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Ambrosio aniquila el cristianismo arriano de Occidente




Para Ambrosio, los «herejes no son otra cosa que los hermanos de los judí os» (non aliud quamfratres sunt Judaeorum). Ciertamente, un repro­che terrible ante sus ojos. Aunque a veces los judí os le parecieron peores que los «herejes», por lo general é stos tení an la primací a, ya que amena­zaban a la «Iglesia de Dios» de una manera mucho má s inmediata y pro­vocaban escisiones. Ademá s, crecí an del suelo como hongos. Cada dí a, afirma Ambrosio, aparece una nueva «herejí a», y cuanto má s se las com­bate tantas má s surgen. No basta un dí a para contar todos los «nomina


haereticorum diversarumque sectarum». El santo obispo se queja siem­pre de la misma y eterna cuestió n, de esta denodada guerra. Pero no baja la guardia. Sabí a muy bien que un auté ntico «apostó licas» gana un «tesoro con rentas», y atacaba a los «herejes», que eran taimados e indo-J mables como zorros y asaltaban a los «cristianos» como los lobos por la noche. 54

Aunque Ambrosio impugna todas las «enseñ anzas heré ticas» -desti­nó dos libros De paenitentia contra los novacianos-, su lucha principal es frente a los arrí anos, contra los que escribió cinco libros Defide ad Gra-tianum, tres libros De Spiritu Soneto y una obra má s. Los arrí anos eran para é l lo má s execrable, ¡ y tanto má s por estar en su misma ciudad episco­pal! ¡ Y sobre todo en la cercana Iliria! Sabí a que reuní an el veneno de todas ^ las «herejí as» y despué s lo dispersaban por doquier, sin ningú n escrú pulo 5 en sus medios, falseando las Sagradas Escrituras y, de manera refinada, quitando partes donde les convení a y añ adiendo otras; eran «anticristos», peores que Satá n. É ste al menos habí a admitido la verdadera divinidad de Cristo, pero Arrio no (yerumfilium dei fatebatur, Arrius negat). 55

Habí a que acabar con tales diablos, y así lo hizo Ambrosio el 3 de sep­tiembre de 381 en un sí nodo celebrado en Aquilea, que le proporcionó ai é l, «el alma de los debates» (Rauschen), la fama sú bita en Occidente. 56

Animado por Graciano, la asamblea la convocó Paladio de Ratiaria, ^ antiguo contrincante de Ambrosio. Paladio deseaba que fuera un concilio general, y así se lo habí a prometido el emperador, pero Ambrosio, que combatí a desde hací a añ os el arrianismo occidental, sobre todo en sus bastiones del norte de Italia, en Iliria, temí a una reunió n con muchos orientales. Tampoco querí a que fuera una discusió n, sino que só lo pre­tendí a una condena de los «herejes». Hizo fracasar así el gran concilio mostrando al emperador sus dificultades y costes, los viajes desde todo el Imperio, las molestias para los que viví an en lugares remotos, y todo por un simple asunto. Propuso convocar só lo a los italianos y se sintió «ple­namente» facultado en su petició n a Graciano, junto con algunos colegas del norte de Italia, para establecer la fe verdadera. El joven monarca ce­dió, y así, en lugar del concilio general acordado se celebró simplemente un pequeñ o sí nodo provincial, al que no acudieron tampoco los romanos ni enviaron legados. Con la excepció n de los obispos Paladio de Ratiaria, procedente de Iliria y, aunque no amano, tampoco niceno, y Secundiano de Singidunum, se reunieron só lo tres docenas de cató licos ortodoxos, diez o doce del norte de Italia como sector duro, como «conjurados» de Ambrosio, que má s tarde se burlaban de los dos «herejes», «que se atre­vieron a oponerse al concilio con discursos insolentes e impí os». En suma, allí só lo habí a enemigos de ambos, pues a los laicos arrí anos se les habí a excluido, incluso como oyentes. Ambrosio tení a exactamente el «concilio» que deseaba y la sarté n por el mango. 57


 

Los obispos de Iliria acudieron a Aquilea no sin desconfianza. El em­perador Graciano, que se encontraba en Sirmium, tuvo que despejar sus dudas en una audiencia. Afirmó, equivocadamente, que tambié n estaban invitados los restantes orientales. Mintió a los obispos o, lo que es má s probable, san Ambrosio le habí a embaucado. Una vez en Italia se vieron los dos sin sus colegas orientales y engañ ados. 58

