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Subterfugios apologéticos y mentiras acerca de la cuestión de la esclavitud




El argumento principal de los bellacos clericales en este contexto es
el siguiente: el cristianismo deparó a los esclavos la equiparació n religio-
sa,
su nuevo y decisivo logro humano.


í Se asegura, por ejemplo, que la declaració n de Pablo: «Aquí no hay
ya judí o ni griego, no hay ya siervo ni libre, no hay ya varó n ni mujer;

pues todos sois una sola cosa en Cristo Jesú s» (frase que con distintas
variantes emerge acá y allá en sus escritos), elevó con gran sabidurí a la
cuestió n de la esclavitud a un nivel superior, superá ndola con ideas cris-
tianas y minando por dentro toda la institució n de la esclavitud. Se afir-
ma que «fue justamente el codearse de amos y esclavos en los oficios di-
vinos del cristianismo lo que redundó grandemente en beneficio de la
situació n social de los esclavos». (¡ Algo así como los beneficios que ob-
tienen los pobres al codearse con los ricos en los «oficios cristianos» de
hoy\) Un jesuí ta que propala sin ambages la «verdad» de que el evange-
lio «abolió la esclavitud» fundamenta su aserto remitié ndose a Jesú s, quien
«infundió un dulce amor en amos y esclavos haciendo de ellos seres muy
pró ximos». Otro de estos fulleros declara que el cristianismo «llevó gra-
dualmente a los esclavos a un estatus social que no diferí a gran cosa del
de un obrero libre o un criado actuales». Uno de los teó logos moralistas
má s conspicuos del presente nos cuenta que los señ ores no veí an en los
esclavos sino a «hermanos y hermanas por amor a Cristo. El esclavista
pagano se convirtió en un padre para sus servidores. Juntamente con su
obligació n acrecentada (! ) de prestarle obediencia y respeto, los escla-
vos asumieron tambié n el amor a su señ or como hermano suyo en Cristo
(I Tim. 6, 2). Con ello quedaba resuelta, en el fondo, la cuestió n social».
¡ Resuelta para los señ ores cristianos! ¡ Y para los teó logos cristianos! ¡ Y
nada menos que durante má s de milenio y medio! 226

En realidad la equiparació n religiosa de los esclavos era tan poco no-
vedosa como otros aspectos del cristianismo. Ni en la religió n de Dionisio
ni en la Stoa se hací a el menor hincapié en las diferencias de raza, na-
ció n, estamento o sexo. En ellas no se hací a acepció n de señ ores o escla-
vos, de pobres o ricos, sino que se tení a en pie de igualdad a viejos y jó -
venes, a hombres y mujeres e incluso a esclavos, considerando que todos
los hombres eran hermanos e hijos de Dios dotados de los mismos dere-
chos. Que libres y esclavos celebrasen conjuntamente los misterios era
algo perfectamente normal en la é poca imperial. Y entre los judí os, los
esclavos estaban cuando menos equiparados a los niñ os y las mujeres en
el plano religioso. 227

La humanizació n en el trato a los esclavos, atribuida despué s al cris-
tianismo, no era de hecho sino un eco tardí o de los filó sofos paganos Pla-
tó n, Aristó teles, Zenó n de Citio, Epicú reo, etc., quienes mucho tiempo
atrá s habí an recomendado ya con gran é nfasis mostrarse bené volos y afa-
bles con los carentes de libertad. Tambié n de Sé neca, quien escribió en
cierta ocasió n: «Maltratamos a los esclavos como si no fueran seres hu-
manos sino bestias de carga. El esclavo tiene tambié n derechos humanos,
es digno de la amistad de los hombres libres, pues nadie es procer por na-


turaleza y los conceptos de caballero romano, liberto y esclavo no son sino
nombres vací os, acuñ ados por la ambició n o la injusticia». Todas esas di-
ferencias no eran vistas por la Stoa -al revé s que en la Iglesia cristiana-
como derivadas del designio divino, sino, atinadamente, como resultado
de un desarrollo surgido de la violencia. 228

