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La revuelta Nika. El emperador Justiniano persigue a los cristianos disidentes «para que perezcan míseramente»




La revuelta Nika

El má s importantes de los papeles jugados por Teodora fue, segura-
mente, el que desempeñ ó a raí z de la violenta revuelta Nika (nika, es de-
cir, victoria, era la consigna de los rebeldes), que estalló en 532.

La rebelió n, nutrida del descontento popular, fue un ú ltimo combate
por la libertad. De ahí que hasta los dos partidos que se oponí an en el cir-
co, el de los «verdes» (prasinoi) y el de los «azules» (venetoi), el primero
monofisita y el segundo ortodoxo, conjuntasen ahora sus esfuerzos. Se
alzaron, incluso, voces proclamando otro «emperador», Hipacio, sobrino
de Anastasio, aunque contra su voluntad. Habí an tomado la iniciativa los
verdes y los azules asintieron. Las cá rceles fueron abiertas por la fuerza y
los presos liberados. Numerosos palacios -en primer lugar la prefectura
urbana y despué s el edificio del senado-, iglesias, monumentos y el ba-
rrio habitado por la aristocracia fueron incendiados. Constantinopla se
convirtió en un desierto humeante dí a y noche. La misma corte imperial
se vio amenazada por las llamas y ni la propia Hagia Sophia se vio libre
de saqueos. La situació n no parecí a ya tener ninguna salida. Asediado en
su residencia, Justiniano estaba ya decidido a abandonarlo todo, el trono
y el reino, y a huir en barco por el Bosforo. Só lo Teodora lo retuvo pro-
nunciando la cé lebre sentencia: «Por cuanto a mí respecta, me quedo.
Amo la antigua má xima de que la pú rpura es un buen sudario».

Belisario, tres regimientos de veteranos, que habí an sido entretanto
conducidos a la capital, y el comandante de la guardia de palacio, el eu-
nuco Narsé s, un favorito de Teodora, restablecieron el «orden» tras cinco
dí as de anarquí a: segú n Procopio «má s de treinta mil» hombres fueron
atraí dos astutamente hacia el circo donde, hora tras hora, fueron acuchi-
llados indiscriminadamente como si fuesen un rebañ o de ovejas. Segú n
Juan Malaba, un cronista antioqueno helenizado (a quien se suele identi-
ficar con el posterior patriarca de Constantinopla Juan Escolá stico), fue-
ron treinta y cinco mil. Juan Lido, pí o testigo y entusiasta del emperador,
da satisfecho la cifra de cincuenta mil. Zacarí as Rhetor, obispo de Mitile-
ne (primero monofisita, despué s neocalcedonio), nada menos que la de
ochenta mil. La masacre, má s horrible aú n que la fiesta sacrificial perpe-
trada por el cató lico Teodosio en el circo de Tesaló nica y gloriosamente
transfigurada por san Agustí n, fue un crimen má s imputable a Teodora
que a Justiniano. Como quiera que sea: su cristianismo no impidió, ni al
uno ni al otro, ahogar en un mar de sangre los disturbios. Rodaron cabe-
zas de los de arriba y de los de abajo. Rodó la cabeza de Hipacio, a quien
Justiniano querí a conceder su perdó n, y tambié n la de su hermano Pom-
peyo. Dieciocho patricios fueron desterrados y todas sus posesiones con-
fiscadas. Con todo, de aquellas ruinas se elevaron, tanto má s bellas, las
catedrales. Y como era de rigor, tambié n Teodora, la genocida, se elevó a

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corregente oficial. Su nombre apareció en los documentos oficiales, so-
bre los portones de los cuarteles y... ¡ en las tablas votivas de las iglesias!
Y es así que hasta la actual Iglesia de Oriente la honra y venera agradeci-
damente en su memoria. 58

Só lo le falta aú n, ¡ qué injusticia!, el honor de los altares.

El emperador Justiniano persigue a los cristianos disidentes «para que perezcan mí seramente»

Con el apoyo de su episcopado, Justiniano apremiaba a la unidad en
la fe -un Imperio, un emperador, una Iglesia- y, consecuentemente, a la
aniquilació n total de los no cató licos. Procopio nos informa de que «de
ahí a poco todo el Imperio romano bullí a de sentencias sangrientas, deli-
tos merecedores del destierro y persecuciones de fugitivos». 59

Justiniano inauguró la tiraní a, que aú n compartí a con Justino, con una
brutal persecució n de «herejes», procediendo primero contra las sectas
menores: «Es justo -decretaron los dos potentados en 527- privar tam-
bié n de sus bienes materiales a quienes no veneran al Dios verdadero».
La intolerancia religiosa traí a de la mano a la civil. Mediante una ley de
inusitada dureza declararon «que todos los herejes quedan privados de to-
dos los beneficios terrenales para que mueran mí seramente», enumeran-
do una larga serie de privaciones y castigos en cumplimiento de su pí o
propó sito. 60

