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Caza de cabezas, persecución de paganos y «herejes»




A la cristiandad le gustaba contemplar las cabezas de los enemigos vencidos; los gobernantes encontraban placer en ello y tambié n los go­bernados. Era habitual enviar por todo el Imperio la cabeza de los casti-


gados importantes, como trofeos de guerra. «Matar» -dice Mark Twain-
es la má xima ambició n del gé nero humano y uno de los primeros aconte-
cimientos de su historia, pero só lo la cultura cristiana ha levantado un
triunfo del que puede estar orgullosa. En dos o tres siglos se reconocerá
que los cazadores de cabezas má s há biles son todos cristianos [... ]. »17

Ya Constantino, el primer gobernante cristiano, hizo que en el añ o 312,
despué s de la batalla del puente Milvio, llevaran sus tropas la cabeza del
emperador Majencio en el desfile triunfal, arrojá ndole piedras y excre-
mentos, y luego la envió a Á frica. Tambié n la cabeza del usurpador Julio
Nepotiano, que se rebeló probablemente a instancias de Constantinopla,
fue paseada en el añ o 350 por Roma, el dí a 28 de su gobierno. Tres añ os
má s tarde, en muchas provincias del Imperio pudieron contemplar la ca-
beza del usurpador Magnencio. Como signo de victoria cristiana tambié n
sirvieron las cabezas de Procopio, un pariente del emperador Juliano, en
el añ o 366, de Magnus Maximus en 388 y de Eugenio en el 394. A fina-
les del siglo iv o comienzos del v se expusieron tambié n las cabezas de
Rufino, Constantino III, Jovino, Sebastiá n e incluso, en ocasiones, las
de parientes de personajes caí dos en desgracia. 18

Ademá s de por su polí tica hostil a los godos, los gobiernos de Arca-
dio y de Honorio se caracterizaron por las persecuciones contra los paga-
nos y los «herejes», y por tomar unas medidas todaví a má s rigurosas que
las de su padre, que en 388 todaví a saludaba a sacerdotes paganos reves-
tidos en Emona, perteneciente en aquella é poca a Italia. 19

El mismo añ o en que accedieron al poder, los nuevos soberanos ame-
nazaron a los cristianos reincidentes con una aplicació n má s estricta de
los decretos vigentes hasta la fecha, y a los funcionarios que los incum-
plieran, con la pena de muerte. En 396 se anularon todos los privilegios
y las prebendas que tení an los sacerdotes de los templos y se prohibieron
las fiestas paganas. En 399 se dio la orden de derribar los templos rura-
les, la primera ley para su destrucció n. El material resultante se utilizó
para la construcció n de caminos, puentes, conducciones de agua y mura-
llas. Los oratorios de las ciudades se pusieron a disposició n del pú blico.
Aunque se protegí an las obras de arte, los obispos y los monjes rara vez
las respetaban. Se procedió a destruir los altares y retirar las estatuas de
dioses que todaví a quedaban. No só lo se las prohibió en el culto sino que
tambié n se impidió que fueran mostradas en los bañ os; así lo ordenó Ar-
cadio en 399 y Honorio en 408 y 416, despué s de que una ley para la
confiscació n definitiva de todas las imá genes de dioses quedara tan sin
efecto como muchas anteriores. 20

Los decretos dictados en nombre de ambos emperadores tení an vali-
dez para todo el Imperio, pero su aplicació n fue má s indulgente en Occi-
dente, y se limitaba principalmente a anteriores disposiciones. 21

Por supuesto, ambos gobernantes combatí an a los cristianos hetero-


 

 

gados importantes, como trofeos de guerra. «Matar» -dice Mark Twain-
es la má xima ambició n del gé nero humano y uno de los primeros aconte-
cimientos de su historia, pero só lo la cultura cristiana ha levantado un
triunfo del que puede estar orgullosa. En dos o tres siglos se reconocerá
que los cazadores de cabezas má s há biles son todos cristianos [... ]. »17