En el cristianismo, en cambio, los esclavos gozaron de los mismos
derechos -y ello tan só lo en el plano religioso- ú nicamente en la Iglesia
primitiva. ¡ Despué s, un esclavo ya no podí a ser sacerdote! La primera
prohibició n a este respecto la promulgó, presumiblemente, el papa Este-
ban I en el añ o 257. Má s tarde, Leó n I el Grande criticó la ordenació n de
sacerdotes «que no vengan recomendados por un linaje idó neo». «Perso-
nas -observa con riguroso celo este papa y Doctor de la Iglesia- que no
pudieron obtener la libertad de parte de sus señ ores acaban ocupando el
alto puesto del sacerdocio como si un vil esclavo (servilis vilitas) fuera
digno de tal honor». 229

Los apologetas se pavonean a menudo mencionando el hecho de que
algunos cristianos concedieron ocasionalmente la libertad a miles de es-
clavos. Dejemos aparte que se trata de excepciones sin el menor peso (ha-
bitualmente se menciona un ú nico caso) y subrayemos esto: los cristianos
no estaban en lo má s mí nimo moralmente obligados a manumitir a los
esclavos. Y no só lo eso: «No hay por lo que respecta a esta é poca el me-
nor indicio de una tendencia general hacia la liberació n de los esclavos».
Peor aú n: «Nunca se instó a ningú n amo a obrar en ese sentido [... ]»
(Gí ilzow). Resulta «casi imposible decir que los cristianos má s conspi-
cuos de finales del siglo iv animasen a los propietarios de esclavos a la
manumisió n gratuita. É sta parece haber sido mucho má s rara que en los
dos primeros siglos de la Roma imperial» (Grant). O peor aú n: «La crí a
de esclavos en las plantaciones parece aumentar considerablemente en
esa é poca respecto a las anteriores». 230

Todo lo anterior es tanto má s fatal, vergonzoso y significativo cuanto
que la manumisió n era, desde siglos atrá s, un hecho habitual en la Anti-
gü edad.

Ya en la antigua Grecia se acudí a con frecuencia a la manumisió n.
Tambié n en Roma, donde probablemente desde el siglo iv a. de C. la ma-
numisió n
de un esclavo era grabada con un impuesto del 5 % de su va-
lor, pese a lo cual el nú mero de manumisiones no dejó de crecer. Hasta el
añ o 209 a. de C. los ingresos basados en ese impuesto aumentaron a casi
4. 000 libras de oro. Y si hasta la segunda guerra pú nica se puede hacer
una estimació n aproximada de 1. 350 esclavos manumitidos al añ o, en la
primera mitad del siglo i a. de C. ese promedio asciende a 16. 000. En el
siglo i de la era cristiana la manumisió n por parte de los paganos era tan
frecuente que el Estado tuvo que intervenir contra ello. Los señ ores paga-
nos manumití an a veces de forma masiva o decidí an testamentariamente


esas manumisiones y de hecho es de los cristianos de quienes se oye má s
raramente que manumitan. 231

Hubo, sí, manumisiones de esclavos de la Iglesia, pero, por ejemplo,
el IV Concilio de Toledo permite a los obispos la manumisió n só lo en
caso de que indemnicen por ella a la Iglesia de su propio peculio. En caso
contrario el sucesor de un obispo podrí a anularla sin má s (Can. 67). Ade-
má s de ello, todo obispo que liberase a un esclavo sin atender al derecho
de protecció n de la Iglesia ¡ tení a que compensar a é sta con dos esclavos
sustitutorios! (Can. 68). Finalmente, y en eso sí que fue novedosa, la Igle-
sia hizo imposible la manumisió n de sus esclavos: eran inalienables en
cuanto que «bienes eclesiá sticos». 232

