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Los «revolucionarios» salvan a los ricos.




Los «revolucionarios» salvan a los ricos.

Los Doctores de la Iglesia Gregorio de Nacianzo

y Ambrosio de Milá n

Gregorio de Nacianzo, hijo de un obispo, censura ciertamente la ga-
nancia injusta, fustiga a quienes especulan con el trigo o a los mercaderes
que usan dos pesos o dos medidas. Reprueba que se atesore el dinero por
amor al dinero y que el corazó n se apegue a é l. El sabe por otra parte, sin
embargo, que Dios bendice a los pí os con abundancia de bienes. Siendo é l
mismo muy acaudalado, Gregorio ve en la riqueza un don de Dios. La ri-
queza permite al hombre la independencia material y la ayuda a los ne-
cesitados. Desde luego, este santo acomodado no exige ninguna cuota
determinada para distribuir entre los pobres en merma del propio matri-
monio. Es má s, ni siquiera muestra gran insistencia en la distribució n de
limosnas. «Al menesteroso, dale só lo un poco -dice interpretando el evan-
gelio a su manera-, pues ello no será poco para quien padece la necesi-
dad. » En determinados casos, ya basta con la «buena voluntad». Ademá s,
quien está acostumbrado a la desgracia -otra ventaja y, nada desdeñ able,
de los pobres- no necesita tanta ayuda como aquel que ya fue pudiente y
despué s cayó en la penuria. De ahí que Gregorio exhorte a hacer diferen-
cias en la caridad y a tratar mejor a los que, debido a una desgracia, a un
naufragio, a un asalto o a la inmisericordia de los usureros, pasaron brus-
camente de la riqueza a la pobreza. É stos necesitan má s misericordia y
má s ayuda que los demá s pobres. Quien desde su misma cuna está habi-
tuado a la miseria, la soporta mejor que el rico que pierde sú bitamente su
riqueza. De ahí que é ste deba tener má s prerrogativas. A los pobres, desde
luego, les promete el obispo Gregorio «los lugares supremos en el reino
de los cielos y no cargos en esta ciudad pequeñ a e insignificante». 68

¡ Oh sí, el cielo, la gran dicha de los pobres! En la tierra, en cambio,
las cosas son, sin má s, como son y Gregorio es tambié n suficientemente
realista como para no hacerse ilusiones. «Aunque todos tenemos la mis-
ma piel, a unos les está dado mandar; a los otros, ser mandados. A los
unos les es dado fijar los impuestos; a los otros, el pagarlos. Los primeros
quedan impunes si cometen una injusticia. A los otros só lo les queda el
recurso de hacer lo posible para sufrir lo mí nimo». 69

Tambié n el colega de Gregorio, Ambrosio, obispo de Milá n y Doctor
de la Iglesia, es suficientemente desapasionado como para ver las cosas
como son, es decir para practicar la polí tica social de los de su esfera.
Aboga virilmente, eso sí, en favor de los pobres, pero cuida de no indispo-
nerse con los ricos de cuya parte está aunque sea tan só lo por su alcurnia
y posició n. Ambrosio ha sido, sin la menor duda, uno de los má s consu-
mados maniobreros que la Iglesia y el mundo hayan visto jamá s.


Por una parte, el popular obispo ataca duramente, en ocasiones, la ri-
queza y el dinero. Es má s, niega resueltamente que la propiedad privada
esté basada en la naturaleza. É sta «ha producido los alimentos [... ]. Todo
ello lo ha entregado gratuitamente a todos en comú n para que tú no te
arrogues la propiedad de nada en particular» (hace communia dedil ne tibí
aü qua velut propia vindicares).
Toda propiedad privada es antinatural y
se basa en la arrogancia y la codicia. Segú n el designio de Dios, la huma-
nidad deberí a vivir en comunidad de bienes y poseer la tierra en comú n.
«La naturaleza creó el derecho de la propiedad comú n, la usurpació n
hizo de ello el derecho a la propiedad privada. » Segú n este «comprome-
tido abogado de los pobres y de los oprimidos» (Wacht), la comunidad de
bienes responde a las intenciones del creador y la propiedad privada in-
compatible con la ley divina y contraria a la naturaleza. «No es tu propie-
dad lo que repartes entre los pobres; te limitas a devolverles lo que es
suyo. Pues tú has arrebatado para tu particular usufructo lo que fue con-
fiado a todos para beneficio de todos. La tierra pertenece a todos y no a
los ricos. »

Todo ello suena muy radical, casi revolucionario. Ahora bien, este
santo, descendiente de una de las má s nobles familias romanas -su padre
habí a sido gobernante de Las Galias-, mantení a é l mismo estrechas rela-
ciones con los emperadores y durante ciertas é pocas despachaba casi co-
tidianamente con ellos o les serví a a menudo de guí a. De ahí que no de-
seara en realidad la comunidad de bienes. Se limitaba a exigir la caridad
y valoraba de forma bá sicamente positiva la propiedad inmueble. Y la ri-
queza no serí a en modo alguno despreciable en sí misma, ni mala en ab-
soluto sino, antes bien, un don de Dios, un viá tico para la vida eterna, si
se hace buen uso de ella y se ayuda a los pobres.

Huelga decir que Ambrosio no desea la lucha contra los ricos, sino
só lo limosnas. «Quien se acrisola en la riqueza -enseñ a-, es en verdad
perfecto y digno de la fama. » En el nombre del Señ or el pobre vale cier-
tamente tanto como el rico, el dé bil tanto como el poderoso; el jornalero
no es, en principio, diferente del latifundista, pues tambié n é ste es un
«jornalero de Cristo» (frase que podemos leer nuevamente, casi idé ntica,
en Pí o XII, gran capitalista en su á mbito privado). Ni la miseria ni la es-
casez deben afligir a los pobres. «¡ Que nadie se queje de su penuria, de
que tuviera que abandonar su casa con la bolsa vací a! La golondrina es
todaví a má s pobre, que no posee ni un ochavo y está sobrecargada de tra-
bajo [... ]. » Otro de los famosos sí miles ambrosianos, tomados del mundo
de los animales. Pues así como el ave fé nix sirve de prueba de la inmorta-
lidad, el buitre lo es de la virginidad de Marí a y la tó rtola de la auté ntica
fidelidad en la viudez, la golondrina por su parte es má s pobre que el má s
pobre y, sin embargo, construye su casa. ¡ Sin poseer un ochavo!

El Doctor de la Iglesia presupone como lo má s natural del mundo el


orden social basado en la propiedad privada, aceptando el statu quo eco-
nó mico que explica como resultado del pecado original: las personas de
su laya no pierden nunca el aplomo. ¡ Tanto má s justa resulta así la pro-
piedad de la Iglesia, pues ella está al servicio del pró jimo y todo lo da a
los pobres! Ambrosio afirma con la mayor seriedad del mundo que lo
ú nico que ella posee en exclusiva es la fe: «Nihil ecciesia sibi nisifidem
possidet
[... ]». 70

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