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El papa León azuza los ánimos contra los «demonios» cristianos de Oriente




Detrá s de todos los ataques antiheré ticos estaba, no obstante. Leó n I.
Una y otra vez trataba de impedir nuevas discusiones acerca de los acuer-
dos conciliares, de tener en jaque a los «herejes» y de enviar al exilio, en
la má s extrema soledad, a los monjes rebeldes.

En tono triunfante anunciaba a los obispos de la Galia que despué s de
Calcedonia nadie podí a defender la «erró nea doctrina» pretextando igno-
rancia «pues el sí nodo reunido expresamente para ello, con casi seis-
cientos hermanos y colegas obispales, no se permitió usar del arte de la
disputació n o de la disertació n elocuente contra la fe divinamente funda-


mentada [... ]. El santo sí nodo alejó ya de la Iglesia de Dios esos mons-
truosos embustes de mentes diabó licas [... ] dando al anatema ese vergoñ a
zoso estigma». 12

En Constantinopla, Juliá n, un italiano educado en Roma que era obis-
po de Quí os, junto a Nicea, y habí a aprendido por ello el griego, ejercí a
de vicario permanente de Leó n contra los «herejes» del momento (contra
temporis nostri hae reticos).
Despué s de su escrito oficial de nombra-
miento del 11 de marzo de 453, el papa tení a con é l, por así decir, su es-
pí a acreditado en la corte, su vigilante, su confidente, su mediador y su
azuzador. Su misió n era, exigí a Leó n una y otra vez, combatir a los «he-
rejes» y tambié n a los monjes rebeldes, es decir, hacerlos perseguir por el
emperador y por los tribunales seculares. Juliá n tení a que aplicar «como
vicario mí o (vice mea functus) un cuidado especial para que la herejí a
nestoriana o eutiquiana no renaciesen en ningú n lugar. Pues el obispo de
Constantinopla no es una garantí a para el catolicismo». «No quiero, por
el momento, alzarme contra é l como se merece [... ]. » El vicario leoniano
no podí a perder de vista ni al patriarca de la capital ni a Eudoquia, la viu-
da del emperador, que atizaba la rebelió n de los monjes en Jerusalé n y
Palestina y tambié n el malestar entre los monjes egipcios. Otra tarea de
Juliá n, y no la menos importante, consistí a en tutelar en provecho de Roma,
«asesorá ndola», a la mojigata pareja imperial, que viví a segú n «el matri-
monio de san José », a la que el papa ensalzaba a menudo su acció n sacer-
dotal a la par que, todaví a con mayor frecuencia, les exigí a cumplir con
su «deber protector» para con la Iglesia. Al monarca mismo le recomen-
daba el papa «tengas a bien atender a las sugerencias (suggestiones) de Ju-
liá n como si fuesen mí as». 13

Ese jerarca tan supuestamente moderado y humano no vacilaba nunca
en amargar al má ximo la vida a sus adversarios, en cerrarles cuando me-
nos la boca de forma aú n má s radical, teniendo para ello en el emperador
Marciano, el antiguo general desposado con la monja Pulquerí a, un dó cil
instrumento. He aquí có mo le escribí a el 15 de abril de 454: «Si pues
aceptá is gustoso mis sugerencias para tranquilidad de la fe cató lica, de-
beré is saber que se ha puesto en mi conocimiento por medio de mi her-
mano y colega Juliá n, que el impí o Eutiques continú a merecidamente en
su destierro, pero que incluso en el lugar de su condena (damnationis
loco)
rezuma en su desesperació n el abundante veneno de sus blasfemias
contra el conjunto de los cató licos y que, con mayor desvergü enza aú n,
sigue escupiendo la doctrina que lo hizo condenable y abominable para
todo el orbe, de modo que podrí a engañ ar a gente inocua (innocentes).
De ahí que considere muy prudente el que Vuestra clemente persona lo
haga llevar a un lugar má s alejado y escondido». '4

En marzo de 453, Leó n expresaba al obispo Juliá n de Quí os y a la
santa emperatriz Pulquerí a profunda satisfacció n por las medidas impe-


rí ales. Y, naturalmente, le produjo especial alegrí a el que el regente man-
dara restablecer «el orden» con la fuerza de las armas a travé s del Comes
Doroteo. Muchos monjes perdieron en ello su vida. Los archimandritas
Romano y Timoteo fueron encarcelados en Antioquí a, al destronado pa-
triarca Teodosio lo encerraron en los calabozos de un monasterio de
Constantinopla. Pero el papa Leó n eligió aquel sangriento trabajo en un
escrito a su majestad calificá ndolo de obra de su fe, fruto de la piedad
imperial (vestraefidei opus, vestrae pietatis estfructus). Habí a que hacer
sanar al enfermo e imponer paz a los tumultos. «Me alegro, pues..., de
que Vuestro Imperio goce de la calma, ya que lo dirige Cristo, y sea po-
deroso, ya que Cristo lo protege. » Leó n rezaba incesantemente por Mar-
ciano, segú n le escribió dos añ os antes de la muerte de é ste, «pues la Igle-
sia y la res publica romana se benefician grandemente, gracias a Dios, a
travé s de Vuestro bienestar». 15


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