Y todaví a hay má s: la Iglesia de Cristo, la proclamadora del amor al
pró jimo, de la Buena Nueva, se cuidó de que el nú mero de esclavos aumen-
tase de nuevo. De ahí que en 655 el IX Concilio de Toledo en su lucha
-segú n propia confesió n, esté ril- contra la lujuria de los clé rigos declara-
se que: «Quien pues, desde el rango de obispo al de subdiá cono, engen-
dre hijos en execrable matrimonio, sea con mujer libre o con esclava, debe
ser canó nicamente castigado. Los niñ os nacidos de esta má cula no só lo
no podrá n recoger la herencia de sus padres, sino que pertenecerá n de por
vida como esclavos a la iglesia a la que sus padres, que los engendraron
ignominiosamente, hubiesen estado adscritos» (Can. 10).

El mismo san Martí n, patró n de Francia y de la crí a de gansos, quien,
como es de dominio pú blico, siendo todaví a soldado, regaló la mitad de
su capote (¿ por qué no el capote entero? ) a un mendigo desnudo ante las
puertas de Amiens, una vez llegado a obispo (¡ algo que consiguió entre
otras cosas gracias a sus resurrecciones de muertos! ) mantuvo bajo sí a
20. 000 esclavos, ¡ lo cual ya no es de dominio pú blico! ¡ La leyenda sí que
la conoce todo el mundo! (Por cierto que otra leyenda, segú n la cual un
ganso, el «ganso de san Martí n», habrí a delatado el escondrijo del santo
donde é ste se ocultó -gesto muy propio de una persona vinculada a cí rcu-
los tan poco ambiciosos- para sustraerse a la elecció n como obispo, dio
pie para el pago de un tributo de esa especie el Dí a de San Martí n). 233

Todas las afirmaciones de los apologetas sobre la mejora de la suerte
de los esclavos en la é poca cristiana son falsas. Lo cierto es má s bien lo
contrario.

Si bien es cierto que en los primeros siglos se produjeron ligeros cam-
bios en favor de los esclavos, cambios determinados ante todo por la
doctrina estoica de la igualdad de todos los hombres y que hallaron su re-
flejo en la legislació n social del imperio, especialmente en la de Adriano,
en el siglo iv se impuso una tendencia de signo opuesto. La confirmació n
legal de la esclavitud se acentuó despué s de que el Estado se hiciera cris-
tiano.

Mientras que antañ o la relació n sexual entre una mujer libre y un es-


clavo conllevaba la esclavizació n de aqué lla, la ley promulgada por el
primer emperador cristiano el 29 de mayo de 326 determinaba con efec-
tos inmediatos que la mujer fuese decapitada y que el esclavo fuese que-
mado vivo. Las disposiciones contra los esclavos fugitivos fueron endu-
recidas en 319 y 326 y en 332 se declaró lí cito atormentar a los esclavos
en el curso del proceso. Mientras que un decreto de Trajano prohibí a ta-
xativamente que los niñ os abandonados fuesen esclavizados bajo una u
otra circunstancia, otro promulgado en 331 por Constantino, el santo, de-
cretaba su esclavitud a perpetuidad. En Oriente esta ley mantuvo una vi-
gencia de dos siglos, hasta 529. En el Occidente cristiano, perduró, al pa-
recer, ¡ hasta la abolició n de la esclavitud! Ocasionalmente el clero ani-
mó, incluso, a las mujeres a depositar delante de las iglesias a los niñ os
nacidos en secreto a los cuales criaba despué s para convertirlos, má s que
probablemente, en esclavos de la Iglesia. 234

Las mismas leyes canó nicas confirman ese deterioro legal de los es-
clavos en la era cristiana.

