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San Ambrosio impulsa la aniquilación de los godos y vive «el ocaso del mundo»




Los godos -en su lengua Gutans o Gutó s- fueron el principal pueblo de los germanos orientales. Procedentes de Suecia, de Gotland, Ó stergotland o Vá stergotland, se asentaron en el bajo Ví stula en la «é poca de transi­ció n», y alrededor de 150 en el mar Negro. A mediados del siglo m se es­cindieron en godos orientales y occidentales (ostrogodos, de austro, «bri­llante», y visigodos, de wisi, «bueno»), aunque siguieron considerá ndose como un ú nico pueblo y por lo general se llamaban a sí mismos só lo go­dos. Los ostrogodos se instalaron entre el Don y el Dneper (en la actual Ucrania), y los visigodos entre é ste y el Danubio, desde donde se exten­dieron hasta los Balcanes y Asia Menor, citá ndose aquí por lo general el añ o 264. Dacia y Mecí a (aproximadamente las actuales Rumania, Bulga­ria y Servia) estuvieron constantemente bajo su presió n. En el añ o 269 les derrotó el emperador Claudio II, Constantino luchó a menudo contra ellos, y en 375 ambos pueblos (salvo los godos de Crimea, cató licos, que se mantuvieron allí hasta el siglo xvi) fueron expulsados por los hunos, que avanzaban hacia el oeste. Esta tribu de nó madas procedentes del inte­rior de Asia, derrotados y expulsados a su vez por los chinos y que só lo vi­ví an a caballo -«animales de dos patas», segú n escribí a Amiano-, avanzó irresistiblemente desde la orilla septentrional del mar Caspio, extendié ndo­se por la llanura rusa y conquistando un gigantesco imperio. (Alrededor del añ o 360 habí an cruzado el Don y hacia 430 habí an alcanzado Hungrí a. Sin embargo, aliado con los visigodos, el general imperial Aecio -que en el pa­sado habí a buscado y encontrado protecció n entre los hunos- les derrotó en 451 en las Galias, en la batalla de los Campos Catalá unicos. Pocos añ os despué s murió su rey Aula, y má s rá pidamente aú n de lo que habí an llega­do, se retiraron en su gran mayorí a hacia Asia, en las estepas pó nticas, el norte del Cá ucaso y el mar de Azov. Sé disgregaron en varias tribus y se les conoció en adelante bajo el nuevo nombre de bú lgaros. )15


Los godos de los Balcanes, del Danubio inferior y de las costas del mar Negro fueron «convertidos» pronto, los primeros de entre los germa­nos. Esto comenzó en el siglo m mediante los contactos con los romanos) y con cautivos. En el siglo iv se produce un notable incremento de cris­tianos entre los visigodos. En el añ o 325 existe ya el obispado de Gomia bajo el obispo ortodoxo Teó filo, uno de los participantes en el Concilio de Nicea. En 348 se produce una persecució n contra los cristianos y en 369 una segunda, que dura tres añ os. Sin embargo, poco despué s la mayorí a de los visigodos son cristianos. Los ostrogodos, por el contrario, si da­mos cré dito a Agustí n, al penetrar en Italia en 405, conducidos por Rada-gaiso, eran todaví a paganos, mientras que en 488, cuando invadieron Ita­lia con Teodorico, ya eran cristianos. 16

La persecució n del 348, dirigida por un «juez de los godos, sin reli­gió n y profanador de Dios», o sea, un pagano, condujo a la expulsió n de Urfila, el autor de la Biblia gó tica, consagrado alrededor del 341 por Eusebio de Nicomedia como «obispo de los cristianos en la tierra de los godos». Con é l huyó un grupo de sus seguidores, a los que el emperador Constancio II asentó al sur del Danubio, en la provincia de la Mesia Infe--rior, donde sus descendientes vivieron durante dos siglos. 17            

