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La batida contra Prisciliano: las primeras ejecuciones de cristianos a manos de cristianos




Prisciliano, un instruido cristiano laico, nacido alrededor de 345 en el seno de una familia noble y rica, no era codicioso ni pretencioso. Segú n informa Sulpicio Severo, el bió grafo de san Martí n de Tours, renunció al dinero y a las rentas. Ilustrado, laborioso, elocuente y de cará cter irrepro­chable, aunque estremecido ante el relajamiento del clero, Prisciliano debu­tó en 375 en Lusitania como dirigente de un movimiento é tico-rigorista. Defendí a un ascetismo estricto (incluyendo una dieta vegetariana, porque consideraba el consumo de carne como contrario a la naturaleza), una nota­ble estima por las profecí as y un cierto pensamiento dualista, y se extendió con gran rapidez por Españ a. Hubo tambié n obispos que se adhirieron, en especial Instando y Salviano. É stos consagraron al propio Prisciliano obispo de Á vila en el añ o 381. Sin embargo, la mayorí a del episcopado estaba en contra, a pesar de que Prisciliano y sus seguidores poní an gran empeñ o en mostrarse de acuerdo con las enseñ anzas de la Iglesia. Bajo la direcció n de Higinio de Có rdoba (que denunció a Prisciliano, pero des­pué s se pasó a é l), de Hidatio de Mé rida y de Itacio de Ossonoba (Faro), un gran comiló n que por principio era reacio al ascetismo, se incitó con­tra los priscilianistas. Un sí nodo de doce obispos reunidos en Zaragoza condenó el 4 de octubre de 380, bajo Hidatio de Mé rida, algunos de sus puntos de vista y prá cticas, aunque todaví a no a ellos mismos. Cuando se defendieron, los obispos españ oles convocaron un nuevo concilio. Sin em­bargo, Hidatio lo hizo fracasar. Denunció a Prisciliano y a sus seguidores por «herejí a» maniqueí sta ante el emperador Graciano, quien, aconsejado quizá s por Ambrosio, ordenó que el Estado persiguiera a los «maniqueí stas y pseudoobispos». 72

Cuando Prisciliano, Instando y Salviano se personaron en Milá n y Roma en el invierno de 381-382, Ambrosio se negó a inmiscuirse y el papa Dá maso incluso a recibirles. En vano rogaron al obispo romano en una petició n por escrito: «Pré stanos atenció n [... 1, danos, te pedimos su-


pilcantes, cartas a tus hermanos, los obispos españ oles, con [... ]». Hasta^ que no imciaron el viaje de regreso no se hizo justicia en la corte a Pris< | ciliano e Instando (Salviano habí a muerto en Roma), si bien só lo me-? diante un soborno al magister officiorum (mayordomo mayor) Macedó n nio. Se suspendió el edicto imperial y los inculpados pudieron recuperar sus cargos. Pero contra su adversario especial se dictó auto de procesamiento. Prisciliano y sus enemigos mortales, los obispos Itacio e Hidatio, se dirigieron a la corte en Tré veris. Allí reinaba entonces el usurpadora Má ximo, un españ ol ortodoxo, que querí a congraciarse con el episcopa­do españ ol, aunque tení a tambié n razones para ver antipriscilianistas en, los obispos de Italia. Así, en la primavera de 385 demandó ante los tribu-^ nales a Prisciliano y a sus seguidores má s ricos. Itacio e Hidatio actuaron | como acusadores. Obligaron a sus ví ctimas a «confesar» mediante tortu- i ras y a continuació n hicieron de ellos los primeros cristianos condenados^ oficialmente a muerte y decapitados de inmediato a manos de cristianos,! acusados de presunta depravació n y «artes má gicas» (maleficium). Se| trataba de siete personas: Prisciliano, los clé rigos Felicí simo y Armenio, el diá cono Aurelio, un tal Latroniano, un tal Asaviro y la rica viuda Eu-í crotia. Tambié n el obispo Britto de Tré veris y su sucesor Fé lix aprobaronf el crimen, lo mismo que la inmensa mayorí a de los prelados galos. Ese, mismo añ o murió en Burdeos un priscilianista a manos de la plebe cató lica. Se desterró a toda una serie de «herejes». Sin embargo, el usurpador Má ximo, un celoso ortodoxo que habí a sido bautizado poco antes de ro- ^ bar el trono y que alegaba gobernar por «inspiració n divina» (divinal nutu), que ademá s se sentaba a la mesa imperial con san Martí n de Tours y trataba con otros obispos en la corte, envió, a instancias del alto cleroi reunido alrededor de Itacio, «tribuni cum iure gladii» a Españ a para se" guir el rastro a los «herejes», y quitarles la vida y sus posesiones. En una epí stola al papa Siricio se atribuí a al catolicismo el mé rito de haber liqui­dado a los «maniqueos». 73

