ehrhard, casi el mismo
añ o aunque sin imprimá tur, señ ala los resultados de la investigació n:

«Está fuera de toda duda que Liberio suscribió la llamada tercera fó rmu-
la sí rmica. Con ello no se limitó a abandonar a la persona de Atanasio
sino que renunció a la frase programá tica de Nicea, el homoú sios». ^

Hay tambié n otros cató licos que lo confiesan. Así por ejemplo, para
el historiador papal Seppeit no só lo «no existe ninguna duda» de que Li-
berio «puso su firma en la llamada tercera fó rmula sí rmica» sino que
tambié n admitió y suscribió voluntariamente la «primera fó rmula sí rmica
(de 351), que igualmente rechazaba el homoú sios». Para Seppeit es asi-
mismo «cierto que Liberio abandonó a la persona de Atanasio». 25

Cuando el traidor de la fe nicena regresó a Roma el 2 de agosto de 358,
gobernaba allí el (anti)papa Fé lix II (355-358). Pero tal como habí a teni-
do que prometer Liberio al emperador, debí a reconocerle como legí timo
y gobernar conjuntamente con é l la Iglesia romana: una dura humillació n


y eclesiá sticamente imposible. Pero só lo bajo esta condició n, con la que
tambié n el sí nodo de Sirmio (358) se mostró de acuerdo, se autorizaba la
vuelta de Liberio. Por otro lado, el propio Fé lix, junto con el diá cono Dá -
maso, que má s tarde serí a papa, y con todo el clero romano, habí a hecho
un solemne juramento con ocasió n del destierro de Liberio, segú n el cual
mientras vivieran no reconocerí an a nadie má s como obispo de Roma. ^
Pero pocos meses despué s, al parecer mediante una orden imperial inspi^
rada por el partido amano, Fé lix aceptó el cargo de papa, admitió de nue-
vo a los arrí anos en la Iglesia y el clero romano se puso de su lado. Airh-y
bos, el clero y el nuevo papa, habí an roto el juramento. Tampoco Liberio^
cumplió la palabra dada al soberano, arremetiendo contra Fé lix y sus par-
tidarios, que eran má s dé biles. Al parecer, el pueblo se habí a mantenido
fiel al desterrado y cuando regresó lo celebró gritando: «Un Dios, un em-
perador, un obispo». El cisma de Feliciano, la lucha por el poder entre
dos obispos romanos que en beneficio propio habí an traicionado la fe
«ortodoxa» de Nicea, condujo a sangrientos enfrentamientos, al llama-
do asesinato de los felicianos. Fé lix II, que consta como obispo en el
catá logo oficial, fue desterrado en el añ o 358 y se trasladó a su hacien-
da en Oporto. Má s tarde intentó el regreso, conquistó la Basí lica Juliana,
al otro lado del Tí ber, pero poco despué s fue expulsado y, olvidado du-
rante mucho tiempo, murió en Oporto el 22 de noviembre de 365. El papa
Liberio, que bajo el emperador Constancio suscribió un credo semiarria-
no, volvió a perseguir a los amañ os cuando reinó el emperador cató lico
Valentiniano I. 26

A pesar de todo, la tradició n oficial romana volvió a acordarse de Fé -
lix II y hasta le incluyó entre los papas legí timos y los santos, mientras
que Liberio no desempeñ ó ningú n papel decisivo, ya durante los ú ltimos
añ os de su vida, y se mantuvo comprometido de un modo moralmente
irremediable. Sin embargo, el perjuro Fé lix, segú n parece al habé rsele
confundido curiosamente con un má rtir llamado Fé lix al que se veneraba
en la Ví a Portuensis u otro del mismo nombre que era objeto de adora-
ció n en la Ví a Aurelia, fue considerado desde el siglo vi como papa legí -
timo, má rtir y santo (festividad: 29 de julio).

