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Justíniano extermina a los samaritanos




Los samaritanos estaban emparentados racial y religiosamente con los
judí os, pero mantuvieron tradicionalmente malas relaciones con aqué -
llos y fueron ya perseguidos bajo el emperador cristiano Galo (vé ase vol. 1)
a raí z de las agitaciones judí as. Tambié n bajo el emperador Zenó n se pro-
dujo, el añ o 484, una revuelta de la secta. La comunidad elevó a rey a un
tal Yustasas, supuesto jefe de bandoleros, y conquistó Cesá rea y Nablus
(la vieja Siquem), donde irrumpieron en la iglesia y cortaron los dedos al
celebrante, el obispo Terebinto. El levantamiento fue aplastado mediante
una operació n militar. Yustasas resultó muerto y todas las posesiones de
los samaritanos fueron confiscadas. En Nablus se estableció una fuerte
guarnició n y su famosa sinagoga fue convertida en un monasterio. A los
samaritanos les fue prohibido el acceso a Garizim, su monte sagrado, y el
santuario de su cima fue transformado en iglesia de advocació n mariana
(que los samaritanos reconquistaron, por cierto, bajo el emperador Anas-
tasio para perderla nuevamente a causa de un contraataque cristiano). 80

Tan frecuentes fricciones no cayeron en el olvido, pero fueron relativa-
mente nimias comparadas con el levantamiento del añ o 529. Sus causas má s
profundas las ve la investigació n cristiana má s antigua radicadas «casi ex-
clusivamente» en el «odio a los cristianos» propio de esta secta (Kautzsch).
En realidad, como muestra una detallada investigació n de Sabine Wmkler, la
situació n era, má s bien, «la inversa», siendo la causa de fondo el «fanatis-
mo cristiano», asociado con el «intenso odio de la Iglesia». 81

Los desó rdenes vení an precedidos de toda una serie de edictos, fuerte-
mente represivos, de Jusatiniano, entre otros el «De Haereticis etManichaeis
et Samaritis»,
en el que los «herejes» son duramente incriminados junta-
mente con los paganos, los judí os y los samaritanos y donde el emperador
aduce todas las disposiciones antiheré ticas de los soberanos cristianos an-
teriores a las que é l añ ade otras nuevas. Los grupos mencionados no tienen
derecho a ocupar cargos ni dignidades pú blicas, ni a sentarse en un tribunal
que juzgue a cristianos o, menos aú n, a obispos. No tienen derecho a ex-
cluir del testamento a hijos cristianos, quedando ese testamento sin validez,
en caso de hacerlo. Tampoco podrá n celebrar asambleas legales, ni sí nodos,
ni practicar bautizos, ni nombrar obispos, ni construir monasterios, abadí as
o asilos. Tampoco tendrá n derecho a administrar fincas por sí mismos ni
por medio de los encargados, ni tampoco a explotarlas, etc.

El auté ntico motivo del levantamiento lo constituyó, ostensiblemente,


un decreto de 529 que só lo afectaba a los samaritanos, es decir, a una exi-
gua minorí a en la que se querí a que escarmentasen los demá s. El gobierno
cató lico ordenó a la sazó n el arrasamiento de las sinagogas samaritanas y
el castigo de todos cuantos osasen reconstruirlas. Declaraba incapacitados
a los samaritanos para hacer donaciones o enajenar bienes, bajo pena de
confiscació n de su patrimonio. Tambié n los incapacitaba para testar. Sus
herederos habrí an de ser forzosamente cató licos. Los obispos y los gober-
nantes tení an que velar por el cumplimiento de las medidas. 82