El anciano Paladio declaró al comienzo: «Venimos como cristianos hacia cristianos», y no se equivocaba. En todo lo demá s le habí an enga­ñ ado, tanto sobre la exclusió n de los orientales como acerca de las verda­deras intenciones del sí nodo. Aunque a los de Iliria se les garantizó la li­bertad de palabra, el santo transformó el escenario en un santiamé n, con­virtié ndolo en un auté ntico interrogatorio. De nada sirvió que Paladio le reprochara: «Tu mego ha servido para que no hayan venido [los orienta­les]. Has simulado ante é l [el emperador] intenciones que en realidad no albergabas y con ello has desbaratado el concilio [general]». De nada sir­vió que Paladio le exigiera el concilio general prometido, que pusiera continuamente en tela de juicio la autoridad de la reunió n, que confesara má s de una vez que no seguí a a Arrio y que no sabí a nada de é l, que Se­cundiano se remitiera a la Biblia. De nada sirvió que los dos solicitaran un escribiente elegido por ellos, puesto que en las actas prá cticamente só lo aparecieron los ataques de sus adversarios. Se actuó con la misma falta de sinceridad con que se habí a comenzado. Permanecieron impasi­bles ante todas las protestas. Ambrosio consideraba que la argumentació n y la discusió n no eran una manera adecuada de tratar asuntos sagrados porque, como habí a formulado en una ocasió n, «la disputa filosó fica alardea con palabras voluptuosas, pero la piedad contempla el temor de Dios». Ambrosio dirigió el asunto y sus partidarios se situaron en los puntos decisivos como un coro. El obispo Paladio, contra el que se llegó a emplear la violencia, al que se cercó y se le impidió la partida, acabó bramando y designó a Ambrosio en un escrito agresivo como malhechor, charlatá n, «hereje» y enemigo de la Biblia, «hombre impí o», e incluso delincuente. Los «ortodoxos» no dejaron de anatematizarle y al final, uná nime y formalmente, condenaron a los «arrí anos», que se distancia­ban con claridad de Arrio, como calumniadores de Cristo y arrí anos, y se encargaron de que desaparecieran. Tambié n se condenó en ausencia al obispo Juliano Valente, difamá ndole como traidor, sacerdote de í dolos godos, y se exigió el destierro del abominable sacrilego. Pero Ambrosio, que en la turbulenta sesió n, cuyas actas rompe de pronto sin motivo apa­rente, habí a desdeñ ado «el sentimiento simple de la veracidad y del decoro», sugirió entonces al emperador una «imagen totalmente trastoca­da» (Von Campenhausen), pidié ndole de inmediato por escrito que ratifi­cara las conclusiones. 59

En un sí nodo de un solo dí a, el santo habí a hecho interrogar, juzgar y


destituir a los dos obispos. Sin embargo, se podí a haber alertado a los de Iliria. Tres añ os antes, un sí nodo romano con Dá maso, y que contó con el considerable apoyo de Ambrosio, habí a ordenado «que todo aquel que hubiera sido condenado por una sentencia del obispo romano y que qui­siera conservar ilegalmente su iglesia [... ], serí a llevado por el prefecto de Italia o el vicario imperial de Roma o se constituirí an los jueces nom­brados por el obispo romano». Expressis verbis se insistió en la «coac­ció n estatal» y se pidió al monarca que desterrara de sus dió cesis a los obispos destituidos, aunque indisciplinados, lo que se hizo casi con regu­laridad, como ahora tambié n con los ilirios acusados de herejí a. Un ú lti­mo intento de Paladio y Secundiano, junto con el obispo godo Urfilas, de emprender un viaje peticionario a Constantinopla fracasó a pesar de su acogida relativamente amigable por parte del emperador. Con ello habí a desaparecido el arrianismo en la Roma de Occidente. 60

Hubo má s ejemplos significativos, sobre todo la disputa con la empe­ratriz madre Justina, que defendí a el arrianismo en la forma moderada de los semiarrianos.

Tras la muerte del hijastro de Justina, Graciano, la tutela de hecho sobre su propio hijo Valentiniano II hizo que aumentara su influencia. Sin embargo, cuando en la Pascua de 385 pidió para ella y para su obispo Mercurino Auxentio, discí pulo del godo Urfilas, la pequeñ a ba­sí lica Portiana extramurana (San Vittore al Corpo), situada por fuera de las murallas de la ciudad, Ambrosio se negó inmediatamente con brusquedad. Con ello disponí a, al menos en Milá n, de má s de nueve iglesias. Cuando poco antes el emperador Graciano habí a dado allí a los arrí anos una iglesia de los cató licos, no protestó en lo má s mí nimo; en cambio, ahora se preguntaba có mo é l, un sacerdote de Dios, iba a ceder su templo a los lobos «herejes». Sin miramientos insultó al obis­po Mercurino, llamá ndole lobo con piel de oveja (Vestitum ovis habet [... ] intus lupus est}, que, sediento de sangre y desmedido, buscaba a quié n podrí a devorar. En realidad el desmedido era Ambrosio, pues só lo dejaba a los arrí anos una iglesia y para é l todas las restantes. En realidad era é l quien devoraba. Y puesto que se produjo un tumulto, con hordas amotinadas que, sobrepasando la guardia, penetraron en el palacio del Consejo de Estado, todos dispuestos, como dice Ambrosio, «a dejarse matar por la fe de Cristo», el joven emperador cedió aterro­rizado. 61