La segunda persecució n contra los cristianos bajo los visigodos (en 369-372) la dirigió el prí ncipe de é stos, Atanarico. Es perfectamente com­prensible que ya los autores antiguos quedaran fascinados con un hombre que, por ejemplo, rehusaba dirigirse al emperador Valente con el trata­miento de Basileus, arguyendo que preferí a el tí tulo de juez, que encama la sabidurí a, mientras que el de rey solamente el poder. La segunda per­secució n no fue debida tan só lo a cuestiones de fe. Se trató sobre todo de una reacció n antirromana y guardó estrecha relació n con la guerra que enfrentó a godos y romanos entre los añ os 367 y 369, aunque evidente­mente tambié n con la lucha por el poder entre los prí ncipes Atanarico y Fritigemo, representante este ú ltimo de una polí tica favorable a los romanos y los cristianos. 18                                             

Tras una minuciosa preparació n, Valente atravesó el Danubio en el añ o 367 y reanudó una lucha contra los godos que ya habí a iniciado Constantino, y a la que se habí a puesto fin en 332 mediante un trata­do formal de paz con los visigodos. Valente, sin la talla guerrera del «gran emperador», asoló el paí s, fue a la caza de cabezas de un enemi­go en desbandada, pero no logró alcanzar al grueso de sus oponentes, ya que Atanarico consiguió siempre con gran habilidad huir hacia los Cá rpatos. Y aunque en 369 é ste se detuvo con una parte de sus gen­tes y fue derrotado, lo fue de modo tan poco decisivo que Valente tuvo que aceptar su negativa a pisar suelo romano y hubo de pasar en sep­tiembre todo un dí a negociando en una barca anclada en el rí o. Final­mente, el prí ncipe godo tení a las manos libres para dominar a los ad-


 

versarios en su propio pueblo, lo que condujo a la persecució n de tres añ os. 19

El reinado de Atanarico no tembló hasta que los hunos arrollaron a los ostrogodos y los visigodos, momento en que Atanarico y Fritigemo, a despecho de su enemistad, lucharon codo a codo contra los poderosos in­vasores, y al parecer el rey ostrogodo Ermanarico se suicidó desespera­do. Una parte de su pueblo fue sojuzgada mientras que la otra atravesó el Dneper y huyó hacia los visigodos. Sin embargo, tambié n aquí la defensa se hundió ante el huracá n de los hunos. Con Atanarico volvieron a huir a los infranqueables Cá rpatos. (En 1857 los trabajadores que construí an allí una carretera encontraron, cerca de una fortificació n derruida en Pie-irosa, el «tesoro de la corona» visigodo; en una gargantilla aparecí a la si­guiente inscripció n rú nica: utani othal ik im hailag, es decir, tesoro de los godos, soy invulnerable. ) Derrotados otra vez, entre cuarenta mil y seten­ta mil visigodos huyeron hacia el sur y pidieron en el añ o 376 al empera­dor Valente que les admitiera en el Imperio Romano. 20

Mientras que Atanarico abandonó Gutthiuda, el paí s de los godos, aunque sin cruzar el Danubio, y con una pequeñ a tribu afí n, la de los sar-matenos, tambié n expulsados de sus tierras, se asentó en los territorios que má s tarde serí an Transilvania, Valente autorizó la inmigració n de la gran masa de los godos gobernados por Fritigerno en calidad defoedera-ti, federados, es decir, colonos con la obligació n de acudir al ejé rcito cuando se les necesitara, un antiguo mé todo de obtener campesinos, pero sobre todo soldados. En el otoñ o de 376 atravesaron el rí o, un aconteci­miento de gran alcance histó rico, probablemente por Durostorum (Silis-tria): una larga hilera de carros, llevando a menudo los antiguos í dolos paganos aunque tambié n con algú n obispo entre ellos, un sacerdote cris­tiano. Y Fritigemo, que con muchos de los suyos se habí a hecho amano en 369, prometió a Valente la «conversió n» de la parte de su pueblo que todaví a era pagana, algo que agradó a los oí dos del faná tico «hereje», pero que para los godos fue má s bien cuestió n de oportunismo: la miseria y los hunos por un lado, el atractivo Imperio Romano por el otro. Sin em­bargo, sus explotadores oficiales y sus funcionarios, los acaparadores de alimentos y el hambre, que hizo que no pocos godos, hasta algunos jefes, vendieran como esclavos a sus propias mujeres e hijos (incluso a cambio de carne de perro) -un negocio bastante corriente en el Danubio-, el em­puje de nuevos «bá rbaros», visigodos, taifales, alanos, hunos, sobre la frontera abierta, todo esto empujó a los recié n llegados, que ocupaban toda la Tracia, a rebelarse y marchar sobre Constantinopla, unié ndose a ellos bandas de hunos, alanos y tambié n esclavos, campesinos y trabaja­dores de las minas del paí s. 21

