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Shenute de Atripe (hacia 348-466), abad de monasterio




Shenute («Hijo de Dios» en saí dico) fue acompañ ante de Cirilo en el
Concilio de É feso, donde «jugó un papel extraordinario» (Lé xico de la
Teologí a y de la Iglesia}.
Cuando era má s joven, sin embargo, pastoreaba
ganado en el Alto Egipto: inicio frecuente de una brillante carrera cristia-
na. Pronto ingresó en el Monasterio Blanco de su tí o Pgó l, donde fue so-
metido a menudo a duros castigos, adelgazando de tal modo a fuerza de
ayunos que, segú n su discí pulo Visa, «llevaba la piel pegada a los hue-
sos». No obstante lo cual, a partir del añ o 383, é l mismo regentó el Mo-
nasterio Blanco junto a Atripe, en la Tebaida, un doble monasterio en el
que, en ciertas é pocas, dirigí a hasta 2. 200 monjes y 1. 800 monjas. Hasta
J. Leipoldt, el bió grafo moderno de Shenute, a quien tanto gusta justifi-
car a su hé roe y que subraya que «fue algo má s que un duro tirano», lo
ve, pese a todo, como alguien que atribulaba incansablemente a «paganos
y pecadores» con «descomunal violencia», como hombre «cuyo puñ o era
tan á gil como su lengua [... ], un vigoroso hé roe». Pues el «gran abad», el
«profeta», el «apó stol», no se detení a ni ante el embuste palpable, ni ante
el asesinato cometido por su propia mano. Era, má s bien, capaz de vapu-
lear bá rbaramente y durante decenios a sus monjes, y, a veces, hasta de
matar a alguien a golpes, y ello por «transgresiones» mí nimas. Bastaba
una risa, una sonrisa. La Vida de Shenute, escrita por Visa, usa habitual-
mente al respecto la siguiente e impresionante perí frasis: «[... ] la Tierra
se abrió y el inicuo se precipitó vivo en el infierno». 97

Los maltratos gozan de especial estima entre los grupos teocrá ticos,
pues las palizas no se propinan ú nicamente en aras de la «enmienda» o


para reforzar la «autoridad propia», sino como catarsis má gica, como eli-
minació n de nocivos miasmas. La punició n fí sica existí a ya en el derecho
sacral judí o, pero, al menos, no podí a sobrepasar la ya elevada cifra de
40 azotes, reducida má s tarde a 39. (Por lo que respecta al derecho egip-
cio se tení a constancia de 100 golpes; el griego exigí a 50 o 100). La é po-
ca cristiana mantuvo la vigencia de la flagelació n y la usó profusamente.
¡ Pero lo significativo del asunto es que ahora se tiene en cuenta el rango
social de las personas a la hora de tasar el castigo! Tambié n la penitencia
eclesiá stica acudí a al lá tigo. De ahí que el XVI Concilio de Toledo (693),
dispusiera castigar con cien azotes el pecado de idolatrí a o de impureza
cometido por personas plebeyas. Pero no solamente se azotaba a los le-
gos, sino incluso a los propios religiosos, como fecha má s tardí a, a partir
del siglo v y ello ¡ hasta el siglo xix! Pero la flagelació n era especial-
mente asidua y ferviente en los monasterios. Jean Paú l escribí a todaví a
en su é poca que «el novicio cató lico se convertí a en monje a fuerza de
azotes». 98

Shenute, agitado entre la exaltació n y la depresió n profunda habí a es-
tipulado por escrito toda clase de minucias, tratando cada una de ellas
como si fuera un acto de Estado. Pero de lo que para é l se trataba no era
de que «se observasen los mandamientos importantes para la vida del con-
vento, sino de que prevaleciese su voluntad despó tica». 99

Cierto que, ocasionalmente, reconocí a la brutalidad de su ré gimen, que
Dios no le aconseja «librar esa dura guerra en ti mismo», promete un ré -
gimen má s suave, dejar que sea el cielo quien castigue a los pecadores.
Pero estos sentimientos son efí meros. Gusta de sentar la mano con dure-
za, con una aspereza, presume Leipoldt, mayor de la prescrita por la regla
monacal. Todo delito debí a darse a conocer con lo que, consecuentemen-
te se fomentaba, es má s, se exigí a perentoriamente, la delació n. Y é l mis-
mo golpeaba en persona a los hermanos, que frecuentemente se retorcí an
de dolor en el suelo. Cuando uno de ellos sucumbió a la tortura, se autoex-
culpó con excusas sofí sticas o, mejor dicho, cristianas: tení a «un cará cter
plenamente consecuente con su posició n» (el benedictino Engberding) y
se convirtió en santo de la Iglesia copta (celebració n el 7 de abril = 1 de
julio). 100