Sin embargo, cuando Justina se apoderó sin má s de la basí lica de la puerta y, como sí mbolo de confiscació n, hizo desplegar el pendó n impe­rial, las bandas de Ambrosio volvieron a soliviantarse, dieron una paliza a un sacerdote arriano y ocuparon la casa. El Gobierno ordenó innume­rables detenciones e impuso a los comerciantes la gigantesca multa de 200 libras de oro; no obstante, é stos alardearon de querer pagar el doble


 

«si eso salvaba su fe» (Ambrosio). Pero el santo, al que se consideraba en todas partes como promotor de la revuelta, afirmó solemnemente no haber incitado al pueblo. No era cuestió n suya, sino de Dios, volver a calmarlo. En realidad, habí a agravado la agitació n «hasta el má ximo» (Diesner). Y con la má xima tenacidad se negaba tambié n a apaciguar a la multitud. El clé rigo contrario le llamó «idó latra» y la Iglesia amana «puta». Cí nicamente confesó tener tambié n su tiraní a, «la tiraní a del sacerdote es su debilidad». Al mismo tiempo, predicaba contra las malas mujeres, remitiendo siempre con claras indirectas a Eva, Jezabel o He-rodí as. Cuando tení a que hacerlo, dice Agustí n, «lo hací a con la furia de una mujer, pero de una reina». Cuando el Gobierno hizo que las tropas cercaran otra iglesia, el obispo amenazó con excomulgar a cualquier soldado que obedeciera esa orden, tras lo cual una parte cambió de fren­te, «para rezar y no para luchar» (Ambrosio). Tambié n Justina capituló. Incluso el emperador, apremiado por los oficiales a una reconciliació n, se resignó furioso: «Me entregarí ais a é l atado si Ambrosio os lo orde­nara». 62

Cuando Valentiniano, de tendencia arriana como su madre, autorizó el 23 de enero de 386 mediante un edicto de tolerancia los servicios reli­giosos no ortodoxos y amenazó con fuertes penas cualquier perturbació n, la emperatriz repitió en Pascua su intento, aunque esta vez con una basí ­lica de la ciudad. Pero de nuevo Ambrosio se lo devolvió con creces. Pri­mero se aseguró del apoyo de sus colegas vecinos y despué s hizo ocupar dí a y noche las iglesias amenazadas con una especie de «adoració n per­petua», hizo que se predicara «en esta santa cautividad» (Agustí n), que se cantaran himnos, y distribuyó piezas de oro entre los furiosos cató li­cos que estaban dispuestos «a morir con su obispo» (Agustí n), «antes morir que abandonar a su obispo» (Sozomenos); lo mismo que el propio Ambrosio, que declaró imperté rrito estar dispuesto al martirio, «soporta­rí an todo por Cristo». 63

De este modo no só lo fracasó una nueva intervenció n de las tropas, sino que se evitó tambié n la confrontació n de Ambrosio y Mercurino ante un tribunal de arbitraje, como pretendí a el emperador. En una carta dirigida a Valentiniano, Ambrosio afirmó que «los obispos só lo pueden ser juzgados por obispos», puesto que el emperador estaba «en la Iglesia, no sobre la Iglesia» (imperator enim intra ecciesiam non supra eccie-siam est), por lo que no podí a juzgar sobre los obispos, si bien é stos, como tales, sí podí an juzgarle a é l. Esto no se lo habí a permitido todaví a ningú n jerarca frente al soberano. (Aunque a mediados del siglo ix unas desacreditadas falsificaciones cristianas, los pseudodecretos de Isidoro, ya pedí an «que todos los prí ncipes de la tierra y todos los hombres obe­decieran a los obispos». Y por ú ltimo, acabaron exigié ndolo tambié n los papas [,.. ])64


Por supuesto, ya en el siglo iv los prelados pretendí an un privü egium fori, y tení an desde hací a mucho tiempo motivos para sustraerse a la ac" ció n de los tribunales de justicia del Estado; sin embargo, só lo lo consi­guieron con una constitució n de Constantino II, el amano. El propio Arn-brosio se apoyaba en un precepto del añ o 367, segú n el cual «los sacer­dotes juzgarí an a los sacerdotes» no só lo sobre cuestiones de fe sino tambié n «en otros asuntos si un obispo era perseguido ante los tribunales y se investigaba una causa morum». Sin embargo, ese precepto no se ha conservado en ningú n sitio. ¿ Existió? 65

No hay duda de que Ambrosio poseí a un excelente olfato divino para todo lo que necesitaba. Buena prueba de ello es el descubrimiento de dos má rtires, justamente en el momento preciso: en el punto culminante del conflicto entre la Iglesia y el Estado en Milá n, en el verano de 386, «para domar la furia de esa mujer», como afirma acertadamente Agustí n, el tes­tigo. Los investigadores hablan de los «má rtires ambrosianos» (Ewig) y del propio Ambrosio como «iniciador y promotor del culto a los má rtires en Occidente», añ adiendo tambié n, con acierto, «de manera muy espe­cial» (Dassmann). 66

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