Los godos veí an en su obispo Urfilas, nacido alrededor de 311 de pa­dres godos-capadó cicos, a un «hombre sacrosanto». Escribirí a en su le-


cho de muerte: «Yo, Urfilas, obispo y confesor», un tí tulo honorí fico que guarda relació n con la persecució n de los godos cristianos, proba­blemente en 348. Sin embargo, igual que é l -un estrecho colaborador de Fritigemo, aunque cristiano, que, lo mismo que la Iglesia preconstantiniana, «cultivaba con toda convicció n una postura contraria a la guerra entre sus seguidores» (K. -D. Schmidt)- só lo en el arrianismo veí a la «una sancta», en todos los demá s cristianos anticristos, en sus iglesias «sinagogas del diablo» y especialmente en el catolicismo una «teorí a extraviada de espí ritus malignos», el obispo Ambrosio, por su parte, creí a que el hecho de que no admitieran la salvació n por la cruz sino ú nicamente en la imitació n de Cristo, sea lo que sea lo que entendieran por ello, constituí a «La caracterí stica má s sobresaliente del arrianismo godo» (Giesecke). 22

Aun al comentar el Evangelio, Ambrosio podí a citar elogiosamente las palabras de Pablo, un abominador todaví a mayor: «El amor es pa­ciente, es bondadoso, no muestra celo, no se ufana». Podí a dejar correr la imaginació n: «Pero ¿ no serí a maravilloso " ofrecer la otra mejilla a quien te golpea"? ». Sin embargo, en realidad Ambrosio no ofrecí a ni una ni otra mejilla, e incitaba con la consideració n especialmente cris­tiana (y paulina): «¿ No se consigue con paciencia devolver los golpes doblemente [! ] al que golpea, en forma del propio dolor del arrepenti­miento? ». 23

Es significativo de nuestro santo el hecho de que habla a menudo del amor al pró jimo y que incluso lo trata en su conjunto en una monografí a propia, su Teorí a de los deberes, pero al parecer, alude solamente una vez al amor a los enemigos. Para é l -lo mismo que pronto para Agustí n y para toda la Iglesia- no era ú til, sino tan só lo un signo de la mayor per­fecció n del Nuevo Testamento frente al Antiguo. Sin embargo, esto no supone para Ambrosio ningú n requisito vinculante. Lo que hace má s bien es «curiosamente no rechazar en ningú n lugar la guerra de manera categó rica como ilí cita» (K. -P. Schneider). ¡ Al contrario! Constantemen­te se esboza en é l «de forma indirecta» la idea de una «guerra justifi­cada». 24

Y no só lo indirectamente, pues mientras que en Oriente el filó sofo y educador de prí ncipes Temistios, que se mantuvo al lado de varios empe­radores y que nunca se adhirió al cristianismo, intentaba mediar entre los partidos eclesiá sticos y tambié n entre paganos y cristianos y, al tiempo que apoyaba vigorosamente la polí tica de un compromiso pací fico entre los godos y Valente, juraba que era responsable de toda la humanidad, tambié n de los «bá rbaros», a los que debí a confinar y conservar como animales raros, san Ambrosio hací a justamente lo contrario. En cuanto pudo, lanzó en nombre de Jesú s a su protegido Graciano, de diecinueve añ os, en contra de los godos, los paganos, los «herejes», los «bá rbaros». 25