Algú n historiador sostiene que este ú ltimo edicto (Cod. lust. I, 5, 17)
no es sino el resultado del levantamiento. Segú n Procopio y Coricio, un
sofista de Gaza del siglo vi, el edicto fue a todas luces su causa. La cir-
cunstancia que sirvió de ocasió n inmediata para el conflicto fue, al pare-
cer, «una costumbre extendida por el territorio de Palestina» consistente,
segú n nos informa Malalas, en que la juventud cristiana apedreaba el
sá bado las casas y las sinagogas de los samaritanos. «El dí a del Sabbat,
los jó venes cristianos salí an de leer el Evangelio en las iglesias y se
aprestaba a entonar canciones de burla en las sinagogas de los samarita-
nos, arrojando tambié n piedras contra sus casas. Pues é stos tení an la cos-
tumbre de retirarse en dí as así a sus casas aislá ndose de los demá s. Y en
aquel tiempo (es decir, en los inicios del levantamiento previamente men-
ü ionado por Malalas), no pudieron sufrir el dejar el campo libre a los cris-
tianos. Cuando, tras la lectura de los Santos Evangelios, la juventud cris-
tiana penetró en las sinagogas samaritanas y las apedreó, los samaritanos
salieron en tropel, se revolvieron contra los intrusos y mataron a muchos
con sus espadas. Muchos jó venes corrieron a refugiarse en el altar de san
Basilio, que se hallaba allí cerca y algunos de los samaritanos los persi-
guieron y los mataron frente al mismo. »83

La rebelió n se propagó por toda Samarí a, desde la capital, Escitó po-
lis, en el este, hasta Cesá rea, en la costa. Pero el auté ntico foco del levanta-
miento era la altiplanicie samaritana, donde los oprimidos coronaron como
rey a uno de los suyos, Juliá n, presumiblemente un colono. Las fuentes
cristianas, consistentes en cró nicas del mundo oficiales y en biografí as de
monjes, informan, claro está, unilateralmente, sin mencionar nunca el as-
pecto social de la cuestió n, el decisivo. Motejan a Juliá n de «brigante»,
de «cabecilla de forajidos», de «capitá n de bandoleros». El obispo de
Nicio, una isla niló tica, señ ala así el aspecto religioso-nacional del levan-
tamiento en su cró nica universal, escrita en griego a finales del siglo vil:

«Un jefe de desahuciados reunió en tomo suyo a todos los samaritanos y
desencadenó una gran guerra [... ]. Extravió a un gran nú mero de hombres
de su pueblo asegurando mendazmente que era el enviado de Dios para
restablecer el reino de los samaritanos tal y como lo habí a hecho Roboá n
[... 1, quien reinó despué s de Salomó n el Sabio, el hijo de David, y sedujo
al pueblo de Israel inducié ndolo a la idolatrí a [... ]». 84


La secta levantisca arrasó a fuego muchos pueblos en el entorno de
Escitó polis, asoló ciudades y señ orí os, demolió la iglesia de Nicó polis,
incendió la de Belé n, mató al obispo de Nablus, Mammonas, y tambié n a
muchos sacerdotes. Sus avanzadillas llegaron hasta Jerusalé n, pues los
contingentes de tropas má s considerables estaban en las fronteras y en el
cuartel general. Justiniano relevó al gobernador Baso, lo hizo decapitar y
puso en marcha contingentes de tropas fuertemente armadas bajo el man-
do del Dux Palestinae, Teodoro Simo (a quien secundaron -lo cual indica
la virulencia de la rebelió n- unidades de tribus á rabes aliadas a Roma y
dirigidas por el Filarca de Palestina). Teodoro obligó a replegarse hacia
el centro a los rebeldes, bisó nos y mal armados; los cercó, capturó a Ju-
liá n y envió a Constantinopla su cabeza, corona incluida. Aparte de ello
pasó a espada a 20. 000 samaritanos (segú n Má lalas) o a 10. 000 (segú n
Procopio). Otros 50. 000, la mayorí a colonos, huyeron hacia Persia y ofre-
cieron su ayuda en la guerra contra Bizancio así como la entrega de Pa-
lestina, juntamente con todos los tesoros de la «ciudad santa». Nada se
sabe sobre el destino de estos refugiados, su asentamiento eventual ni su
participació n en las campañ as contra la Roma de Oriente. Otros se ocul-
taron en escondrijos de la montañ a Garizim o bien en las cuevas de la
Traconí tida (la meseta de lava llamada hoy el-Lega), que habí an servido
desde siempre de cobijo a los fugitivos. De allí los expulsó el Dux Ireneo
de Antioquí a, que sustituyó a Teodoro, con quien tampoco quedó conten-
to Justiniano. Unos veinte mil niñ os y niñ as samaritanos fueron a parar a
Persia o la India vendidos como esclavos. 85