Y bien pronto, la lucha contra los monofisitas, maniqueos, montañ is-
tas, arrí anos y donatistas se fue ampliando gradualmente hasta que la in-
tolerancia religiosa se convirtió en «una virtud pú blica» (Diehí ). 61

Al igual que su tí o y predecesor, Justiniano prohibió a los herejes las
reuniones, la celebració n de oficios divinos, el nombramiento de sacer-
dotes, la posesió n de iglesias, muchas de las cuales fueron destruidas
bajo su é gida. Les puso el veto para cualquier actividad docente, exclu-
yé ndolos asimismo de todos los cargos y dignidades y de la abogací a. A
quienes copiaban sus escritos se les amenazaba, a partir de 538, con la
amputació n de una mano. Los «herejes» no podí an legar su propiedad,
sino a cató licos y ellos mismos no podí an ser herederos de nada. Algunas
sectas no podí an ejecutar ni un solo acto que tuviera fuerza legal. En
cuanto a los restantes herejes «tampoco poseí an apenas derechos frente a
la justicia» (Manual de la Historia de la Iglesia). Los reincidentes viví an
bajo la amenaza de pé rdida de los derechos civiles, de la confiscació n de
todos sus bienes. Si reincidí an de nuevo se exponí an a la pena de muerte,
impuesta tambié n sin contemplaciones. Finalmente, el emperador la im-
puso no só lo en caso de perjurio y hechicerí a, sino tambié n en caso de sa-
crilegio y blasfemia, siendo así que la «herejí a» era considerada simple-

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mente como blasfemia y en consecuencia penada asimismo con la muer-
te. Todo esto respondí a al «desarrollo interno de la Iglesia», era la «solu-
ció n nada sacra de un problema religioso [... ] cuyas repercusiones llegan
hasta nuestros dí as» (Merkel). 62

En la Historia secreta de Procopio (que no se publicó bajo Justinia-
no), puede leerse acerca de sus pogroms contra los herejes: «Bandas de
agentes recorrieron de inmediato todo el paí s obligando a todo el que ha-
llaban a renunciar a la fe heredada de sus mayores. Comoquiera que los
campesinos considerasen aqué llo como algo ignominioso resolvieron uná -i
nimente oponer resistencia a aquellos esbirros. Muchos herejes hallaron
la muerte por la espada, no pocos llegaron, incluso, al suicidio -en su
simplicidad creí an que con ello realizaban una obra agradable a los ojos
de Dios-, pero en su mayorí a huyeron de sus solares. En Frigia, los mon-
tañ istas se encerraron en sus iglesias, prendieron fuego a é stas y perecie-
ron sin má s en ellas. Todo el Imperio romano se llenó así de crí menes y
temores [... ]». 63

¡ Y a eso lo denominan Historia Sagrada!

La persecució n a que Justiniano sometió a la mayor, con mucho, de
las Iglesias «heré ticas», la monofisita, fue aú n má s dura que la iniciada
por Justino a partir de 519. La policí a y la soldadesca les arrebataban sus
oratorios, decenas de sus obispos fueron desterrados o acosados de un es-
condrijo a otro. Fueron expulsados monjes y monjas en cantidad innume-
rable contra los que se cometieron ademá s abusos de toda í ndole. Las re-
beliones populares producidas en Siria fueron cruelmente reprimidas y
ello bajo el patriarca cató lico de Antioquí a, Efré n (526-544), antiguo ge-
neral y ejecutor de conversiones forzosas (el Manual de la Historia de la
Iglesia
lo denomina «ortodoxo militante»). El Lé xico de la Teologí a y de
la Iglesia,
tambié n cató lico, lo ensalza por su «actividad extraordinaria-,
mente benemé rita durante los terremotos [... ]». Al igual que Efré n en Si-
ria procedí a Pablo de Alejandrí a en Egipto, un antiguo abad pacomiano
investido de la má s alta dignidad como funcionario imperial y, simultá -
neamente, como patriarca. En virtud de su plenipotencia, Justiniano lo
nombró prí ncipe de la Iglesia para derrocarlo y deponerlo de nuevo, el
añ o 542, a causa de sus intrigas, extremadamente osadas, y de sus violen-
cias: se le llegó a acusar de complicidad en el asesinato de un diá cono.

En un sí nodo celebrado en mayo/junio de 536 en la ciudad imperial se
lanzó el anatema sobre los patriarcas Severo de Antioquí a y Antimo de
Constantinopla (535-536), decisió n ratificada por el mismo Justiniano.
Los seguidores de Severo fueron expulsados de la ciudad y é l por su par-
te huyó nuevamente a Egipto. Todo lo cual aconteció, por supuesto,
con gran satisfacció n de Roma, pero en contra de sus intereses polí ticos
fundamentales. 64

