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Dos masacres de un emperador «notoriamente cristiano» y la explicación que da Agustín al derramamiento de sangre




De lo que era capaz Teodosí b «el Grande» es buena muestra lo sucedido en el añ o 387 en Antioquí a, tras una revuelta del pueblo (documentada con especial detalle) a consecuencia de un aumento de los impuestos en febrero.

Las diversas fuentes coinciden en que se trataba de un pago en oro; Teo­dosio lo necesitaba para financiar a sus mercenarios. Tras la lectura de la carta imperial por parte del gobernador, los honoratioren quedan anona­dados. Manifiestan que el impuesto es exorbitante; muchos imploran la misericordia de Dios por lo que ya entonces se consideraba ilegí timo. La multitud, arruinada en los ú ltimos añ os por las hambrunas, comienza a su­blevarse, se lanza al asalto de los edificios del gobernador, derriba las imá genes de la familia imperial, prende fuego a un palacio y amenaza con nuevos incendios, incluyendo la residencia del emperador. Los arqueros empiezan a disparar contra el pueblo y se degrada a la ciudad, que pierde su condició n militar; se cierran el circo, el teatro y los bañ os, se dictan sentencias de muerte, e innumerables personas, entre ellas niñ os, son de­capitadas, quemadas o arrojadas a las llamadas bestias. Y con todo, casi una bagatela en comparació n con el bañ o de sangre de Tesaló nica.

En febrero del añ o 390 habí an matado allí a Buterico, el comandante militar godo, a causa del encarcelamiento de un popular auriga, que ga­lanteaba al bello copero de Buterico. El piadoso Teodosio, uno de los «soberanos notoriamente cristianos» del siglo (Aland), ordenó de inme­diato atraer a la població n al circo con el señ uelo de un espectá culo e hizo que les mataran allí mismo. El obispo Teodoreto lo describe en té r­minos poé ticos: «como en la cosecha de las espigas, fueron todos sega­dos de una vez». Aunque má s tarde Teodosio lo desmintiera, sus matari­fes pasaron a cuchillo por espacio de varias horas a má s de siete mil mu­jeres, hombres, niñ os y ancianos; segú n Teó fanos, Kedrenos y Moisé s de Chorene, la cifra llegó a quince mil. Se trata de una de las masacres má s monstruosas de la Antigü edad, lo que no impide a san Agustí n glorificar a Teodosio como la imagen ideal de un prí ncipe cristiano. La Iglesia con­cedió al soberano el apelativo de «el Grande» y pasó a la historia como el «monarca cató lico ejemplar» (Brown). 91

Debido a la conmoció n general, esta vez Ambrosio no pudo guardar si­lencio. Hubiera preferido no tener que hacer ese gesto, pero aun así escri­bió una carta al emperador -¡ gran parte del mundo, incluyendo a los erudi­tos, se sigue maravillando de ello! - en mayo de 390 destinada expresa­mente a que la leyera é l en persona. No sin comprensió n recuerda el «fuerte temperamento» de Teodosio, pero serí a lamentable que «no le do-


liera la muerte de tantos inocentes», «una pmeba de la má xima piedad», «la mayor clemencia». Afirma Ambrosio solemnemente: «Esto no lo escri­bo para avergonzaros [... ] para la afrenta no tengo ningú n motivo [... ] os amo, os respeto». No, lo que el eclesiá stico querí a era simplemente salvar las apariencias, un destello, por dé bil que fuese, de autoridad espiritual. 92

La «disciplina de penitencia» afectaba a todos. Una mujer, por ejem­plo, tuvo que hacer penitencia durante toda su vida por un aborto. Lo mismo les sucedió en muchos lugares a las viudas de clé rigos que vol­ví an a casarse, o al creyente que contraí a matrimonio con el hermano o la hermana de su có nyuge fallecido. ¡ Por no hablar de los asesinos! La pe­nitencia significaba llevar un cilicio, la prohibició n de viajar y cabalgar, ayuno continuo, salvo los domingos y dí as festivos, casi siempre tambié n la abstenció n permanente de mantener relaciones sexuales, y muchas otras cosas ¡ de por vida, por un aborto o por casarse entre parientes! Pero al asesino de miles, Ambrosio le impuso sentarse una vez en la iglesia entre los penitentes. 93