El libro oficial de los papas, que por cierto de poca utilidad es por es-
pacio de medio milenio, sale como garante de su martirio. «Fé lix era un
romano [... ], gobernó un añ o, tres meses y tres dí as. Declaró hereje a
Constancio, por lo que el emperador le hizo decapitar [... ]. Sufrió la pena
capital en la ciudad de Corona, con muchos sacerdotes y fieles, en el mes
de noviembre [... ]. »27

Pero el hecho de que Constancio, el que habrí a hecho decapitar al
papa Fé lix, murió en 361, y Fé lix falleció bajo el reinado de Valentinia-
no I, en el añ o 365, hizo que muchos de sus sucesores se plantearan inte-
rrogantes acerca del martirio del (anti)papa. El proceso que fue creando


esta opinió n duró má s de un milenio, pues Roma puede esperar. Enton-
ces, Gregorio XIII (1572-1585) -ese «santo padre» que no só lo conme- f-rl
moró con un Tedeum la matanza de la noche de San Bartolomé, sino que
[tambié n habí a autorizado los planes para asesinar a la reina Isabel I de ^
Inglaterra (afirmando solemnemente «que todo aquel que la haga desapa-
recer del mundo con la justa intenció n de servir con ello a Dios, no só lo
no comete pecado sino que incluso contrae un mé rito»)-, este sensible ^
papa, al revisar el «libro de los má rtires romanos» querí a borrar de é l a SUS'

antiguo predecesor Fé lix. 28                                    ! ^

Pero entonces sucedió de manera maravillosa un milagro en la iglesia^
de los santos Cosme y Damiá n, hermanos gemelos y má rtires, que Fé -¡
lix IV habí a hecho levantar en el siglo vi sobre las ruinas de dos tem^
pí os paganos. Estos santos, junto con otros tres hermanos, habí an per-
dido su cabeza en el añ o 303 despué s de que antes les hubieran arroja-
do encadenados al mar, de donde los salvó un á ngel, de que un fuego
que debí a aniquilarles quemara a los que habí a congregados a su alre-
dedor y de que una serie de flechas y piedras que les arrojaron dieran la
vuelta y abatieran a los esbirros; tras lo cual se les consideró como san-
tos en toda la cristiandad y se convirtieron en patronos de los mé dicos,
de los boticarios y de las facultades de medicina. Y aunque en el siglo xx
incluso J. P. Kirsch, protonotario apostó lico y director del Instituto Ar-
queoló gico Papal en Roma, afirma con imprimá tur que: «Faltan noticias
histó ricas fidedignas acerca de la vida y el martirio de los gemelos», el
cató lico Hü mmeler, tambié n en el siglo xx, asegura solemnemente, tam-
bié n con imprimá tur: «Desde entonces [desde el siglo vi], la veneració n
no se ha extinguido». Mejor dicho: «Se les ha admitido en el canon de la
santa misa [... ] como ú nicos santos de la Iglesia oriental». Y Kirsch añ a-
de: «Sus presuntas reliquias fueron a parar, en 965, a Bremen, y en 1649
aSt. Michael, en Munich (valioso relicario). Festividad: 27 de septiem-
bre; para los griegos, 27 de octubre». 29

Lo mismo que aquí se entrelazan lo natural y lo sobrenatural, las le-
yendas, es decir, mentiras, y la historia (que ciertamente a menudo es lo
mismo), otro tanto sucede con Fé lix II. Pues fue precisamente en la igle-
sia romana de estos má rtires pró digos en milagros, san Cosme y san Da-
miá n, donde el 28 de julio de 1582, la ví spera del aniversario del
(anti)papa Fé lix II, se encontró un sarcó fago de má rmol con la «vieja»
inscripció n: «Aquí reposa el cadá ver del santo papa y má rtir Fé lix, que
ha condenado al hereje Constancio». Con ello, el nombre de Fé lix con-
tinuó figurando «en el libro de los má rtires». 30


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