La consternació n por la acció n sangrienta de Tré veris, desde donde Atanasio desterrado pedí a ya la lucha contra los «herejes» y la tiraní a de la fe, fue enorme en aquella é poca. En el Concilio de Toledo (400), los clé rigos, apoyados por el obispo Herenas, aclamaron a Prisciliano como cató lico y santo má rtir. Se les destituyó a todos. Y el obispo Simposio de Astorga tuvo que confesar a san Ambrosio que no conmemoraba como má rtires a Prisciliano y sus compañ eros muertos y que tambié n evitarí a sus «novedades de enseñ anza». 74

Por lo demá s, se siguió mintiendo igual que se habí a hecho antes. Prisciliano habrí a profesado pensamientos obscenos, habrí a rezado por las noches desnudo en compañ í a de mujeres lujuriosas, e incluso habrí a hecho abortar con hierbas un hijo suyo de Procula, la hija de Eucrotia. En realidad, eran sobre todo las mujeres las que acudí an a los ascetas, a los


que se acusaba de corrupció n, hechos violentos, persecució n de los orto­doxos pero, sobre todo, a lo largo de un milenio y medio, de una especie de «herejí a» maniquea, hasta que en 1886 se encontraron escritos de Pris­ciliano. En ellos se poní a de manifiesto que no habí a sido mago ni mani-queo, sino que má s bien habí a condenado sus principios y habí a luchado contra varias sectas gnó sticas, sobre todo contra los maniqueos. (Tam­bié n habí a combatido con rigor a los paganos, en un tono que recuerda al de Fí rmico Materno: «Que se hundan junto con sus í dolos». «Lo mismo que a sus dioses, les golpeará la espada del Señ or. ») Igualmente le difama­ron los padres de la Iglesia Jeró nimo, Agustí n, Isidoro de Sevilla -quien cita incluso un hombre al que Prisciliano habrí a enseñ ado brujerí a- y, con mayor furia que ningú n otro, el papa Leó n I, «el Grande», que justi­ficó literalmente la ejecució n del «hereje» y de todos sus seguidores. To­daví a en el siglo xx les acusan algunos cató licos de «desenfreno absolu­to» (Rí es), y echan la culpa de la tragedia de Tré veris «só lo» al Estado (Stratmann). 75

En Españ a, el priscilianismo perduró durante algunos siglos. El pri­mer Concilio de Braga (561) se ocupó exclusivamente de é l y lanzaron en su contra todo un catá logo de anatemas. En ellos se condenaba a quien creyera que el diablo no habí a sido nunca un á ngel bueno, que los seres humanos está n sujetos a la influencia de las estrellas, a quien ayunase los domingos o en Navidad o a quien considerase impuro comer carne. El concilio no se privó de atacar pú blicamente la abstinencia de carne de los religiosos, ya que esto alimentaba las sospechas de priscilianismo. El ca­non 14, igualmente có mico y vergonzante, obligaba al clero cató lico a co­mer verduras cocidas junto con carne. ¡ Al que se negaba se le excomulga­ba y se le retiraba de su cargo! (Y, al parecer sin á pice de ironí a. Domin­go Ramos-Lissó n cree, todaví a en 1981, «que este canon no se aplicaba a los dí as de abstinencia dictados por la Iglesia [... ]». )76

Mientras que en la tragedia de Prisciliano y de sus seguidores Ambro­sio se mantuvo en un segundo plano, en la lucha contra los judí os volve­mos a verle en primera lí nea.

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