El obispo no cesó de mostrar apasionamiento. «No hay ninguna segu­ridad de dó nde se puede atentar contra la fe», exclamaba encolerizado ante el emperador. «¡ Elé vate, oh Señ or, y despliega tu estandarte! Esta vez no son las á guilas militares las que conducen el ejé rcito y no es el vuelo de las aves el que lo dirige; es tu nombre. Jesú s, el que aclaman y es tu cruz la que va delante de ellos. [... ] Siempre la has defendido contra el enemigo bá rbaro; ¡ toma ahora venganza! » ¡ Aunque no deberí a tomar­se venganza precisamente en nombre de Jesú s! Sin embargo, Ambrosio 1 tomó como referencia -lo mismo que ha hecho el clero en todas las gue­rras hasta la fecha- el Antiguo Testamento, donde Abraham, con unos pocos hombres, aniquiló a numerosos enemigos, donde Josué triunfó so­bre Jericó. Los godos son para el santo el pueblo Gog {«Gog iste Gothus^ est»), cuya aniquilació n predice el profeta, de quo promittitur nobisfutu-, ra victoria; un pueblo que Yavé, en su lapidario estilo, quiere «dar para que lo devoren» a las aves rapaces y otros animales, y tambié n a los su­yos: «Y habé is de comer grasa hasta quedar hartos y beber sangre hasta emborracharos de la ví ctima que os sacrifico». Segú n Ambrosio, para quien «germá nico» y «amano», o «romano» y «cató lico», son té rminos casi equivalentes, para vencer a los godos só lo hace falta una cosa: ¡ la verdadera fe! ¡ Esto a pesar de que el Imperio era todaví a bastante pagano y que el emperador de Oriente, Valente, era un amano! No obstante, el obispo pasó por alto tales hechos. No podí a separarse la fe en Dios de la fidelidad al Imperio. «Donde se pierde la fidelidad a Dios, se rompe tam­bié n el Estado romano. » Allí donde aparecí an los «herejes», les seguí an despué s los «bá rbaros». 26

Por supuesto, el aspecto militar iba acompañ ado de otro de polí tica eclesiá stica. Sin embargo, en la Iliria ocupada, es decir, cerca del norte de Italia y de Milá n, ademá s de la guerra con el adversario exterior, tambié n;

causaba estragos la del enemigo interno, las disputas con los arrí anos. ' Secundiano residí a en Singidunum como obispo, Paladio en Ratiaria, Ju­liano Valente en Poetovio, Ausencio en Durostorum, pero tambié n viví a allí Urfilas, que desplegaba su actividad sobre todo en las provincias^ orientales del Danubio. Ambrosio quiere incitar al emperador en contra de estos influyentes cristianos, má xime cuando los arrí anos ilí ricos ha-' cí an propaganda tambié n en Milá n y otras ciudades del norte de Italia y la entrada de godos daba nuevos impulsos a la «herejí a». Así pues, el cató lico no dejó de invocar la situació n religiosa y la actuació n de los amañ os como un peligro para el Imperio y para la seguridad militar, que brindarí a a los subditos «heré ticos» una protecció n ante los godos, sus compañ eros de fe, mucho menor que los ortodoxos. 27

No obstante, es evidente que el aspecto militar era ahora para Ambro­sio má s importante que el religioso que é l pone de relieve, puesto que su dió cesis no estaba muy alejada de los godos y en la cristiandad romana,


segú n una antigua tradició n, se hací a entre romanos y «bá rbaros» la mis­ma distinció n que entre los seres humanos y los animales. El peligro sur­gí a de los enemigos del paí s. Así, al celo religioso del obispo se le antici­pa ahora el nacional. ¡ Como si no hubié ramos visto esto incontables veces en las dos guerras mundiales! Lo mismo que entonces los curas castrenses alemanes insultaban a los franceses llamá ndoles libinidosos y hablaban de la «Babilonia de Occidente», de «los jardines venenosos de la Babel del Sena, de la moderna Sodoma y Gomorra», Ambrosio desta­caba en especial la propensió n al vicio de los «bá rbaros», su depravació n «peor que la muerte». Para é l, el incuestionable patriota, el enemigo es tambié n cualquier «extrañ o»; el «extranjero» (aliení gena), casi equiva­lente a infiel. A los godos y similares (Gothi et diversarum nationum viri} les llama «gentes que antes habitaban en carretas», seres má s temi­bles que los gentiles (gentes). Así, no combate a los romanos infieles; lo que hace má s bien es colocar al ejé rcito de los paganos de su lado e inci­tarlo contra los «bá rbaros», y para ganarse al emperador pretexta motivos religiosos, mientras que busca el predominio de la «cultura romana», que a é l mismo le proporciona protecció n. Y una vida muy prestigiosa. 28

