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Inocencio I, ¿«la cumbre del cargo episcopal o simples mentiras?




Los papas que siguieron a Dá maso y Silicio (384-399), que asimismo
estaba totalmente a la sombra de su amigo personal Ambrosio, no fueron
influyentes en ningú n lugar ni dirigieron nada, pero continuaron no obs-
tante construyendo el predominio de Roma, su posició n de monopolio
como apostó lica sedes, como cathedra Petrí, en suma, la idea de la Igle-
sia romana como cabeza de toda la Iglesia, ayudá ndose para ello tanto
de la Biblia, es decir, de lo que les convení a de ella, como del derecho
romano.

Y no menos importante, tambié n de la jerga oficial.
En especial Siricio, que acuñ ó el concepto de la «herencia» de Pedro

-uno de los fundamentos de toda la ideologí a papal del futuro- para su-
gerir de este modo una relació n cuasijurí dica entre ellos y el apó stol,
adaptó sus decretos en gran medida al estilo y a la terminologí a de los
edictos imperiales. A decir verdad, hasta entonces só lo los sí nodos se
habí an servido en la Iglesia de ese ejemplo. Pero Siricio promulgó su
nueva legislació n decretal como «antiguo modo del derecho eclesiá stico'1^
y al mismo tiempo lo equiparaba a los cá nones sinodales» (Wojtowytsch).
Pero por mucho que apareciera la «herencia» de Pedro como pastor su-
premo y que reafirmara su papel directivo y su posició n de predominio
legal dentro de toda la Iglesia -«Nos decidimos lo que a partir de ahora
tienen que seguir todas las Iglesias y de lo que deben abstenerse [... ]», es-
cribí a en sus primeros decretos, inmediatamente despué s de ser consa-
grado, al obispo hispano Himerio de Tarroco-, la teorí a estaba todaví a ¿
muy alejada de la realidad. La «herencia» (haeres), la sucesió n de Pedro,
la institució n que nombra al papa heredero, era una pura construcció n
que carecí a y carece de toda demostrabilidad y, con ello, de validez
legal. 49

Inocencio I (402-417), del que se dice que podí a llevar el tí tulo de
«primer papa» con má s derecho que cualquiera de sus predecesores, con-
tinuó desarrollando conscientemente la reivindicació n papal de la prima-
cí a y la posició n monopolista de la Iglesia romana, perdurando su in-
fluencia hasta el siglo xii. Dio el tono para todo un milenio. Hay varias
cosas que vinieron en su ayuda: el poderoso Ambrosio, el competidor de
Milá n, habí a muerto, la propia Milá n ya no era la residencia imperial,
sino Rá vena, y el Imperio romano occidental estaba bastante pró ximo a
su hundimiento. Sin embargo, lo má s decisivo partió de é l mismo. Se
consideraba «la cabeza y la má xima cumbre del episcopado». En efecto,
frente a los sí nodos de Cartago y Milevo, de 416, mantení a la pretensió n

-que a decir verdad, no siempre y frente a todas las Iglesias se atrevió a


defender- de que sin el conocimiento de la «sede apostó lica» ni los con-
cilios podí an decidir de manera definitiva «cuestiones incluso de las re-
giones má s apartadas». Con frialdad, el jurista tacha el derecho nuevo
como antiguo, las nuevas costumbres como tradicionales y santas, sin que
el pasado ofrezca razones o ejemplo de ello. No obstante, todo estaba as-
tutamente premeditado puesto que: «Só lo considerando como algo exis-
tente desde hace mucho tiempo lo que en realidad era una novedad re-
ciente, podí a esperar resistir la crí tica de los contemporá neos» (Haller).
Procedió consciente de sí mismo, aunque adaptá ndose a las condiciones
locales, así, en Hí spanla algo má s ené rgico que en Galia, donde Roma te-
ní a dificultades desde hací a tiempo. Querí a una presidencia sobre los sí -
nodos y proclamó a la «sede apostó lica» como la má s alta instancia de
apelació n, a la que debí an presentarse todos los casos importantes (cau-
sae maiores);
esto lo podí a interpretar, naturalmente, como é l quisiera.
(«Las inscripciones funerarias ensalzan en é l de manera especial las vir-
tudes de la benevolencia y de la modestia»: Gró ne. )50