Exterminados en su mayorí a, los samaritanos desaparecen, casi, de la
historia a partir de entonces.

¿ La causa del levantamiento? Radica manifiestamente en su opresió n
por la cristiana Bizancio, que tambié n perseguí a a maniqueos, montañ is-
tas, judí os y asimismo, en determinadas fases, a monofisitas y a otros, /
pero que lo hací a de forma especialmente dura con una minorí a extrema-
damente exigua como la constituida precisamente por los samaritanos.
Avi-Yonah tiene seguramente razó n al calificar el comportamiento de
aqué llos en el siglo vi como «resultado de su desesperació n». «La masa
de este pueblo comprendió de repente que, a la vista de la expansió n del
cristianismo en Palestina y en el extranjero, no habí a ya esperanza alguna
de mantener su antigua posició n. »86

En el fondo la gran revuelta y la aú n mayor degollina no tení an por
objetivo esta o aquella religió n, sino cosas má s palpables. Pues no era ca-
sual que el grueso de los sublevados se recluí ase de entre los estratos má s
bajos de Samarí a, de entre los habitantes del campo, de entre los artesa-
nos, los colonos y los esclavos; de entre gentes que apenas si tení an algo
que perder, salvo, claro está, su propia vida y que escogieron como caudi-
llo a uno de los suyos. Ellos fueron el elemento motriz, mientras que las


capas superiores reaccionaron muy diversamente. La má s alta y menos
numerosa, que seguramente tení a que competir con los latifundistas cris-
tianos y tení a tambié n mucho que perder, se convirtió a toda prisa -lo
que es por demá s significativo- al cristianismo. Al menos de puertas para
afuera. De ahí que los sublevados ni siquiera contaran con el pleno apoyo
de sus propios correligionarios. Para los pobres entre los pobres, los má s
explotados, lo que estaba primordialmente en juego no era la religió n ni
la revolució n radical, sino tan só lo una modificació n en el marco de lo ya
existente. Algo que resultaba inadmisible para la clase esclavista entre
los cristianos, clase que poní a su empeñ o en mantener econó mica e ideo-
ló gicamente el statu quo. s7

En cambio, en el caso de otro crimen de Justiniano, de í ndole muy
distinta y mucho má s grave, a saber, la conquista de Occidente, estaban
en juego tanto la religió n como la polí tica, si es que ambas cosas se pue-
den separar en absoluto alguna vez desde un enfoque polí tico universal.
Pues si es cierto que la polí tica no tiene a menudo nada que ver con la
religió n, é sta sí que tiene que ver siempre con la polí tica. Bajo Justinia-
no, en todo caso, ambas iban inseparablemente unidas siendo manifiesto
desde un primer comienzo que su objetivo era restablecer la unidad polí -
tica y religiosa del Imperio universal de Roma. A este objeto emprendió dos
grandes guerras -guerras de agresió n- contra dos pueblos germá nicos y
cristianos, «herejes» desde luego, por lo que «estaban sumidos en plena
barbarie y en una rudeza de animales» (el cató lico Schró dl). De ahí que
«el mayor anhelo de su corazó n y de su pueblo fuese el quebrantar el poder
del arrianismo» (el cató lico Hó fler). Ese «anhelo» condujo al exterminio
total de los vá ndalos, de los ostrogodos hasta borrarlos í ntegramente de
la faz del mundo. 88

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