Si, por ejemplo, la Iglesia no habí a puesto antañ o el menor reparo
para que los esclavos comparecieran ante los tribunales como acusadores
o testigos, ahora el Sí nodo de Cartago (419) les negaba expresamente ese
derecho y en lo sucesivo se atuvieron estrictamente a esa prohibició n. El
Estado cristiano llegó a imponer a los señ ores el deber de la conversió n
de sus esclavos, aunque para ello hubiesen de valerse tambié n del lá tigo.
El derecho de asilo fue asimismo limitado en perjuicio de los esclavos. Si
un esclavo se refugiaba en una iglesia, el sacerdote debí a denunciar el he-
cho en un plazo má ximo de dos dí as. Si el amo prometí a perdó n, la Igle-
sia tení a la obligació n de entregá rselo. Tampoco la implantació n de la ju-
risdicció n obispal modificó lo má s mí nimo la posició n jurí dica de los
esclavos. Otro tanto cabe decir de la manumissio in ecciesia, el privile-
gio, ya concedido por Constantino, de que la manumisió n pudiera efec-
tuarse en el templo. Ello no aumentó siquiera las oportunidades de manu-
misió n, pues é sta ya estaba en manos de los esclavistas hací a ya mucho
tiempo. 235

En su pormenorizada investigació n acerca de la Polí tica de cristiani-
zació n y la legislació n sobre la esclavitud de los emperadores romanos
desde Constantino hasta Teodosio II,
H. Langenfeid ha examinado en de-
talle las leyes de los soberanos cristianos relativas a los esclavos, llegan-
do a la conclusió n de que normas como las del asilo «no constituí an en
ú ltimo té rmino nada esencial para los servidores de Dios y que debié ra-
mos por ello considerarla como un valor manipulable en el caso de una
negociació n con las instancias estatales. No debemos admiramos por con-
siguiente de que Teodosio II, apenas transcurrido un añ o despué s de conce-
der y garantizar a la Iglesia el derecho de asilo y de protecció n a todas las
personas sin excepció n, negase ese derecho frente a los esclavos. Como


quiera que esa medida, como ya se expuso, no pudo ponerse en vigor sin
la aprobació n del clero, ello confirma la conclusió n de que el clero no
pensaba en modo alguno en defender intransigentemente, en pro de un
ideal humanitario, los intereses de los esclavos frente al Estado. Al revé s:

la Iglesia estaba dispuesta a hacer concesiones de toda í ndole y sin el me-
nor escrú pulo [... ]. Se compagina con esa tendencia el hecho de que las
leyes de los emperadores cristianos para promover la causa de la Iglesia
y someter a sus enemigos, en la medida en que conciemen a la cuestió n
aquí planteada, dejasen prá cticamente intocada la situació n jurí dica de
los esclavos [... ]. Constatemos ademá s que la cristianizació n de la legis-
lació n no impulsó hacia adelante el proceso de humanizació n del dere-
cho relativo a los esclavos, proceso puesto en marcha por los emperado-
res de los siglos u y ffl». 236

Eso sí, subterfugios, sermones eufemí sticos y jactanciosos, tratados y
libros, todo ello abundaba como las arenas del mar. Verbalmente asistí an,
desde luego, a los pobres, a los paupé rrimos: y tambié n en la actualidad
se siguen ocupando de ellos por medio, digamos, de las «encí clicas so-
ciales» de los papas, dirigiendo palabras muy serias a los ricos, que no
perturban a é stos, pero simulan ante los pobres, los tutelados, que cuen-
tan con la protecció n de la Iglesia. É sta querí a que el amor y la bondad
determinasen el trato con los esclavos y junto a ello tambié n algú n que
otro latigazo. De ahí que hasta el Doctor de la Iglesia Crisó stomo, tan
comprometido «socialmente», nos informe así en su diá logo con una cris-
tiana propietaria de esclavos: «Pero, se objeta, ¿ acaso ya no es ya legí timo
el azotar a una esclava? ». «Por supuesto -replica el predicador-, pero no
sin cesar (! ) ni con desmesura, ni tampoco por un mero error en sus ta-
reas, sino tan só lo cuando cometa un pecado en perjuicio de su propia
alma». O
sea, ¡ no cuando transgreda los preceptos de su ama, sino los de
su Iglesia! 237