El santo obispo incita constantemente contra los godos, conjura al mun­do a no bajar la guardia, y para é l «prá cticamente cualquier medio no só lo está justificado sino que ademá s es necesario» -la postura de todos los curas en la guerra, incluso en el siglo xx-; «se alabará al general por su astucia si hace que bá rbaros luchen contra bá rbaros y de esta manera preserva las armas romanas, aunque este mismo general no sea cristiano. Difí cilmente podí a probar Ambrosio que su aversió n contra los bá rbaros estaba motivada sobre todo por razones religiosas» (K. -P. Schneider). Ni en sueñ os se le habrí a ocurrido la idea del obispo Basilio, santo y padre de la Iglesia como é l: «Estamos tan lejos de poder subyugar a los bá rba­ros con la fuerza del espí ritu y de la eficacia de sus dones, que má s bien volveremos a hacer salvajes a los ya subyugados con el exceso de nues­tros pecados». 29

Ambrosio habí a enviado al «santo emperador» su obra pastoral Defide, aparecida durante el conflicto con los godos, al campo de batalla de Ili-ria, aunque sabí a que una victoria se deberí a «má s a la fe del emperador que a la valentí a de los soldados» (fide magí s imperatoris quam virtute militum), con lo cual incita de nuevo en contra de los arrí anos, que en rea­lidad no só lo son seres humanos en su apariencia exterior, pues en su in­terior son animales feroces. Aunque profetiza el triunfo, está seguro de la victoria, «como testimonio de la verdadera fe». Graciano, que ya habí a movilizado a las tropas de Panonia y de las Gallas aunque llegando só lo hasta la regió n de Castra Mariis, en la Mesia superior, retrocedió para di­rigirse contra los alamanes. É stos, aprovechando la ocasió n, habí an cruzado el Rin y devastaban el territorio romano. Graciano les derrotó en


la batalla de Argentarí a, en la que cayó su rey Priario, cruzó por su parte el rí o y les sometió. Sin embargo, é sta fue la ú ltima vez que un empera­dor romano cruzó el Rin. 30

Y esta victoria en Occidente, con la ausencia de las fuerzas de Gra^ ciano en Oriente, provocó allí una catá strofe. Cuando en 377 los godos marcharon contra Constantinopla, pasando a sangre y fuego, saqueando, batiendo a las tropas romanas y siendo ellos mismos batidos, Valente, que aunque habí a permitido el asentamiento de los extranjeros no habí a cumplido los tratados, dirigió personalmente la contraofensiva. Proce­dente de los escenarios bé licos persas, se apresuró a llegar a Constantino­pla. El 9 de agosto de 378 estaba en Adrianó polis, con unos treinta mil soldados, frente a los visigodos y ostrogodos unidos. Mientras rechazaba varias ofertas de paz de Fritigemo, que só lo buscaba ganar tiempo, apa­reció la esperada caballerí a ostrogoda y alana, excelentes jinetes aveza­dos por sus largas campañ as en Rusia y Europa central, que ya usaban es­tribos y espuelas. Conducidos por los reyes alanos Alateo y Safrax, caye­ron de pronto sobre el flanco y la espalda de las legiones romanas, que habí an iniciado el ataque, y las destruyeron formalmente. Dos tercios del ejé rcito quedaron en el campo de batalla, y entre ellos, para satisfacció n de muchos cató licos, el emperador, el «hereje odiado por Dios», «segura­mente un juicio de Dios» (Jordanes). El propio Valente acabó lanzá ndose al tumulto, con cuatro de sus má ximos jefes militares, mientras que la mayorí a de sus generales, segú n una vieja costumbre, huyeron. Fue el primer desaire sangriento del Imperio a manos de un pueblo nó mada y la primera gran victoria de los pesados jinetes germá nicos -que desde en­tonces dominaron los campos de batalla cristianos durante los siguientes mil añ os, hasta el siglo xiv- sobre la infanterí a romana; segú n Amiano, desde Cannae la mayor derrota de la historia de Roma y, segú n Stein, el «principio del fin del Imperio Romano». Tras esta debacle, que inició el ocaso del Imperium romanum, los emperadores bizantinos disolvieron sus legiones de infanterí a. 31

