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Situación análoga a la de una guerra civil en Constantínopla y amenaza de guerra desde el Occidente católico




En Constantinopla, a finales del añ o 338, vuelve a enviarse al exilio, encadenado, al furioso seguidor de Nicea, el arzobispo Pablo -el asesino de Arrio segú n los arrí anos-, al que Constantino ya habí a desterrado a ' ii Ponto. (En realidad, las noticias sobre su vida y su destino son muy con- ( tradictorias. ) Su sucesor, Eusebio de Nicomedia, el prominente protector de Arrio, muere unos tres añ os má s tarde. Con autorizació n imperial. Pa­blo, que vive como exiliado con el obispo de Roma, regresa en el añ o 341. El faná tico Asclepio de Gaza, tambié n con el permiso de Constantino, vuelve de su destierro y prepara la entrada del patriarca, con toda una serie de muertes, incluso en el interior de las iglesias. Impera una «situa­ció n aná loga a la de una guerra civil» (Von Haehiing). Cientos de perso­nas son asesinadas antes de que Pablo haga su entrada triunfal en la capi­tal y excite los á nimos de las masas. Macedonio, el semiarriano que fuera su viejo enemigo, es nombrado antiobispo. Sin embargo, segú n las fuen­tes, la culpa principal de los sangrientos desó rdenes en constante aumen­to es de Pablo. El general de caballerí a Hermó genes, encargado por el emperador en 342 de restablecer el orden -se trata de la primera inter­venció n del ejé rcito en un conflicto interno de la Iglesia-, es acorralado por los seguidores del obispo cató lico en la iglesia de Santa Irene, la igle­sia de la paz, quienes, tras prender fuego al templo, dan muerte a Hermó ­genes, y arrastran su cadá ver por las calles, atado por los pies. Partí cipes directos: dos adscritos al patriarca, el subdiá cono Martirio y el lector Marciano, segú n los historiadores de la Iglesia Só crates y Sozomenos. El procó nsul Alejandro consiguió huir. Tampoco en Constantinopla cesan las revueltas de religió n; só lo en una de ellas, perdieron la vida 3. 150 per­sonas. No obstante, el patriarca Pablo, alejado por el propio emperador, es llevado de un lugar de destierro a otro hasta que muere en Kukusus, Armenia, presuntamente estrangulado por arrí anos, y Macedonio queda durante mucho tiempo como pastor supremo ú nico de la capital. 56

Despué s del triunfo de la ortodoxia, en el añ o 381 se trasladó el cadá ­ver de Pablo a Constantinopla y se le enterró en una iglesia arrebatada a los macedonianos. Desde entonces esa iglesia lleva su nombre. 57


Es muy probable que la brutal entrada en escena del salvador de al­mas cató lico tuviera tambié n un trasfondo de polí tica exterior. Cuando se dividió el Imperio, la dió cesis de Tracia, junto con Constantinopla, debió de pertenecer al principio al territorio de Constante, aunque é ste se la ce­dió en el invierno de 339-340 a Constancio en agradecimiento por su ayuda contra Constantino II. Sin embargo, en esa é poca se hallaba sepa­rado de su cargo y no parece improbable -tesis recogida de nuevo por historiadores jó venes- que el patriarca Pablo estuviera ya preparando en Constantinopla la devolució n de la ciudad al Imperio de Occidente. 58

En cualquier caso, el emperador Constante, que apoya en Occidente a los partidarios de Nicea, buscaba tambié n la influencia polí tica en Orien­te. No es casual que hiciera intervenir al obispo Julio I de Roma a co­mienzos de la dé cada de 340. Tení a que interceder ante Constancio en fa­vor de Atanasio, Pablo y otros perseguidos y convocar un sí nodo general, que contó con el apoyo de otros cató licos influyentes. Un añ o despué s de que se condenaran mutuamente dos concilios, uno de Oriente y otro de Occidente, con Atanasio, en Serdica (Sofí a) (aquí se inicia la escisió n de la Iglesia producida en 1054 y que perdura hasta la actualidad), Cons­tante protesta en Antioquí a, su residencia en ese momento, a travé s de los obispos Vicencio de Capua y Eufrates de Colonia. (En el dormitorio del anciano pastor de Colonia se produjo un penoso incidente que costó el puesto a su iniciador, el obispo amano local Esteban; su sucesor, Leon­cio, fue tambié n «traidor como los escollos ocultos del mar». ) Sin embar­go, es evidente que detrá s de estas intrigas de Occidente contra Oriente estaba Atanasio. Es el protegido y compañ ero de polé micas del obispo romano. Reaparece tambié n varias veces en la corte imperial. Soborna con esplé ndidos regalos a los funcionarios de palacio, en especial a Eus­tasio, muy apreciado por Constante. Por ú ltimo, acaba manteniendo una conversació n en Tré veris con el propio soberano, que quiere conseguir de Constancio el regreso de los exiliados, incluso amenazando con la guerra. De manera escueta e insolente escribe a su hermano: «Si me avi­sas de que les restituirá s su trono y que expulsará s a aquellos que les im­portunan sin razó n, te enviaré a los hombres; pero si te niegas a hacerlo, has de saber que iré yo mismo y aunque sea en contra de tu voluntad devolveré los tronos a quienes les pertenecen». 59

O sus sedes episcopales o la guerra. No parecí a pequeñ a la seducció n de atacar por la espalda al hermano en eterna lucha con los persas, sobre todo cuando el rey persa Sapur se disponí a a un nuevo ataque en Nisibis. Sin embargo, a comienzos del verano del añ o 345, Atanasio consiguió en Aquileja, donde habí a pasado un añ o completo, que Constancio le recla­mara. Con todo, fue primero a Tré veris, a la corte, allí «formuló sus que­jas», hizo «reclamaciones y advertencias», en suma, despertó «en el em­perador el fervor de su padre» (Teodoreto). Pero tambié n Constancio se

 


 

quejó en otro escrito, al que siguió un tercero, del retraso del obispo e in­vitó a «Monseñ or a subir sin desconfianza y sin temor al correo estatal y acudir con presteza a nosotros [... ]». Finalmente, Atanasio, con insisten­tes recomendaciones de Constancio para que se mostrara conciliador en la patria, partió en el verano de 346 de Tré veris hacia Roma, donde estu­vo otra vez con el obispo Julio, y continuó despué s viaje a Oriente, reu­nié ndose en Antioquí a con Constancio, que le recibió con benevolencia e hizo destruir todos los antiguos expedientes que habí a en contra suya. No obstante, esto no impidió que el patriarca, lo mismo que en su regreso del añ o 337, volviera a dar todo tipo de rodeos, a intrigar para que se nom­brara a obispos de su agrado, que se expulsara a otros, a hacer que el obispo Má ximo de Jerusalé n convocara un pequeñ o sí nodo que por ma­yorí a acogiera de nuevo en la comunidad eclesiá stica a los desterrados por los orientales en Serdica, y que enviara una recomendació n exaltada al clero egipcio para que facilitara su regreso. 60

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