Con un emperador, de lo que se trata simplemente es de los gestos, el principio. Este todo significaba en realidad la obediencia al clero, mien­tras que la muerte de miles en principio no era nada, como demuestra el comentario de Agustí n, que explica la matanza como un ejemplo magní ­fico de humilitas evangé lica, insertado dentro de la glorificació n general de Teodosio como figura cristiana ideal de gobernante. «Y lo mas asom-broso de todo fue su piadosa humildad. El apremio de algunos hombres de su entorno le habí a arrastrado a castigar el grave desacato de los tesa-ló nicos, aunque por recomendació n episcopal ya lo habí a perdonado, y, sometido a la disciplina de la Iglesia, hizo de tal manera penitencia que el pueblo que rogaba por é l, al ver inclinado en el polvo a su alteza impe­rial, lloró amargamente, como si hubiera temido su ira por una falta. Esta y otras buenas obras, cuya enumeració n llevarí a demasiado lejos, las asu­mió para sí desde las nieblas terrenas que rodean a todas las cumbres hu­manas y las altezas. Su recompensa es la bienaventuranza eterna que Dios concede só lo a los piadosos verdaderos. »94

Un texto revelador. El asesinato de miles para vengar a uno solo -ni siquiera Hitler ordenó tal cosa- sirve al padre de la Iglesia Agustí n como demostració n de la «piadosa humildad» de un emperador. ¡ Y mientras que el santo pasa por alto discretamente la horrible carnicerí a, recalca el «grave desacato de los tesaló nicos»! Mientras que no dedica ni una sola palabra al sacrificio de tantos inocentes, lamenta la seudopenitencia del asesino, ¡ «má s amarga» incluso que si hubiera sido ví ctima de su propia ira! Presenta los má ximos gestos de expiació n -por así decirlo, el fruto de los sueñ os de una matanza- bajo el epí grafe de «buenas obras». ¡ In­cluye al perro sanguinario entre los «piadosos verdaderos» y le augura «bienaventuranza eterna»!


 

Sin embargo, apenas resulta perceptible el atroz delito, astutamente tergiversado en las instrucciones para el castigo al crimen de la població n y enredado en la retó rica de «las nieblas terrenas que rodean a todas las cumbres humanas y las altezas». Realmente bien dicho. Pues lo que cuen­ta es simplemente el sometimiento al clero; ¡ el mayor crimen de la historia, por el contrario, es una simple niebla, vapor de agua, nada!

Tenemos aquí ante nosotros el primer «modelo de prí ncipe» de un monarca cristiano, un ideal de prí ncipe que hace en especial de la figu­ra de Cristo, del rey, el ejemplo del emperador y que tendrá una in­fluencia decisiva en el mundo germá nico. Peter Brown, experto en la fi­gura de Agustí n, incluye el «retrato» agustiniano de Teodosio, lo mismo que el del emperador Constantino, entre «los pasajes má s ramplones» (the¡ most shoddy passages) del «Estado de Dios». 95                    

Si bien se produjeron entonces tensiones, Teodosio cedió, por lo ge­neral de propia voluntad. Desde su «penitencia» por Tesaló nica, quedó all parecer «totalmente sujeto a la voluntad de Ambrosio» (Stein). De co­mú n acuerdo, el emperador y el obispo, los «dos grandes hombres, los má s grandes, de su é poca» (Niederhuber), combatieron a los «herejes» y a los gentiles. Y lo mismo que el antecesor de Teodosio, Constancio, ha­bí a procedido con mayor dureza contra ellos que Constantino, Teodosio los atacó ahora con má s fuerza todaví a que Constancio. Sin embargo, mientras que é ste y su padre imponí an todaví a silencio a la Iglesia, Teo­dosio -bautizado mucho antes de su muerte- ya se sometí a en ocasiones^ a su disciplina. 96

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