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«.. Despreciando las Sagradas Escrituras de Dios, se ocupaban de la geometría»




Hasta la geometrí a se les antojaba oprobiosa a los cristianos. Todaví a
a principios del siglo iv se negaban a hacer obispo a Nemesio de Emesa
porque se dedicaba al estudio de las matemá ticas. 82

La geometrí a y otras ocupaciones cientí ficas se reputaban poco me-
nos que como actividades impí as. El historiador de la Iglesia Eusebio
atacaba así a los «herejes»: «Despreciando las Sagradas Escrituras de Dios
se ocupaban con la geometrí a; pues son hombres terrenales, hablan terre-
nalmente y no conocen a Aquel que viene de lo alto. Estudian afanosa-
mente la geometrí a de Euclides. Admiran a Aristó teles y a Teofrasto. Al-


gunos de ellos rinden incluso auté ntico culto a Galeno. ¿ Necesito acaso
hacer notar expresamente que quienes necesitan de la ciencia de los in-
fieles para demostrar su herejí a y adulteran la candidez infantil de las
divinas Escrituras con las argucias de los impí os nada tienen que ver con
la fe? Y así, con toda desvergü enza, echaron mano de las divinas Escritu-
ras y pretendieron despué s haberlas mejorado». 83

Las ciencias naturales fueron objeto de particular condena por parte
de la teologí a cristiana. Las repercusiones de esa condena han perdurado
por mucho tiempo e incluso llevó a algunos investigadores a la hoguera.
En la enseñ anza escolar usual en Occidente las ciencias naturales (y la his-
toria, lo que resulta bien elocuente) no hallaron cabida hasta muy entrada
la Edad Moderna. En las mismas universidades no se impusieron como
«disciplinas» independientes sino a partir del siglo xvni. Ya en los ú lti-
mos tiempos de la Edad Antigua, sin embargo, la medicina experimentó
una fuerte decadencia en todos los pueblos -salvo quizá en Mesopotamia-
mientras que la predilecció n por lo oculto se hací a no menos evidente. El
patriarca Severo de Antioquí a, por ejemplo, y asimismo el armenio Ez-
nik de Kolb insisten en la existencia de demonios en el hombre y recha-
zan todo intento de explicació n naturalista por parte de los mé dicos. 84

Ya el apologeta Taciano, discí pulo de Justino, reprueba la medicina y
la hace derivar de los «espí ritus malignos». «A saber, los demomos apar-
tan con su astucia a los hombres de la veneració n de Dios persuadié ndo-
los de que pongan su confianza en las hierbas y raí ces. » Estas palabras
rezuman aquella profunda aversió n, tan propia de los antiguos cristianos,
por la naturaleza, «el má s acá », «lo terrenal». «¿ Por qué la gente deposi-
ta su confianza en los poderes de la materia y no confí a en Dios? ¿ Por
qué no acudes al má s poderoso de los señ ores y prefieres curarte por me-
dio de hierbas, como el perro; de serpientes, como el ciervo; de cangrejos
de rí o, como el cerdo; de monos, como el leó n? ¿ Por qué divinizas lo te-
rrenal? » De ese modo la medicina en su totalidad se reducí a a obra dia-
bó lica, obra de los «espí ritus malignos». «La farmacologí a y todo cuanto
con ella se relaciona, proviene del mismo taller de embustes. » Aná loga
es la opinió n de Tertuliano, que hací a mofa de doctores e investigadores
de la naturaleza, y esa actitud prosiguió su marcha errabunda y asoladora
a travé s del Medioevo e incluso hasta má s tarde. 85

Es natural que un Taciano no tenga ninguna estima por la ciencia en
su conjunto. «¿ Có mo creer a una persona que afirma que el sol es una
masa incandescente y la luna, un cuerpo como la Tierra? Todo esto no
son má s que hipó tesis discutibles y no hechos demostrados [... ]. ¿ Qué
utilidad pueden reportar [... ] las investigaciones sobre las proporciones
de la Tierra, sobre las posiciones de las estrellas, sobre el curso del sol?
¡ Ninguna! Pues con semejante actividad cientí fica só lo cuadra un tipo de
persona que constituye en ley su opinió n subjetiva. » Las explicaciones


puramente cientí ficas no cuentan ya. Aquellas personas que, en el siglo iv,
buscaban una explicació n geofí sica de los terremotos (¡ en vez de consi-
derarlos causados ú nicamente por la ira de Dios! ) eran inscritos en la lis-
ta de «herejes» por el obispo de Brescia. 86

