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San Cirilo como perseguidor de «herejes» e iniciador de la primera «solución final»




El afá n de poder, auté nticamente horrendo, de este santo se satisfizo

-como es desde luego tí pico para el catolicismo en general- bajo el pre-
texto de la lucha por la fe. Las obras de Cirilo ocupan, con todo y pese a
diversas pé rdidas, diez volú menes de la Patrologí a Graeca, amplitud só lo
superada por las de Agustí n y de Juan Crisó stomo entre todos los anti-
guos padres de la Iglesia.

Impá vido contempla Cirilo a la «Iglesia de Dios» amenazada por tan-
tas «herejí as», por «doctrinas perversas e impí as» de otros cristianos,
«impí os», que, sin embargo, «se precipitará n tambié n prontamente en las
profundidades del infierno», en los «lazos de la muerte»; eso en caso de
que no hallen «ya en esta vida un final miserable: é l estaba allí para ayu-
darles a hallarlo. Só lo sobre el trasfondo de su obsesió n por el poder se
puede entender el borbotó n informe, abrumador, y soporí fero a menudo,
de sus denuestos. La demonizació n de todos los cristianos disidentes, ya
iniciada en los primeros siglos, tiende a acrecentarse aú n má s en é l,
siguiendo en ello exactamente las huellas de su siniestro predecesor y
maestro, san Atanasio, de «nuestro bienaventurado y celebé rrimo padre»,
a quien no aventaja, ciertamente, en obcecació n, pero sí en brutalidad a
la vez que llega como mí nimo a su altura en lo referente a su inepcia
como estilista. Incluso por parte cató lica se considera que su lenguaje y
su exposició n son poco atrayentes, lo cual no puede ser casual. Su expre-
sió n se califica de pedestre y difusa y, pese a ello, exuberante y recargada
muchas veces (Biblioteca patrí stica). En una palabra: «Sus escritos no
tienen un rango literario muy elevado» (Altaner/Stuiber). Eso expresado
de una manera muy suave.

Quien no está con é l, só lo puede ser un «hereje» a quien le imputa
«insensatez», «ignorancia excesiva, desmesurada», «extraví o y corrupció n»

-pues quien enseñ a algo distinto ha de ser tambié n moralmente mal-
vado-, le reprocha «escá ndalo», «blasfemias», «locura», «charlatanerí a y
vacuidad», «demencia llevada al extremo». Tales gentes «inicuas en gra-
do sublime», «tergiversadores y calumniadores consumados», «semejan-
tes a beodos», «obnubilados por el delirio», «minados por la levadura de la
maldad», «gravemente enfermos de ignorancia de Dios», llenos de «fre-
nesí » y de doctrina «de origen diabó lico», «pues falsean incluso la fe que
nos fue legada apoyá ndose en la invenció n de la bestia rediviva», que aquí
significa a Nestorio. 85

Cirilo apenas es capaz de poner fin a tales explosiones de dicterios,
propias, desde luego, de un santo. Y naturalmente, exigí a -poniendo aho-
ra sus ojos en el emperador-: «¡ Fuera, pues, con esas heces humanas! ».
«¡ Fuera, pues, con esa charlatanerí a y vacuidad, con todo ese desvarí o y


engañ o de palabras repulidas! » Y así como Nestorio en su misma pré dica
inaugural exhortó al emperador: «Aniquila conmigo a los herejes [... ]» y
ya en mayo de 428 se procuró de aqué l un edicto contra todas las «here-
jí as», tambié n para Cirilo era obligació n obvia del dé spota el exterminar
herejes. Pues, dice amenazando con el Antiguo Testamento, «si no se
convierten, el Señ or hará refulgir la espada contra ellos». El Señ or lo era
no só lo el emperador, sino, sobre todo, Cirilo.

De ahí que, apenas elegido obispo el 17 de octubre del añ o 412, pro-
cediese a atacar a los novacianos hasta entonces tolerados y considera-
dos totalmente «ortodoxos». Especialmente rigoristas en su moral, ello
no impresionaba precisamente a un hombre como Cirilo. Enfrentá ndose
abiertamente al gobernador imperial ordenó cerrar por la fuerza sus igle-
sias, expulsá ndolos del paí s -otra trasgresió n de la ley del Estado- y em-
bolsá ndose tanto el patrimonio eclesiá stico como el privado del obispo
novaciano Teopento. Cirilo, comenta elogiosamente la «Biblia patrí sti-
ca», dio «el golpe de gracia» a má s de una secta, pero -opina natural-
mente el comentarista- con su «arma principal», con la «pluma». «¡ Ay
de la locura! », clama una y otra vez; «¡ Ay de la insensatez y de la mente
alocada! »; «¡ Ay del entendimiento dé bil como el de una vieja y del espí -
ritu vencido, que só lo puede parlotear [... ]! ». ¡ Oh sí!, los «herejes» só lo
cuentan «invenciones impí as», «fá bulas repugnantes», «estupidez supina».
Y siempre está n en las «cimas de la iniquidad». «Su garganta es, en ver-
dad, una tumba abierta [... ], sus labios esconden el veneno de las ví bo-
ras. » «¡ Despertad, borrachos, de vuestra ebriedad! »86

