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Un papa pacifista no puede gozar de un largo pontificado




Un papa pacifista no puede gozar de un largo pontificado

El papa Anastasio II (496-498), bajo cuyo pontificado tuvo lugar la
conversió n de Clodoveo, rey de los francos, suceso que hizo historia, pa-
recí a má s o menos empeñ ado en, como é l decí a, «traer la paz a los pue-
blos». Ya en su primera carta al emperador Anastasio se expresa así: «El
corazó n de Vuestra Clemente Majestad es el sagrario del bienestar pú bli-
co». Escribe, incluso, que a é l, al emperador «¡ le ha ordenado Dios,
como vicario suyo que es sobre la Tierra [¡ ] ejercer la presidencia! ». Pa-
rece evidente que este papa querí a negociar con su soberano el final del
Cisma. Y realmente sus esfuerzos en pro de una conciliació n con la Roma
oriental llegaron tan lejos que una parte del clero se apartó de su lado
constituyendo un partido que lanzó contra é l la sospecha de la «herejí a».
Hasta el autor del oficial Lí ber pontificalis, cuya publicació n se inició
entonces, le acusa así: «Querí a atraer en secreto a Acracio. No lo consi-
guió y murió por castigo divino» (Voluit occulte revocare Acacium et non
potuit; cui nutu divino percussus est).
Este juicio, recogido por el Decre-
tum Gratiani
y así mismo por la Divina Commedia de Dante, determinó
la falsa imagen de este papa en la historia. Sin embargo, en 1982, el Ma-
nual de la Historia de la Iglesia,
publicado con su correspondiente im-
primatur, certifica en su favor que llevó a cabo «una polí tica racional».
Pero ya el 19 de noviembre de 498 se lo llevó de este mundo una muerte
repentina, no pudiendo siquiera, como era usual, determinar la elecció n
de su sucesor. Y a la sazó n estalló de nuevo en Roma un pequeñ o cisma
local. Una vez má s luchaban entre sí dos papas, guerra civil que impidió
durante añ os desarrollar cualquier polí tica hacia Oriente. Lo que ahora
estaba en juego era ú nicamente el poder en Roma, en «La sede apostó li-
ca»: una lucha sangrienta acompañ ada de todo un montó n de falsificacio-
nes fundamentales. 83

El cisma laurentino con su acompañ amiento de luchas callejeras y de batallas en las iglesias

El 22 de noviembre se convirtió en papa el archipresbí tero Lorenzo.
Su elecció n por parte de una minorí a se consiguió ostensiblemente gracias
al dinero de soborno entregado por el presidente del senado Festo, un


hombre del emperador; dinero venido de Constantinopla, pues, en agra-
decimiento a su elecció n. Lorenzo prometió firmar el Henotikon. El mis-
mo dí a y tambié n en San Pedro convertí an asimismo en pontí fice romano
al diá cono Sí maco. É ste, que nació aú n pagano en Cerdeñ a y no se bau-
tizó sino má s tarde, en Roma, tení a un cará cter má s vulnerable que Lo-
renzo y tambié n sobornó por su parte, si bien mediante la suma bastante
modesta y que, al parecer se embolsó Teodorico, de 400 solidi de oro. El
obispo Lorenzo de Milá n la habí a adelantado y el obispo Enodio de Pa-
ví a -un literato altamente apreciado en Oriente y en Occidente que en sus
malos versos cantaba a Venus pero tambié n al cristianismo primigenio y
los Hechos de Pedro y Pablo (que debí a ademá s su encumbramiento a
Lorenzo)- los avaló. Sus esfuerzos posteriores ante la corte papal para
recuperarlos resultaron inú tiles. 84

La compra y venta de sedes obispales, la captació n de votos mediente
soborno -incluidas y muy especialmente las elecciones a papa-, la entre-
ga del tesoro eclesiá stico y de bienes inmuebles, todo ello no era ya nada
infrecuente a finales del siglo v. Todo lo contrario: ya entonces, los obis-
pados, en su mayorí a, eran asignados no en base a los mé ritos sino a cam-
bio de dinero, pues las sedes importantes recaí an ya, generalmente, en los
vastagos de la nobleza. Se daba frecuentemente el caso de que los com-
pradores pagaban con posesiones de la dió cesis que no les pertenecí a
aú n, aunque el vendedor tení a ya la garantí a de un documento de compra
venta, de modo que el rey Alarico protestó ené rgicamente en 532 por esta
simoní a ante el papa Juan II (el primero que cambió su nombre por llamar-
se Mercurio). 85

