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Guerra contra Licinio




Dos emperadores habí an desaparecido; «dos hombres bienamados de
Dios», segú n Eusebio, quedaban. «Para agradecer las mercedes recibidas
del Señ or, empezaron a limpiar [! ] de enemigos de Dios el mundo. » Ya se
sabe que é se ha sido siempre un asunto urgente. Seguramente, debió de
ser hacia el añ o 316 (y no en 314 como se dice) cuando Constantino rom-
pió hostilidades contra Licinio en los Balcanes, puesto que la divinidad
má s alta, segú n é l mismo, «en sus celestiales designios» le habí a confiado
«la direcció n de todos los asuntos terrenales». La batalla tuvo lugar el 8 de
octubre junto a Cibalae, a orillas del Save, donde Constantino, «faro lu-
minoso de la Cristiandad» (escribe el cató lico Stockmeier), aniquiló a
má s de veinte mil de sus enemigos. A é sta le siguió, en Filipó polis, una de
las matanzas má s espantosas de la é poca, que no decidió el resultado final,
pero en cualquier caso Constantino habí a logrado arrebatar a su cuñ ado
casi todas las provincias europeas (las actuales Hungrí a, Bulgaria, Ruma-
nia, Dalmacia, Macedonia y Grecia); luego, hizo las paces con é l, aunque
no fuese ya un «hombre bienamado de Dios», sino un «pé rfido enemi-
go» (segú n Eusebio), y dedicó diez añ os al rearme y a la propaganda en
favor del cristianismo, ya que en Oriente, por ejemplo en el Asia Me-
nor, la mitad de la població n era ya cristiana en algunas zonas. Transcu-
rridos esos diez añ os, se alzó de nuevo en busca de la «solució n final». 36

El «salvador y benefactor» habí a preparado la batalla decisiva me-
diante una serie de medidas polí tico-religiosas; los cristianos trabajaban


 

a favor de Constantino y desprestigiaban a Licinio como «enemigo del
orbe civilizado» incluso en las zonas que eran del diablo. Ademá s, lo
cercó mediante un pacto con los armenios, para entonces ya convertidos
al cristianismo (vé ase el capí tulo 6), y preparó la futura guerra como
cruzada y «guerra de religió n» (como ha dicho el cató lico Franzen):

«Ciertamente, [... ] como [si de] una guerra de religió n [se tratase]»
(C. T. H. R. Ehrhardt), con sus capellanes de regimiento, su lá baro o es-
tandarte con las iniciales de Jesucristo constituido como emblema de la
guardia imperial, y con una campañ a de «santo entusiasmo». En el ban-
do contrario, Licinio re vitalizó el paganismo y persiguió a la Iglesia
prohibiendo los sí nodos, despidiendo a los cristianos del ejé rcito y del
funcionariado, poniendo trabas a la celebració n pú blica del culto y pro-
mulgando diversos castigos y destrucciones; al mismo tiempo, celebró
cultos y orá culos e hizo poner en sus banderas las imá genes de diversos
dioses, «contra el falso dios extranjero» y «su bandera deshonrosa». En
realidad, lo que importaba a uno y a otro era el poder exclusivo, la mo-
narquí a universal. En el verano de 324 se enfrentaron dos ejé rcitos de
tamañ o descomunal para la é poca (los soberanos incluso habí an desguar-
necido las fronteras); 130. 000 hombres, segú n se afirma, con 200 naves
de guerra y má s de dos mil barcos de transporte por parte de Constantino,
y 165. 000 hombres (entre los cuales un fuerte contingente godo bajo el
mando del prí ncipe Alica) con 350 naves de guerra por parte de Licinio,
cifras que implican el má s ruinoso saqueo de todos los recursos del im-
perio. El 3 de julio fue derrotado el ejé rcito de Licinio en tierra, y lo
mismo su flota en el Helesponto; el 18 de septiembre perdió la ú ltima y
definitiva batalla de Crisó polis (la actual Skutari), frente al Cuerno de
Oro, en la orilla asiá tica del Bosforo. 37

Decisió n del cielo, qué duda cabe. Tanto habí a rezado el «santo y
puro» Constantino, tanto habí a insistido en que sus tropas lanzasen tres
veces el grito de guerra: «Dios todopoderoso, a ti y só lo a tí clamamos y
de ti esperamos la victoria». Cuarenta mil cadá veres quedaron sobre el
campo de batalla. La flota al mando de Crispo, que contaba entonces
diecisiete añ os, embistió al enemigo en los Dardanelos y los restos fue-
ron aventados ademá s por un temporal milagroso junto a los acantilados
de Gallipoli, hundié ndose 130 naves y 5. 000 marineros. (Pero, en 1959,
el teó logo cató lico Stockmeier comentaba las carnicerí as constantinia-
ñ as escribiendo que «todos los emperadores cristianos han procurado
emular ese ejemplo, faro espiritual y guí a de prí ncipes». ) Despué s de
la derrota de Crisó polis a Licinio le quedaron unos treinta mil seguido-
res. A ruegos de Constancia, Constantino juró respetarle la vida, pero
un añ o má s tarde y estando Licinio en Tesaló nica, donde se dedicaba a
conspirar con los godos segú n se cuenta, fue estrangulado junto con Mar-
ciniano, su generalí simo. En todas las ciudades del Oriente comenzó el
exterminio de los má s notables partidarios de Licinio, con o sin juicio.
Así que despué s de diez añ os de guerra civil y continuas campañ as de
agresió n por parte de Constantino, este «general victorioso cí ebelador


de todas las naciones» y «caudillo del orbe entero», como se hizo titular,
quedaba (y con é l, el cristianismo) vencedor definitivo y dueñ o del Imperio romano. "