Cirilo persiguió tambié n a los mesalianos (del sirio msaliyane = oran-
tes, llamados por eso Cuchitas en griego): ascetas pertenecientes en su ma-
yorí a a las capas sociales má s bajas, con larga barba y vestidos de peniten-
cia^ que se abstení an de trabajar y trataban de servir a Cristo mediante la
renuncia y la pobreza totales. A este efecto, solí an fomentar la conviven-
cia de hombres y mujeres como expresió n de la «fraternidad», algo que
disgustaba especialmente a los cató licos. Toda vez que ya habí an sido
condenados anteriormente, Cirilo hizo reprobar una vez má s sus doctri-
nas y sus prá cticas en É feso, forzá ndolos así a refugiarse en la clandesti-
nidad. Naturalmente, hubo otros muchos que participaron en esta persecu-
ció n. El patriarca Á tico de Constantinopla (406-425), elogiado por el papa
Leó n y venerado como santo por la Iglesia oriental (su fiesta se celebra el
8 de enero y el 11 de octubre), exigió a los obispos de Panfilia expulsar a
los mesalianos como si fuesen alimañ as o ratas. El patriarca Fabliano de
Antioquí a los hizo desterrar de Edesa y de toda Siria. El obispo Anfilo-
quio de Iconio, los persiguió en su dió cesis y otro tanto hizo el obispo Le-
toio de Mitilene, que incendió sus conventos. Para el obispo Teodoreto,
Padre de la Iglesia, eran simples «cuevas de ladrones». Con todo, los me-
sá banos resurgieron en la Edad Media a travé s de los bogomiles. 87


Pero cada vez que Cirilo lanza un ataque, la parte atacada -algo tí pico
en la casi bimilenaria polí tica clerical- es presentada como un abismo de
error, locura, estupidez, delirio. La otra, aparece como ortodoxia inmacu-
lada, encamada por é l mismo, cuya «exposició n sabia y comprensible no
es susceptible de censura en ningú n punto», como é l mismo se certifica
modestamente. Una y otra vez, é l y sus parciales pertenecen a aquellos
«que han asentado firmemente su fe en un roca inquebrantable, que pre-
servan su piedad hasta el final [... ] y se rí en de la impotencia de sus ad-
versarios. " Dios está con nosotros [... ]" ». De esta parte luce siempre «el
resplandor de la verdad», mientras que la otra rezuma «insensatez y em-
briaguez», predica «como en sueñ o y en delirio», con ignorancia de «las
Escrituras y del poder de Dios. Dormid, pues, como es debido, vuestra
borrachera». 88

«El testimonio má s hermoso de su noble á nimo -ensalza a Cirilo una
" edició n especial" con el imprimatur eclesiá stico concedido en la é poca
hitleriana- es que hasta en la propia lucha intentó obsevar el mandamien-
to del amor fraterno y, pese a su vehemencia innata, nunca se dejó arras-
trar hasta la pé rdida de su autodominio, ni siquiera ante la má s abyecta
malevolencia de sus adversarios. » Y un investigador má s reciente de este
santo lo reputa como «intelectual de marcada frialdad cerebral» y su lu-
cha contra la «herejí a», como bastante «mesurada» (Jouassard): ¡ al me-
nos si se la compara con sus ataques contra los paganos y, sobre todo,
cé ntralos judí os! 89