La doble elecció n del añ o 498 dividió a Roma en dos partidos. Al
cisma este-oeste vino a sumarse otro cisma, el romano o laurentino. Se
produjeron luchas callejeras y batallas en las iglesias y poco despué s el
mundo fue testigo de un extrañ o espectá culo: los dos papas dejaron la
decisió n en manos del Espí ritu Santo, quien esta vez habló, incluso, por
boca de un «hereje», el rey godo. Lorenzo era exponente de la fracció n
adicta al emperador y favorable, por lo tanto al Henotikon. Sí maco era
defensor del sí mbolo de Calcedonia y por ello mismo hostil al Henoti-
kon.
Teodorico estudió en Ravena el problema del Espí ritu Santo y resol-
vió a favor de Sí maco, ya que é ste se metió en el bolsillo a la mayorí a y
é l mismo, (Teodorico) el dinero de Sí maco. 86

El papa Sí maco (498-514) no lo tuvo, por lo demá s, muy fá cil, ni si-
quiera tras su victoria. Cierto que en 499 pudo desplazar a su rival Loren-
zo, por medio de amenazas y promesas, como obispo a Nocera, pero los
partidos no desaparecieron y la contienda continuó tanto a nivel propa-
gandí stico como militar.

La oposició n, la mayorí a del senado, que, dirigida por el eximio Fes-
to, se afanaba a toda costa por reconciliarse con Constantinopla, presentó


al rey en 501 un largo registro de pecados de Sí maco que iba desde la
gula (se le comparaba con la de Esaú ) y la dilapidació n de bienes ecle-
siá sticos hasta las relaciones deshonestas con algunas mujercillas (mu-
lierculae),
siendo la má s conocida una panadera romana que llevaba el
extrañ o mote de «conditaria». Teodorico suspendió a Su deteriorada San-
tidad y, por lo pronto, le impuso trasladarse a Rí mini. Pero como tambié n
allí, mientras Sí maco paseaba desprevenidamente de mañ ana por la pla-
ya, apareciesen las conocidas mulierculae, é ste se sustrajo ahora a sus de-
seos y se les escapó de las manos huyendo a Roma como una exhalació n
y con un solo acompañ ante. 87

Privado de muchas iglesias y del palacio de Letrá n, se mantuvo a salvo
extramuros, en San Pedro, y allí inició la construcció n de Episcopia, resi-
dencia obispal de la que paulatinamente fue surgiendo la posterior re-r
sidencia papal, el Vaticano, lugar que ya era malfamado en la Antigü e-
dad: «infamibus vaticani locis» (Tá cito). Teodorico, sin embargo, que ya
habí a designado entretanto al obispo de Altinum, Petrus, como visitador de
la Iglesia, ordenó en 501 y de mutuo acuerdo con Sí maco, que el caso
de é ste se tratase en un concilio panitá lico en Roma. Con todo se atajó el
intento de los acusadores de probar sus acusaciones mediante declaracio-
nes de los esclavos del papa. El Santo Sí nodo no permitió eso a los escla-
vos. Los tumultos aumentaron y la lucha se ampliaba continuamente. Fi-
nalmente, la mayorí a de los sinodales se declaró incompetente y escribió
así al rey: «Es asunto de su potestad soberana el velar por el restableci-
miento de la Iglesia y por la pacificació n de Roma y las provincias si-
guiendo los divinos consejos. Por ellos rogamos que, como pí o soberano,
vengá is en socorro de nuestra debilidad e impotencia, pues la simplicidad
sacerdotal no puede medirse con la astucia del mundo y no podemos so-
portar por má s tiempo los peligros que amenazan en Roma a nuestros
cuerpos y a nuestras vidas. Permitidnos má s bien volver a nuestras res-
pectivas iglesias mediante un precepto vuestro que todos anhelamos vi-
vamente».