Amiano Marcelino, un griego procedente de Antioquí a, soldado y el ú ltimo historiador importante de la Antigü edad, al que ya se ha citado aquí con frecuencia; participó personalmente en la batalla que durante un milenio «revolucionó » la guerra a favor de la caballerí a. En el epí logo de su obra, formada por 31 tomos, que va desde Tá cito hasta la catá strofe de Adrianó polis, describe como los godos retrasaron ex profeso el ata­que, dejando que los romanos se cocieran literalmente en su jugo, bajo el sol abrasador y rodeados de incendios provocados, hasta que la caballerí a goda, «como un rayo que cae desde el pico de una montañ a», se lanzó so­bre «nuestra gente» provocando una «enorme carnicerí a». El fracaso im­presionó grandemente a los contemporá neos. Y el aguerrido san Ambro­sio se horroriza: «Estamos viviendo el ocaso del mundo». 32


«Las consecuencias de la catá strofe fueron inconmensurables» (Os-trogorsky). Durante un milenio, el Imperio romano de Oriente lucha contra el problema de los germanos, el Imperio romano de Occidente se hunde, y la derrota de Valente conduce al definitivo ocaso del arrianismo. 33

Tras esta batalla, con la que se perdió la totalidad de Mesia y Tracia, el magister militum per Orientem, Julio, estacionado en Asia, hizo pasar un dí a a cuchillo, a traició n, a todos los soldados godos que estaban bajo sus ó rdenes. Para ellos se hundió el mundo; lo mismo que para los caí dos en Adrianó polis, y para todos los godos que al añ o siguiente, en 379, sufrie­ron una asoladora epidemia, resultado de las oraciones del santo obispo Acolio de Tesaló nica, como sabe Ambrosio, para quien el mundo, predes­tinado evidentemente al exterminio de todos los que no fueran cató licos, en especial todo lo amano, no se hundí a. Puesto que los arrí anos, que «se arrogaban el nombre de cristianos» y sin embargo «intentaban herir con armas mortales» a los cató licos, se parecí an, segú n Ambrosio, a los judí os, si bien eran peores, y tambié n a los paganos, aunque en realidad eran to­daví a peores, má s que el anticristo y el propio diablo. Habí an «reunido el veneno de todas las herejí as», «eran seres humanos só lo en su aspecto ex­terior, pero en su interior estaban llenos de la rabia de los animales». 34

Por esa razó n a Ambrosio tambié n le irritó el amano Juliano Valente, hasta su destierro obispo de Poetovio (Pettau, hoy Ptuj, en Yugoslavia), porque apareció «delante del ejé rcito romano, manchado de impiedad goda y vestido como un pagano». Los «herejes» -«el desvarí o del mal amano», «la enfermedad del pueblo», como tambié n excita a sus colegas el padre de la Iglesia Basilio-, limitados en Occidente a Milá n y algunos obispados ilí ricos, tuvieron que desaparecer. «¡ Adelante, hombre de Dios, lucha del lado bueno! » Ahora Ambrosio, que simplemente se encarga del clero de su antecesor, pudo gritar lleno de jú bilo que en todo Occidente no se encontraban má s de dos arrí anos. Aquí, lo mismo que en Oriente, los pastores tení an menos interé s en la fe que en su cargo.

Sin embargo, cató licos faná ticos escribieron entonces al emperador Teodosio: «Estos excelentí simos obispos que con Constantino defendí an la fe inmaculada, despué s anatematizados con la firma heré tica, han vuel­to al reconocimiento de la fe cató lica en cuanto han visto que tambié n el emperador vuelve a estar del lado de los obispos cató licos». 35

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