La rudeza de Shenute se echa de ver en su conducta contra aquellos
que se cortaban de un tajo los genitales «para hacerse puros». Cierto que
el rigor de la clausura hací a en general imposible las relaciones sexua-
les, incluso cualquier delito «prá ctico» de esta í ndole. Los monjes tení an
prohibido hablar entre sí en la oscuridad y a las monjas se les vetaba ver
a sus hermanos de sangre, ni aunque fuese en su lecho de muerte. Un as-
ceta curandero no podí a ni sanar a una mujer, ni tampoco un miembro vi-
ril. Tanto mayor era la exuberancia con la que prosperaban las fantasí as
má s lascivas. Y el registro de pecados del Monte Blanco recoge una y


otra vez este tipo de «delitos». Así pues, cuando algú n escrupuloso se cor-
taba el pene para «hacerse puro», mutilació n que la Iglesia prohibí a pese
a su obsesió n demencial por la castidad, el santo lo expulsaba de inme-
diato, sin contemplaciones. «Ponió bañ ado en su propia sangre en una cama
y sá calo despué s al camino [... ]. Sea ejemplo o señ al (de escarmiento)
para todos los transeú ntes» Pese a todo no era totalmente inmisericorde.
Al menos permite -permite, meramente, no es que ordene en absoluto-
no abandonar a los automutilados, en aras de la salud de su alma, para
que la diñ en enseguida en el monasterio. Pues «si quieren seguir los ca-
minos del Señ or, entré galo a sus parientes para que no mueran en nues-
tras proximidades [... J». 101

Só lo las monjas se liberaban de ser vapuleadas personalmente por el
abad. Seguramente para evitar tentaciones. Una especie de legado perpe-
tuo, un «anciano», le representaba para ello. Y la «madre» del monaste-
rio, la superiora, tení a que notificarle a é l, el «padre», todas las infraccio-
nes, siendo é l quien determinaba el nú mero de golpes. Só lo las niñ as
podí an ser vapuleadas en todo momento sin su consentimiento. En am-
bos monasterios, al igual que en otros, habí a niñ os aunque no sepamos
otra cosa de su existencia, sino que las palizas jugaban un «papel primor-
dial». «Los niñ os del Monasterio Blanco tení an el privilegio de ser gol-
peados a menudo. » Su miserable vida en los monasterios cristianos me-
recerí a un estudio riguroso. ¡ Tambié n lo merece su destino en los actuales
hospicios (cristianos)! 102

Sobre las tumbas que el abad Shenute asignaba a las monjas nos in-
forma una carta singular en la literatura del monacato copto:

«A Teonoe, hija del apa Hermef, que segú n nos informasteis en los
comienzos cometió malignamente delitos y robó: treinta bastonazos.

»A la hermana del apa Psiros, que, segú n nos informasteis al princi-
pio, sustrajo una cosa: veinte bastonazos.

»A Sofí a, la hermana del viejecito, que, segú n nos informasteis, con-
tradijo y replicó con obstinació n a quienes la aleccionaban y tambié n a
(otros) muchos sin justificació n y que dio una bofetada en la cara o en la
cabeza a la vieja: veinte bastonazos.

»A Genliktor, la hermana del pequeñ o Juan, que segú n vuestro infor-
me, deja que desear en su prudencia y conocimientos: quinze bastonazos.
»A Tese, hermana del pequeñ o Pschaips, que segú n informá is, acudió

presurosa a Sansno, impulsada por la amistad y la concupiscencia: quin-
ze bastonazos.

»A Tacus, llamada Rebeca, cuya boca aprendió a hablar mentirosa y
vanidosamente: veinticinco bastonazos.

»A Sofí a, hermana de Zacarí as: diez bastonazos. Yo sé por qué se le
han de propinar.

»Y tambié n su hermana Apola hubiese merecido igualmente recibir
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unos bastonazos, pero por amor a Dios y por el miramiento con que se le
trata, la perdonamos esta vez, tanto en lo que respecta a aquel comercio
(prohibido) como al vestido que se puso por vano placer [... ]. Pues sé que
no los podrí a soportar (los bastonazos) al estar tan grasicnta y obesa [... ].

»A Sofí a, hermana de José: quince azotes. Yo sé la razó n para propi-
ná rselos.

»Sansno, hermana del apa Helio, la que dice: " Yo enseñ o a los demá s":

cuarenta bastonazos. Pues a veces acudí a, llena de amistad, a su vecina.
Otras mentí a por cosas vanas y perecederas, dañ ando así a su alma, respec-
to a la cual nada vale el mundo entero y menos aú n una pintura, una copa
o una tacita que la induzcan a mentir.

»Todos estos (bastonazos) se los propinará el anciano con su propia
mano (es decir, personalmente) en los pies, estando sentadas en tierra y
mientras la vieja Tahó m y otras mujeres mayores las sujetan. Y tam-
bié n aquellos ancianos [... ] deben sujetar con bastones sus pies hasta que
aqué l deje de castigarla, tal y como nosotros mismos hicimos con algu-
nas al principio. Cuando venga a nuestro monasterio, debe indicarnos los
nombres de aquellas que se le opongan en lo que sea. Ya os indicaremos
lo que deba hacerse con ellas. Si é l quiere, con todo, propinarles má s gol-
pes, sea así. Es legí timo que lo haga. Si les quiere dar menos, é l será
quien lo determine. Si quiere excusar a alguien, sea, pero si su corazó n
está contento con algunas de vosotras, de modo que tambié n esta vez os
quiere perdonar [... ] sea. »103

Tambié n el castigo de la expulsió n, aplicado a menudo, vení a prece-
dido a veces del calabozo y la flagelació n. No obstante lo cual, el teó logo
Leipoldt justifica estas y otras barbaridades de formas má s o menos su-
marias: «El é xito salta a la vista: Shenute fue capaz de salvar a su monas-
terio de la mejor manera posible a travé s de todos los peligros inherentes
a un crecimiento excesivamente rá pido. La é poca subsiguiente estaba ya
habituada a la regla y a sus rigores (... ]». 104 W

El santo Shenute como adalid antipagano:

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