Como primer papa, Inocencio I utilizó «constante y sistemá ticamente
la idea jurí dica del papa como sucesor de Pedro» (Ullmann). Considera-
ba a Pedro o sus discí pulos como los fundadores de todas las Iglesias de
Occidente, hecho que no encuentra el menor apoyo en ningú n lugar. «Es
sin embargo un hecho evidente -manifiesta con osadí a en un escrito a
Decentio de Gubbio- que en toda Italia, las Galias, Hispania, Á frica, Si-
cilia y las islas intermedias nadie ha levantado iglesias que no fueran
aquellos a los que el venerable apó stol Pedro o sus sucesores hubieran
nombrado obispo. Habrí a que buscar si en estos paí ses se encuentra a
otro de los apó stoles que haya enseñ ado allí segú n la tradició n. Pero si no
puede leerse en ningú n lugar porque en ningú n sitio se ha transmitido,
entonces todos deben seguir lo que la Iglesia romana custodia, de lo que
sin duda toma su origen. » Puesto que no hay nada distinto escrito en nin-
gú n lugar, deduce el papa Inocencio con emoció n, todo ha sido misió n de
Pedro y sus discí pulos y por lo tanto está bajo el dominio del obispo ro-
mano. Se entiende la ironí a de Haller de que nunca con mayor atrevi-
miento «se habí a utilizado» el argumentum e silentio, la demostració n si-
lenciando las fuentes, «para una afirmació n histó rica que en realidad está
toda en el aire». Y Erich Gaspar pone de relieve que el padre de la Igle-
sia, Agustí n, que junto «a la figura de Inocencio I casi desaparece», habí a
«defendido exactamente lo contrario a la tesis inocentista». Incluso los his-
toriadores cató licos del papado Seppeit y Schwaiger escriben que lo que
el papa diga -una afirmació n de muchí simo má s peso y mayor alcance,
mejor dicho: una falsedad- «en modo alguno está en consonancia con los
hechos histó ricos»; «sin embargo, refleja las ideas que siempre han teni-
do má s influencia en Roma» y a las que, podrí amos completar, se debe el
papado: ¡ puras mentiras! De su triple condició n subrepticia Inocencio


reduce derechos especiales, es decir, naturalmente privilegios, la obser-
vació n del «referre ad sedem apostolicam», el respeto de la consuetudo
romana
como ú nica norma vá lida. Só lo la decisió n del obispo romano
hace que la decisió n sobre cualquier cosa tenga importancia, sobre las
causae maiores, finalmente. La presunta sede de Pedro se convierte en
«fons» y «caput»: «todas las aguas fluyen de la sede apostó lica, cual-
quiera que sea la fuente original, y se vierten en su forma má s pura sobre
todas las regiones de la Tierra» (totius mundi regiones). ¡ Y mintiendo frí a-
mente afirmaba que referre ad sedem apostolicam equivale a la antigua
tradició n! 51

Quizá el papa Inocencio I llevaba la mentira y el engañ o en la sangre.
Es con toda probabilidad hijo de su antecesor Anastasio I, que descendí a
a su vez de un clé rigo casado.

Sea dicho entre paré ntesis que en Roma durante todo el primer mile-
nio hubo hijos de papas que se convirtieron en papas; entre otros: Bonifa-
cio I, Fé lix III (al parecer el tatarabuelo del papa Gregorio I, «el Gran-
de»), Agapito I, el hijo de obispo Teodoro I, el hijo de obispo Adriano II
(cuya primitiva esposa Estefaní a y su hija mataron a un hijo del obispo
Arsenio, un padre mú ltiple). Tambié n Martí n II era hijo de un sacerdote,
lo mismo que Bonifacio VI (que como presbí tero llevaba una vida tan
escandalosa que el papa Juan VIII le tuvo que suspender; gobernó
ú nicamente dos semanas y probablemente fue envenenado). El santo papa
Silverio (desterrado por su sucesor Vigilio a la isla de Ponza, donde mu-
rió ) es incluso hijo del papa Hormisdas. Juan XI (que encarceló e hizo
asesinar a su madre y a su hermanastro papal, pero que segú n el cronista
Flodoardo de Reims «sin violencia [... ], só lo se ocupaba de asuntos divi-
nos»; «resolució n y energí a no pueden negarse a su pontificado»: Seppeit
y Schwaiger, cató licos), el papa Juan X^era hijo del papaSergio III (el
asesino de sus dos antecesores, peroTpara no silenciar tambié n «lo bue-
no» (? ), reconstruyó la basí lica de Letrá n, destruida por un terremoto)^
¿ No pedí a Dá maso al clero «generar hijos para Dios»? 52