Influido, sin embargo, por Teodora, Justiniano buscó a veces posibili-


dades de entendimiento, debido a lo cual, los esfuerzos de mediació n se
alternaban con fases de persecució n. Ya en 531, el emperador desistió de
los duros procedimientos contra los monofisitas apremiado por Teodora
y, seguramente, en base a cá lculos de su polí tica estatal. Despué s de la
revuelta Nika adoptó la fó rmula denominada «theopaschita», pró xima
a los monofisitas, «Uno de la Trinidad sufrió en la carne», como fó rmu-
la de conciliació n. ¡ Y el mismo papa Juan II la sancionó el 25 de marzo
de 534! En 538, Teodora llevó a los monofisitas Teodosio y Antimo a las
sedes patriarcales de Alejandrí a y Constantinopla, lo cual provocó, desde
luego, la inmediata protesta del papa Agapito. É ste visitó al añ o siguien-
te la corte, a raí z de lo cual, Antimo tuvo que abdicar y sus partidarios
má s significados tuvieron que abandonar la ciudad. Justiniano recrudeció
aú n má s la persecució n contra los monofisitas: durante cierto espacio de
tiempo só lo hubo tres obispos de este credo en todo el imperio. Es má s,
segú n fuentes monofisitas, los obispos ortodoxos llegaron incluso a que-
mar a los suyos en la hoguera o a torturarlos hasta la muerte. El problema
siguió en todo caso sin resolver, pues Justiniano só lo podí a ser empera-
dor de una ú nica Iglesia y durante la reconquista de Italia se vinculó cada
vez má s estrechamente a Roma, algo que estaba en la naturaleza de las
cosas, pues tení a absoluta necesidad del papa y de los cató licos italianos.
Pero una vez reconquistada la cató lica Italia y el norte de Á frica, tambié n
cató lico, es decir cuando el centro de gravedad polí tico y militar se despla-
zó de nuevo a Oriente, el emperador Justiniano, poco antes de su muerte,
se pasó ¡ a los aftartodocetas, el ala má s extrema de los monofisitas! 65

El cisma monofisita adquirió una extensió n de considerables propor-
ciones, especialmente por obra del metropolitano Jacobo, muerto en 578,
de cuyo nombre deriva el de «jacobitas», denominació n que se dio poste-
riormente a los monofisitas de Siria occidental. Esta confesió n creó sus
baluartes, convirtié ndose en «Iglesia nacional» de Siria y de Egipto, si
bien eso no las eximió de una persecució n secular. Los duros pogroms re-
comienzan ya bajo Justino II (565-578) y en tierras griegas se dieron oca-
sionalmente conversiones forzosas de monofisitas al catolicismo, como
pasó en Antioquí a en 1072, donde el patriarca de los melquitas, de los
«ortodoxos» o «imperiales», hizo destruir las iglesias de los monofisitas
mandando aprisionar y torturar a sus sacerdotes. 66

Entre las «herejí as» que Justiniano catalogaba como especialmente
perniciosas -por ejemplo los montañ istas, los ofitas gnó sticos (que con-
cedí an una importancia especial a la serpiente), borboritas (que practica-
ban la comunidad de mujeres y que, al parecer, ofrecí an en sacrificio y
degustaban el semen obtenido mediante masturbació n y el flujo mens-
trual para redimir los gé rmenes de la luz, las almas allí contenidas)- esta-
ban tambié n, entre otras muchas, los maniqueos. Al igual que los bor-
boritas, tambié n ellos intentaban impedir la propagació n de la humani-


dad: en su caso mediante medidas anticonceptivas sistemá ticamente di-
fundidas. 67

Siguiendo el ejemplo de muchos dirigentes eclesiá sticos —el caso del
papa Leó n fue detalladamente expuesto en esta obra (vé ase cap. 2)- y
de muchos emperadores cristianos, especialmente el de Valentiniano I,
Valente y Teodosio I y II, tambié n Justiniano persiguió sin contemplacio-
nes a los maniqueos, incluso con dureza mayor que la de sus predeceso-
res. Es cierto que en un principio discutió con ellos para refutarlos, pero
ellos defendí an sus doctrinas con «satá nica obstinació n» y muchos morí an
por ellas. De ahí que ya en el añ o 527, Justiniano amenazase a los «mal-
ditos» maniqueos con la deportació n y la pena de muerte en todo el rei-
no. Amenaza que se hací a tambié n efectiva sobre cualquier maniqueo ya
convertido que siguiera manteniendo contacto con sus antiguos correli-
gionarios. Má xime sobre el que volviera a reasumir su fe anterior. 68

Con todo, el emperador no pudo debilitar sensiblemente a la secta y
menos aú n aniquilarla. Es má s, ni siquiera consiguió evitar su expansió n.
Se dio ademá s el caso grotesco, casi increí ble, de que Justiniano mismo
nombró, el añ o 540, como má ximo responsable de la hacienda del Impe-
rio al cambista sirio Pedro Barsumas, protegido de Teodora, un hombre
que, si hemos de creer a Procopio, confesaba abiertamente su posició n
dirigente entre los maniqueos y que, sin embargo, siguió ocupando altos
cargos estatales incluso despué s de la muerte de Teodora. 69

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