Como quiera que el criterio supremo para la recepció n de las teorí as
cientí fico-naturales era el de su grado de compatibilidad con la Biblia,
la ciencia no só lo se estancó p'pr entonces, sino que se llegó a desechar el
mismo saber acumulado desde tiempos inmemoriales. El prestigio de la
ciencia menguó en la misma medida en que ascendí a el de la Biblia. 87

La teorí a de la rotació n de la Tierra y de su forma esfé rica se remonta
a los pitagó ricos del siglo v a. de C., Ecfanto de Siracusa e Hicetas de Si-
racusa. Erató stenes de Cirene, el escritor má s polifacé tico del helenismo,
trataba ya como cuestiones seguras la de la rotació n de nuestro planeta y
la de su forma esfé rica. Otro tanto pensaban Arquí medes y otros sabios.
Tambié n Aristó teles sabí a de ella, y el historiador y geó grafo Estrabó n.
Tal era tambié n la opinió n de Sé neca y Plutarco. La Iglesia cristiana re-
nunció a ese conocimiento en favor del relato mosaico de la creació n y
del texto bí blico predicando que la Tierra era un disco rodeado por los
mares. Los estudiantes europeos no volvieron a saber de su figura esfé ri-
ca hasta un milenio despué s, en la Alta Edad Media, ¡ a travé s de las uni-
versidades á rabes de Españ a! Y só lo a finales del Medioevo se reasumió
esa teorí a. 88

Lactancio difama la ciencia natural calificá ndola de puro sinsentido.
El Doctor de la Iglesia Ambrosio la reprueba radicalmente como ataque a
la majestad de Dios. A é l no le interesa lo má s mí nimo la cuestió n de la
naturaleza o la posició n de la Tierra. Eso es algo sin relevancia alguna
para el futuro. «Baste saber que el texto de la Sagrada Escritura contie-
ne esta observació n: " É l suspendió la Tierra en la nada" ». De ahí a poco
Ambrosio solventa una cuestió n semejante con la respuesta: «A este res-
pecto resulta suficiente lo que el Señ or manifestó a su servidor Job, pues-
to que habló a travé s de una nube... ». Este Doctor de la Iglesia sostuvo en
cambio la teorí a de que habí a al menos tres cielos, ya que David mencio-
nó al «cielo de los cielos» y Pablo asegura «haber sido transportado has-
ta el tercer cielo». 89

La noció n que tiene san Ambrosio de la filosofí a natural se ilustra con
la sentida afirmació n de que «el evangelio segú n san Juan contiene toda la
filosofí a natural», que justifica diciendo que «nadie como é l, me atrevo a
afirmar, ha contemplado la majestad de Dios con tan elevada sabidurí a
para revelá rnosla con tan original lenguaje». No por acaso juzga inú til
la filosofí a el mismo san Ambrosio, pues que sirvió para que cayeran en
el error los arrí anos. Y sin embargo, é l mismo sufrió, y no poco, la in-
fluencia neoplató nica, hasta el punto de no tener reparo en copiar exten-
sas parrafadas de Plotino, el principal representante de esa escuela. Y su


regla cristiana para los sacerdotes. De oficiis ministrorum, no só lo toma
de Ciceró n el tí tulo, sino tambié n la forma, la estructura, todo en reali-
dad, incluso la secuencia de la exposició n y la postura fundamental, aun-
que revestida con un barniz de cristianismo. Sucede que no era capaz de
establecer por sí mismo una regla, lo que le obligó a tomar en pré stamo
la del autor pagano y ello a tal punto, que se ha podido decir con ironí a
que Ciceró n, gracias a san Ambrosio, llegó a ser casi un Padre de la Igle-
sia. Al mismo tiempo, no se priva de juicios negativos sobre los dialé cti-
cos, cuya ciencia mundana suele negar en bloque.

Puede ser instructiva esta explicació n de los há bitos intelectuales del
hombre que, al fin y al cabo, desde el siglo vm pasa por ser, junto con Je-
ró nimo, Agustí n y el papa Gregorio I, de los má s grandes Padres'de la
Iglesia, al menos en Occidente. De quien dice todaví a en el siglo xx un
teó logo cató lico que «su extensa actividad literaria», má s que la polí ti-
co-eclesiá stica, «ha dado lustre a su nombre y merece conservarse para
provecho de la posteridad admirada y agradecida» (Niederhuber)90

A este famoso vamos a seguir, pues, hasta el terreno que mejor domi-
na, y para dilucidar su arte, tomaremos la que se considera su obra maes-
tra, de manera que nadie pueda reprocharnos una elecció n tendenciosa.

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