El clero estimaba sus propias instrucciones como algo situado por en-
cima de todo lo demá s. Poco contaban frente a ellos la felicidad o la mera
existencia humana. O la vida de un esclavo, por ejemplo. El Sí nodo de
Elvira permití a que una mujer que hubiese matado a latigazos a su escla-
va volviese a tomar la comunió n despué s de siete o, en su caso, cinco
añ os de penitencia, «segú n que la hubiese matado premeditada o fortuita-
mente». Ese mismo sí nodo, en cambio, negaba la comunió n de por vida,
incluso a la hora de la muerte, a las celestinas, a las mujeres que abando-
nasen a su marido y se tornaran a casar, a los padres que casasen a sus hi-
jas con sacerdotes paganos; incluso a los cristianos que pecasen repetidas
veces contra la «castidad» o que hubiesen denunciado a un obispo o a un
sacerdote sin posibilidad de aportar pruebas. ¡ Todo ello era para la Igle-
sia mucho peor que el asesinato de un esclavo! 238

De ahí que la era cristiana apenas significó una debilitació n de la es-


clavitud. Todaví a se produjeron cacerí as de esclavos, por decirlo así, hasta
en las má s altas esferas. Siguiendo los pasos de sus antecesores paganos,
los emperadores cristianos del siglo iv transportaron grandes cantidades
de prisioneros de guerra germá nicos hacia el interior del imperio, los ven-
dieron a personas privadas o los asentaron como colonos, sujetos, por su-
puesto, a servidumbre, de modo que só lo podí an ser vendidos, heredados
o regalados juntamente con la tierra. Todaví a a finales del siglo iv, algu-
nos oficiales de la frontera poní an tal celo en el comercio de esclavos que
de ello se derivaban perjuicios para la defensa del imperio. 239

Tambié n los mercados de esclavos, en los que é stos se exponí an a la
vista y se pujaba por personas como si fuesen animales, perduraron bajo
el cristianismo. La Iglesia permití a expresamente visitar los mercados
para comprar esclavos. Los mismos padres podí an poner en venta a sus
hijos, y aunque es cierto que el emperador Teodosio prohibió un acto así
en 391, fue autorizada de nuevo por la fuerza de las circunstancias. Quien
no fuera esclavo é l mismo, podí a convertirse en esclavista. Só lo los cris-
tianos pobres carecí an de esclavos. En los demá s hogares viví an, segú n
el patrimonio y la posició n, tres, diez o incluso treinta esclavos. Hasta en
la misma iglesia, los creyentes ricos aparecí an rodeados de sus esclavos.
Habí a algunos que poseí an millares de ellos: segú n Crisó stomo, un con-
tingente de entre 1. 000 y 2. 000 esclavos era completamente normal en
los dominios de Antioquí a. Eran seres humanos que a menudo valí an me-
nos que los animales a los ojos de sus amos y podí an ser objeto de gol-
pes, tormentos, mutilaciones. Podí an ser encadenados y matados. Ninguna
ley estatal se preocupaba por ello. Tambié n para los cristianos constituí a
la esclavitud un componente natural del «orden» humano. Que no era
forzoso pensar así lo demuestra Gregorio de Nisa, segú n el cual no era lí -
cito poseer esclavos; opinió n, desde luego, totalmente singular. 240