El patriarca Cirilo, que constata en estos ú ltimos una «ausencia total
de comprensió n del misterio» cristiano y habla de su «estolidez», de su
«insania», y los califica de espiritualmente «ciegos», de crucificadores,
de «asesinos del Señ or», los trata en sus escritos «aú n peor [... ] que a los
paganos» (Jouassard). Pero Cirilo, no se limitó a asestar golpes literarios,
como la mayorí a de los padres de la Iglesia, sino que tambié n los asestó
en la prá ctica. Ya en 414, este hombre «de energí a extraordinaria», este
«cará cter de una pieza» (Daniel-Rops, cató lico), confiscó todas las si-
nagogas de Egipto, haciendo de ellas iglesias cristianas. Tambié n en Pa-
lestina aumentó por aquella é poca la represió n de los judí os, siendo sus
sinagogas incendiadas por mano de monjes fanatizados. Y cuando en la
misma Alejandrí a, donde viví an muchos judí os, Cirilo citó ante sí a sus
dirigentes, se produjeron al parecer atrocidades por parte de los judí os,
incluso una masacre nocturna, aunque las fuentes no permiten ni probar
ni tampoco desechar, en principio, estos hechos. En todo caso, el santo,
sin estar en modo alguno facultado para ello, hizo que una muchedumbre
gigantesca, dirigida por é l, asaltase y destruyese la sinagoga, saquease las
propiedades de los judí os como si se estuviera en situació n de guerra, y
los hizo desterrar, incluidos mujeres y niñ os, privados de su hacienda
y de alimentació n en un nú mero de, presuntamente, cien mil o incluso de


doscientos mil. La expulsió n fue total y la comunidad judí a alejandrina,
la má s numerosa de la diá spora y con má s de setecientos añ os de existen-
cia, fue así erradicada: la primera «solució n final» en la historia de la Igle-
sia. «Puede que este modo de proceder de Cirilo -se dice en la " Biblia
patrí stica", en 1935- no esté totalmente exento de inmisericordia y vio-
lencia. »

Cuando Orestes, el gobernador imperial, se quejó de inmediato ante
Constantino, acudió allí a toda prisa una horda de monjes del desierto
«despidiendo desde lejos el olor de la sangre y la santurronerí a» (Bury),
que insultó a Orestes, bautizado en Constantinopla, tildá ndolo de idó latra
y pagano y llegando a las manos contra é l. Lo hirieron de una pedrada en
la cabeza y lo habrí an matado presumiblemente si el pueblo no se hubie-
ra puesto de su lado. Cirilo rindió al atacante, que murió en el tormento,
honores de má rtir, aunque ni siquiera todos los cristianos lo tení an por
tal. Es má s, en un sermó n glorificó al monje, y ya el 3 de febrero de 418
hizo elevar a 600 el nú mero de miembros de su tropa de choque, que ha-
bí a sido reducida a 500 por un decreto imperial del 5 de octubre de 418. 90

Despué s que el suplicio causase la muerte del «má rtir» surgió el estí -
mulo adecuado para el asesinato de Hipatia.

Pues en marzo del 415 y con la aquiescencia de Cirilo, que soliviantó
ademá s los á nimos para ello (Lacarrié re), fue despedazada la filó sofa pa-
gana Hipatia, conocida y celebrada en todo el mundo de entonces, hija
del matemá tico y filó sofo Theon, ú ltimo escolarca conocido de la Uni-
versidad del Museo de Alejandrí a. Era asimismo maestra de Sinesio de
Cirene, quien por carta la elogiaba como «madre, hermana y maestra»,
de «filó sofa dilecta de Dios», pues tení a, incluso, alumnos cristianos. Y
no só lo eso, sino que el mismo Praefectus augustalis Orestes gustaba de
tratar con ella, lo que provocaba el encono de Cirilo. Pero una vez que el
patriarca exaltó las pasiones populares difamando a Hipatia en sus ser-
mones como maga y propalando infundios sobre ella, fue asaltada por la
espalda por los monjes del santo, dirigidos por el clé rigo Pedro, arrastra-
da a una iglesia, desnudada y hecha literalmente trizas con fragmentos de
cristal. El despedazado cadá ver fue pú blicamente quemado: «La primera
persecució n de brujas de la historia» (Thiess). 91

Pero aquello era tambié n, y en mayor medida, una persecució n de pá -
ganos. El patriarca Cirilo pasaba por ser «en boca de todos, el promotor
espiritual del crimen» (Gü idenpenning). Incluso la obra colectiva Refor-
madores de la Iglesia,
publicada en 1970 con el imprimatur eclesiá stico,
escribe lo siguiente acerca de este santo cató lico, que figura entre los má s
grandes: «Cuando menos [! ] es moralmente responsable del abyecto ase-
sinato de la ilustre pagana Hipatia». Pues hasta un historiador cristiano
como. Só crates, que, a mayor abundancia, es uno de los que entre todos
sus colegas aspiraba a una mayor «objetividad» informa que el hecho era


imputado por el pueblo a Cirilo y a la Iglesia de Alejandrí a. «Podemos,
pues, estar convencidos de que la noble y cultí sima mujer fue efectivamen-
te la ví ctima má s prominente del faná tico obispo» (Tinnefeid). El paga-
nismo tení a en Egipto una posició n má s fuerte de lo que comú nmente se
cree. Habí a grupos numerosos de paganos en lo que suele denominarse
«el pueblo» y entre las capas rectoras habí a importantes personalidades,
especialmente entre los intelectuales. 92