Documento bien penoso. El «hereje» debí a acudir en ayuda de los or-
todoxos. Teodorico rehusó. Una parte de los padres conciliares empren-
dió viaje de vuelta y el apurado Sí maco no querí a ya negociar. En sep-
tiembre, abandonó su asilo de San Pedro y acompañ ado por el clero y por
una turba popular se trasladó al lugar de las sesiones. Sus enemigos, te-
miendo con bastante razó n un asalto, fueron a su encuentro. Nuevas bata-
llas callejeras con heridos y muertos, muchos de ellos sacerdotes entre
los que figuraba Gordiano, un parcial de Sí maco y padre del futuro papa
Agapito. Y como Sí maco mismo estuvo al borde de la lapidació n; como,
segú n sus palabras, «é l y su clero habí an sido objeto de una degollina», se
negó a compadecer todaví a ante el concilio. Irritado Teodorico, ya que,
como é l decí a, por todas parte imperaba la paz menos en Roma, permitió

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ahora, aunque a regañ adientes, que el sí nodo dictase una sentencia, aun-
que no hubiese investigació n. Los sinodales, reducidos ya a 76 obispos
de los 115 inicialmente presentes, pusieron ahora fin «por piadosa defe-
rencia» a aquella desoladora comedia. En su cuarta sesió n, denominada
«sí nodo de las palmas», declararon, el 23 de octubre de 501, que dejaban
la sentencia en manos de Dios al no poder juzgar al papa Sí maco a causa
de su inmunidad. Le restablecieron en su cargo y abandonaron, casi como
en una fuga, la ciudad «santa» pues la mayorí a del clero local estaba, má s
bien, a favor de Lorenzo. 88

De ahí que el cisma perdurase. La culpabilidad del papa se habí a he-
cho demasiado evidente: de modo indirecto, por culpa suya, a raí z de
otro sí nodo ulterior, el del añ o 502, pero tambié n, y no en ú ltimo té rmino,
a causa de un escrito apologé tico del obispo Enodio de Paví a, que tan
afecto se mostraba a Venus y a los dioses antiguos en sus escritos. É ste
tení a probablemente miedo a causa de su fianza de 400 solidi de oro. Pues
ni é l mismo estaba dispuesto a avalar la inocencia del papa por má s que,
como poeta de pro, lo llamaba literalmente regente del celeste imperio.
Reclamaba para é l una alta dignidad ya por el mero hecho de su cargo y
prevení a contra cualquier denigració n de ese cargo por culpa de su titu-
lar [! 1, conminando a todos a barrer delante de su propia puerta. Atizada
especialmente por Festo y los senadores, la guerra civil estalló ahora con
toda su virulencia, tanto má s cuanto que el antipapa Lorenzo, a quien por
cierto Sí maco habí a privado entretanto de su dignidad de obispo, retomó
nuevamente a Roma, contando con la tolerancia de Teodorico, y domina-
ba casi plenamente la ciudad con casi todas sus basí licas titulares, unas
dos docenas. Durante unos cuatro añ os residió, manteniendo una clara pre-
ponderancia, en el Laterano, mientras que Sí maco debí a conformarse con
San Pedro, donde, como queda dicho, realizó las primeras obras del pala-
cio vaticano. La anarquí a imperó durante varios añ os con luchas libradas
bajo los gritos de guerra de «¡ Por Sí maco! » y «¡ Por Lorenzo! ». Ambos
partidos se turnaron en las demandas de protecció n al rey amano. El de-
recho de asilo de iglesias y monasterios fue ignorado y cada dí a y cada
noche dejaban su correspondiente secuela de saqueos y muertes. Los sacer-
dotes eran abatidos a mazazos ante las mismas iglesias. Las monjas eran
maltratadas, deshonradas. En una palabra, la discordia sangrienta se en-
señ oreó durante varios añ os de los cató licos de Roma hasta que Teodori-
co, por razones polí ticas, intervino en favor del papa má s dé bil y Loren-
zo, por má s que ni sus peores enemigos pudieran echarle personalmente
en cara ninguna tacha, tuvo que abandonar el campo en 506. Sus parciales
entre el clero tuvieron que condenarlo expresamente una vez pasados al
bando de Sí maco. Y tambié n a Pedro, obispo de Altinum y visitador en 501,
a quien Sí maco habí a ya proscrito. Lorenzo, el antipapa grecó filo, fue
ví ctima de un viraje antibizantino del rey y, en parte, del senado. É ste ce-


rró filas con los godos, por orden de Teodorico, y comenzó a enfrentarse
a la Roma de Oriente. Mientras que Sí maco, en acció n de gracias por su
victoria, ornaba las iglesias, especialmente San Pedro, y fundaba otras
nuevas, su adversario acabó su vida en una finca de su valedor Festo y, al
parecer, bajo rigurosa ascesis. El cisma, sin embargo, perduró hasta la
misma muerte de Sí maco. 89

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