Los castigos seguí an siendo duros. «A los esclavos se les puede gol-
pear como si fuesen piedras», decí a una sentencia citada por Libanio. No
eran infrecuentes por entonces castigos de 30 o de 50 golpes. Las muje-
res ricas ataban a las esclavas a su cama y las hací an azotar. Tambié n se
podí a meter a los esclavos en calabozos privados, hacerles mover la pie-
dra del molino o marcarlos en la frente. En la é poca de Alarico II (484-
507), la Lex Visigotorum ordenaba que todos los esclavos que se hallasen
en las cercaní as, en caso de que fuese asesinado su señ or, fuesen tortura-
dos y bastaba que hubiesen podido coadyuvar, del modo que fuese, al
asesinato para ser ejecutados. Perduraba así la situació n de hací a siglos.
Si esta ley fue o no aplicada entre los visigodos es algo que no ha podido,
desde luego, ser documentado. 241

La Iglesia, en todo caso, respetaba plenamente el derecho de propie-
dad de los señ ores y asumí a con creciente resolució n las pretensiones de
la clase de los propietarios cuanto má s rica se hací a ella misma y má s le


urgí a emplear esclavos. De ahí que, siglo tras siglo, impidiese la mejora
de la situació n legal de é stos y que no só lo no luchase contra la esclavi-
tud, sino que la consolidase. Hasta el campo ortodoxo constata «un em-
peoramiento de la situació n de los esclavos con respecto a la é poca pre-
constantiniana» (Schaub), coincidiendo así con la opinió n uná nime de la
investigació n crí tica. Para la Iglesia antigua, la esclavitud era una institu-
ció n imprescindible, ú til por demá s y tan natural como el Estado o la fa-
milia. El nú mero de esclavos no disminuyó en el siglo v ni en la tempra-
na é poca merovingia, sino que má s bien aumentó. Su suerte no mejoró;

empeoró. Se considera verosí mil que en el Occidente cristiano hubiese
má s esclavos que bajo los emperadores paganos en Roma. Hasta los mo-
nasterios tení an esclavos, tanto para las tareas del monasterio, como para
el servicio personal de los monjes. Y cada vez que en algú n lugar de este
Occidente cristiano desaparecí a la esclavitud, ello dependí a de la situa-
ció n polí tica y econó mica general, pero nunca de una prohibició n ecle-
siá stica. Se dio má s bien el caso, como subraya el afamado teó logo Ernst
Troeltsch, de que «a finales de la Edad Media la esclavitud cobró nuevo
auge y la Iglesia no só lo participaba en la posesió n de esclavos, sino que
imponí a derechamente la esclavitud como castigo en las má s variadas
circunstancias». 242

A despecho de la evidencia de estos o de otros hechos incriminatorios
para la Iglesia (vé anse pá ginas siguientes) no falta, con todo, una obra
clá sica cató lica, de varios volú menes, que se atreva a hacer, en 1979, es-
tas afirmaciones: «Pero al mismo tiempo, ninguna institució n ni grupo
social del mundo abogó de forma tan decidida y tan amplia como la Igle-
sia por aliviar la suerte de los esclavos». ¿ Qué tiene por ello de sorpren-
dente que tambié n el papa Juan Pablo II, en ese mismo añ o de 1979 y des-
de Sudamé rica, donde antañ o cincuenta o má s millones de indios y negros
fueron inmolados bajo el poder cató lico, a veces en el curso de masacres
que posiblemente no tienen parangó n en la historia de la humanidad, pu-
diera declarar ante la faz del mundo: la Iglesia cató lica desarrolló aquí
«el primer derecho internacional», se comprometió «en favor de la justi-
cia» y «de los derechos humanos», «dando inicio a una obra esplé ndida»
y trayendo aquí «la era de la salvació n»? De personas así no cabe esperar
que se atemoricen jamá s ante las má s monstruosas desvergü enzas ni
mentiras histó ricas. 243

Esta Iglesia aportó obras esplé ndidas, la era misma de la salvació n, ya
en la Antigü edad, en la que no só lo prolongó la esclavitud tradicional,
sino que tambié n asumió y fomentó con todas sus fuerzas la nueva escla-
vitud naciente, el colonato, a la par que se convertí a en la fuerza ideoló -
gica dominante en el primer Estado despó tico cristianizado de la historia.


La gé nesis del colonato:

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