Cirilo, continuador de la lucha de su tí o y antecesor contra los paga-
nos no podí a, en principio, ver en ellos nada que los diferenciase de los
judí os. Era necesario «hacerles morder el polvo», como hizo el por é l tan
celebrado Josí as «que quemó a los idó latras juntamente con sus bosques
sagrados y sus altares erradicando toda clase de hechicerí a y adivinació n
y reprimiendo las malas artes de la mentira diabó lica». Cirilo no olvida
añ adir: «De este modo aseguró a su gobierno el respeto y la alabanza de
los antiguos y por ello es admirado hasta nuestros dí as por todos los que
saben estimar el temor de Dios». 93

Sin embargo, este santo criminal, que afirma por una parte que los fi-
ló sofos griegos habí an robado lo mejor que tení an a Moisé s y que, por su
parte, habí a plagiado de otros sus «exudaciones» literarias, tan aburridas
como afectadas (30 libros nada menos Contra el impí o Juliano: ¡ I O li-
bros por cada uno de los escritos por Juliano «contra los galileos»! ); este
Cirilo, convicto de mú ltiples mentiras, de calumnia contra Nestorio, y tam-
bié n de grave soborno, culpable de expropiaciones a favor de la Iglesia y
en beneficio propio, de destierros de la deportació n má s brutal de millo-
nes de personas, de complicidad en asesinato; este demonio, que demos-
traba una y otra vez con hechos qué «peligroso riesgo» entrañ aba, como
é l mismo decí a, «el enemistarse con Dios y el ofenderlo de cualquier
modo desviá ndose del camino del deber», serí a bien pronto celebrado
como «defensor de la verdad» y como «fogoso amante de la exactitud».
El iniciador de la «solució n final» en la historia de la Iglesia cristiana, a
la que, ciertamente, seguirí an aú n muchas otras «soluciones finales» se
convirtió en el «santo má s ilustrado de la ortodoxia bizantina» (Campen-
hausen), pero tambié n en uno de los santos má s radiantes de la Iglesia ca-
tó lica romana, en Doctor Ecciesiae. E incluso despué s del exterminio de
judí os por parte de Hitler, Cirilo sigue siendo para muchos cató licos «un
historiador extraordinario, virtuoso en toda la extensió n del té rmino» (Pi-
nay) [! ]. En cambio, ya en el siglo xvi el cató lico L. S. Le Nain de Tille-
mont ironizaba discretamente pero con ese cinismo tan celebrado entre
los suyos: «Cirilo es un santo, pero no se puede decir que todas sus ac-
tuaciones sean igualmente santas». Y es así como tambié n el cardenal
Newman, aparentemente irritado, contrastaba de forma un tanto ridicula
«las obras externas» de Cirilo con su «santidad interior». 94

En todo caso, un investigador como Geffcken, con afá n de «imparcia-


lidad» y esforzado en buscar «el lado bueno en ambos campos enfrenta-
dos», no puede por menos, pese a todo, de «sentir una profunda repugnan-
cia» ante Cirilo, hallando en é l «fanatismo sin auté ntica, y menos aú n, lu-
minosa pasió n, erudició n sin profundidad, celo sin auté ntica fidelidad en
los detalles, un grosero gusto por la pendencia, sin destreza dialé ctica, y,
en el fondo de los fondos, falta de integridad en la lucha... ». Esta opinió n
no es exclusiva de Geffcken, sino la de casi todos los historiadores no ca-
tó licos. Y eso tiene sus buenas, o mejor dicho, sus malas razones. 95

Cuando el santo murió, todo Egipto respiró aliviado. Una carta, qui-
zá s apó crifa, pero atribuida al Padre de la Iglesia Teodoreto, testimonia el
alivio general: «Por fin, por fin murió este malvado. Su defunció n com-
place a los supervivientes, pero habrá atribulado a los muertos». 96

Mencionemos al menos un ejemplo que ilustre qué clase de cataduras
humanas se moví an en el entorno del patriarca.

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