Ya Constantino, el primer gobernante cristiano, hizo que en el añ o 312,
despué s de la batalla del puente Milvio, llevaran sus tropas la cabeza del
emperador Majencio en el desfile triunfal, arrojá ndole piedras y excre-
mentos, y luego la envió a Á frica. Tambié n la cabeza del usurpador Julio
Nepotiano, que se rebeló probablemente a instancias de Constantinopla,
fue paseada en el añ o 350 por Roma, el dí a 28 de su gobierno. Tres añ os
má s tarde, en muchas provincias del Imperio pudieron contemplar la ca-
beza del usurpador Magnencio. Como signo de victoria cristiana tambié n
sirvieron las cabezas de Procopio, un pariente del emperador Juliano, en
el añ o 366, de Magnus Maximus en 388 y de Eugenio en el 394. A fina-
les del siglo iv o comienzos del v se expusieron tambié n las cabezas de
Rufino, Constantino III, Jovino, Sebastiá n e incluso, en ocasiones, las
de parientes de personajes caí dos en desgracia. 18

Ademá s de por su polí tica hostil a los godos, los gobiernos de Arca-
dio y de Honorio se caracterizaron por las persecuciones contra los paga-
nos y los «herejes», y por tomar unas medidas todaví a má s rigurosas que
las de su padre, que en 388 todaví a saludaba a sacerdotes paganos reves-
tidos en Emona, perteneciente en aquella é poca a Italia. 19

El mismo añ o en que accedieron al poder, los nuevos soberanos ame-
nazaron a los cristianos reincidentes con una aplicació n má s estricta de
los decretos vigentes hasta la fecha, y a los funcionarios que los incum-
plieran, con la pena de muerte. En 396 se anularon todos los privilegios
y las prebendas que tení an los sacerdotes de los templos y se prohibieron
las fiestas paganas. En 399 se dio la orden de derribar los templos rura-
les, la primera ley para su destrucció n. El material resultante se utilizó
para la construcció n de caminos, puentes, conducciones de agua y mura-
llas. Los oratorios de las ciudades se pusieron a disposició n del pú blico.
Aunque se protegí an las obras de arte, los obispos y los monjes rara vez
las respetaban. Se procedió a destruir los altares y retirar las estatuas de
dioses que todaví a quedaban. No só lo se las prohibió en el culto sino que
tambié n se impidió que fueran mostradas en los bañ os; así lo ordenó Ar-
cadio en 399 y Honorio en 408 y 416, despué s de que una ley para la
confiscació n definitiva de todas las imá genes de dioses quedara tan sin
efecto como muchas anteriores. 20

Los decretos dictados en nombre de ambos emperadores tení an vali-
dez para todo el Imperio, pero su aplicació n fue má s indulgente en Occi-
dente, y se limitaba principalmente a anteriores disposiciones. 21

Por supuesto, ambos gobernantes combatí an a los cristianos hetero-


doxos, ya fuera por medio de leyes agravadas o mediante las nuevas que
dictaban.

En los añ os de transició n al siglo v amenazaron a los «herejes» con la
confiscació n de los bienes, la expulsió n o el exilio. Incluso los niñ os que
se negaban a convertirse perdí an toda su fortuna. Los cristianos no ca-
tó licos tuvieron que entregar sus iglesias a los «ortodoxos». No podí an
construir otras nuevas ni utilizar domicilios privados para fines de culto,
ni celebrar reuniones y servicios religiosos, ni recurrir a sacerdotes, ya
fuera pú blica o secretamente. A los «herejes» se les privó de sus dere-
chos civiles, se les prohibió llamarse cristianos, testar o heredar en virtud
de un testamento. Y en el añ o 398 se impuso la pena de muerte por «he-
rejí a», aunque reservada al principio só lo a los maniqueos, que eran a los
que se perseguí a con mayor dureza. Sin embargo, todos estos intentos de
sometimiento y erradicació n los alentó por lo general la «gran Iglesia». 22

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