¿ O tengo que explicar las disposiciones litú rgicas del hijo de papa
Inocencio? ¿ Dar en la santa misa el beso de la paz despué s de la eleva-
ció n de la hostia? ¿ Leer los nombres de los fieles sacrificados despué s de
las correspondientes oraciones del cura sobre los dones? ¿ Ayunar en sá -
bado por aflicció n sobre el Salvador que reposa en el sepulcro? El histo-
riador del papado Gruñ e llena exactamente la mitad de su capí tulo sobre
Inocencio con tales imbecilidades, para mayor provecho del lector natu-
ralmente, que así conoce «en san Inocencio un papa experimentado en
los usos y las leyes eclesiá sticas y penetrado por espí ritu apostó lico». 53

En todo caso entendí a su trabajo. Sabí a mostrar la superioridad roma-
na, el jefe, el monó crata, el señ or inaccesible pero listo para actuar, que
no pierde ni un instante de vista a los hermanos pero que no olvida la as-


tucia diplomá tica, como tampoco rara vez sus sucesores. El tono de sus
cartas, llenas de citas bí blicas, menos amenazante y má s amable, con fre-
cuencia tambié n iró nico, ligeramente humillante, creó estilo en la episto-
lografí a eclesiá stica. «Creemos que ya lo sabes», escribe. O «¿ Quié n no
lo iba a saber? », «¿ Quié n no se ha apercibido? ». Sorpresa era su palabra
preferida, casi una fó rmula estereotipada de censura. «Nos sorprendemos
que un hombre inteligente solicite nuestro consejo sobre estas cosas, que
son totalmente ciertas y conocidas. » «Hemos quedado harto sorprendi-
dos al leer tu carta»; «nos extrañ amos que los obispos pasen por alto tal
cosa, de modo que podrí a juzgarse que hacen favoritismos o que ignora-
rí an su ilegitimidad». Caspar hace un buen comentario a este respecto:

«Los verdaderos virtuosos del Señ or prefieren trabajar con tales tonos
dulces y perspicaces, en lugar de con los rayos de un violento discurso
conminatorio; saben conseguir de este modo que el aludido se sobresalte
atemorizado, mientras que los medios brutales le hacen empecinarse o le
animan a resistirse. Puede uno imaginarse que el episcopado suburbica-
rio debió temblar ante este soberano espiritual». 54

Pero Inocencio I era absolutamente flexible.

Frente a los obispos galos, má s alejados, se comportaba ya con má s
moderació n. Y en Oriente incluso este experimentado clé rigo tení a poco
que decir. Es cierto que querí a controlar la Iglesia de Constantinopla. Es
cierto que fue probablemente el primer papa que mantuvo en aquella re-
sidencia imperial un encargado de negocios, un «apocrisiario», como se
tituló al representante permanente del papa en la corte imperial de Cons-
tantinopla, el puesto diplomá tico má s importante de Roma; con Inocen-
cio fue al parecer el clé rigo Bonifacio, que má s tarde serí a papa. Es cier-
to que -despué s de que Dá maso tendiera ya allí sus hilos, suponiendo la
autenticidad de sus cartas- Inocencio se convirtió, por así decirlo, en el
fundador del vicariado papal de Tesaló nica (Salonü d), reivindicando en
la lucha contra Constantinopla y del lado de su propio gobierno estatal la
jurisdicció n sobre Iliria Oriental {Illyricum orié ntale), confiando en 412
al obispo Rufus «en nuestro lugar» {riostra vice) toda la dió cesis de la
prefectura ilí rica, las Iglesias de Achaja, Tesalia, Epirus, veta y nova,
Creta, Dacia mediterrá nea y rí pensí s, Dardania y Prevalitana, ampliando
tambié n de manera importante los privilegios del metropolita, en con-
creto para «pronunciarse sobre todo lo que se trate en esas regiones».
Pero cuando é l y Honorio en la disputa con Juan Crisó stomo enviaron
una delegació n a Constantinopla, fue tratada de modo ofensivo, el empe-
rador no la recibió y la hicieron volver de forma ultrajante. Los patriarcas
de Oriente no tení an la má s mí nima intenció n de sujetarse al «arzobis-
po de Roma», como un Leó n I se autodenominó en el Concilio de Calce-
donia. Y tanto má s el emperador, que no dejó que un obispo romano le
quitara competencias. Segú n el derecho del imperio, Iliria dependí a, tan-


to eclesiá stica como polí ticamente, de Constantinopla, y por ese motivo
continuaron disputando durante mucho tiempo el emperador cristiano y
los obispos, quedando como manzana de la discordia entre Roma y Bi-
zancio y siendo motivo para constantes conflictos de competencias y ac-
titudes de poder desfogadas. 55

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