Ahora bien; mientras Constantino mantuvo una postura ambigua y
Licinio pasaba por ser el patrono y el protector de los cristianos, Euse-
bio naturalmente cultivó la adulació n de Licinio; el cé lebre obispo, que
iba modificando las sucesivas versiones de su obra con arreglo no só lo al
«estado de los conocimientos», sino tambié n atendiendo al resultado
«de sus cá lculos polí ticos» (Vogt), escribió pá ginas y má s pá ginas enco-
miá sticas. Mientras ambos emperadores fueron aliados, ambos eran
predilectos del Señ or, segú n Eusebio y Lactancio, «destacados por su
prudencia y por su temor a Dios», e iban a servir de instrumento divino
para «limpiar la tierra de impí os». El mismo Eusebio reconoce que Lici-
nio favoreció «constantemente» a los cristianos por medio de sus edic-
tos, concediendo privilegios y dinero a los obispos. Es por eso que su ca-
beza, lo mismo que la de Constantino, aparece con halo de santidad o
«nimbo» en las monedas, como sí mbolo de la iluminació n divina. En
cambio, cuando Constantino se enemistó con Licinio, los «padres» co-
rrigieren sus textos y Licinio pasó a ser hermano del mismí simo diablo.
En las ú ltimas ediciones de su Historia de la Iglesia, Eusebio tachó pá -
rrafos enteros. Licinio, antes «parangó n de la virtud y de la piedad»,
pasó a ser, en la transcripció n de Barney, «un monstruo depravado», un
«infame», un «impí o», «hombre que ofende a Dios», «que ignora las le-
yes», que «odia a toda la humanidad», que «mereció la ceguera y la lo-
cura por su maldad congé nita». Sobre sus seguidores recayó la amenaza
de excomunió n promulgada por el Concilio de Nicea. 39

La brutalidad de Licinio quedó bien patente con el exterminio de las
familias imperiales; en ese momento todaví a era la niñ a de los ojos de
los historiadores eclesiá sticos. Entre sus ví ctimas hubo tambié n filó so-
fos inocentes, o mejor dicho, fue un gran enemigo de la gente de letras
en general y de los jurisconsultos en particular, «esa peste venenosa del
Estado», como solí a decir. Por otra parte, y pese a hallarse el cristianis-
mo mucho má s difundido en la parte oriental, Licinio nunca fue tan be-
nevolente con los cristianos como Constantino; por ejemplo, nunca pen-
só en delegar competencias estatales a la Iglesia, ni permitió intromisio-
nes en asuntos de administració n pú blica o polí tica econó mica. Redujo
gastos cortesanos y gravó fuertemente las grandes propiedades. Ade-
má s, intentó ayudar al campesinado, clase social muy perjudicada por
aquel entonces y de la que é l mismo procedí a. 40

En cambio, el emperador cristianí simo y su Iglesia, cada vez má s en-
riquecida, no só lo adoptaron polí ticas muy diferentes, sino que ademá s
clasificaron a la humanidad entera en buenos y malos, patró n que nos
resulta familiar desde el Antiguo y el Nuevo Testamento, así como en
otras culturas no cristianas, y perfectamente adaptado a la ideologí a re-
ligiosa de Constantino. Este sistema tan ú til, sobre todo para combatir a
los colectivos insumisos, no ha sido abandonado jamá s por la Iglesia, y


 

vemos que parecida estrategia demagó gica ha seguido funcionando en
boca de nuestros caudillos durante nuestro mismo siglo, a raí z de la divi-
sió n entre Oriente y Occidente. A la Iglesia y a la cristiandad nunca les
han faltado demonios que combatir, y así les pasó a muchos emperado-
res de la era anterior a Constantino, lo mismo que a Majencio, Maximino
Daia y finalmente a Licinio. El protector del propio bando, en cambio, es
«el prí ncipe prudente amado de Dios», el «emperador bondadosí simo»
que da muestras de clemencia incluso para con los mismos diablos, a
imagen y semejanza del que accedió a tener por cuñ ado a uno de ellos,
«admitié ndole en la nobleza de cuna imperial». 41

Así resalta má s la ingratitud de los pé rfidos, la maldad de los «tira-
nos impí os». Todo en vano, naturalmente, estando Constantino como
estaba «en amistad con el Señ or, su protector y refugio», de tal manera
que pudo librarse siempre de las «asechanzas del traidor» y aparecer en
los escenarios (y los campos de batalla) de la historia como «gran luz
y salvador en medio de las tinieblas de la noche má s oscura», como
«benefactor», «protector de los buenos», «prí ncipe excelentí simo»,
«salvador», que cosechó sus victorias sobre los impí os «en merecida re-
compensa por su religiosidad», vié ndose en el apuro de «tener que eli-
minar [! ] a algunos descreí dos en bien de la mayor parte de la humani-
dad». Y así Licinio «fue destruido y arrojado al fango. En cambio, su
poderoso vencedor, Constantino, adornado de todas las virtudes del
hombre temeroso de Dios, entró en posesió n de todas las provincias
orientales que le pertenecí an, y cuya soberaní a compartió con su hijo
Crispo, queridí simo del Señ or y semejante en todo a su padre. [... ] Libre
quedaba la humanidad del temor a sus antiguos tiranos, para celebrar la
victoria con fastuosas fiestas de luz». 42

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