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Robos, arrasamientos y asesinatos




La actividad de Shenute no se agotaba, desde luego, en los azotes, por
intensiva y extensiva que fuese en ese campo. Su terror está, má s bien,
estrechamente vinculado al ocaso del paganismo en Egipto, ocaso que
aquí -donde ya Clemente de Alejandrí a reputaba a los hombres como
«peor que monos», a causa de su idolatrí a- fue, desde finales del siglo iv,
má s violento que en otras partes. 105

Las incursiones exterminadoras se efectuaron, no obstante, casi siem-
pre bajo la direcció n de obispos y abades que no veí an otra cosa, incluso


en los templos má s esplé ndidos, que focos de infecció n, baluartes de Sa-
tá n. Y como arrasadores de la peor especie obraban aquellos «puercos de
sayal negro», como decí an los griegos, que tení an aspecto de hombres,
pero viví an como cerdos. Ascetas con instintos reprimidos, tendí an a la
agresividad, a la destrucció n. Parecí an expresamente creados para la ac-
ció n arrasadora, tanto má s cuanto que sus filas estaban repletas de excé n-
tricos de existencias tragicó micas. Ya el origen social de algunos de los
má s famosos de entre ellos resulta casi tí pico. Shenute fue pastor; Maca-
rio, contrabandista; Moisé s, salteador de caminos; Antonio, escolar fra-
casado. Sus discí pulos y correligionarios habí an elegido la «contracultu-
ra» y el hecho de que «se oponí an al diablo como auté nticos " boxeadores
profesionales" » (Brown)106 era uno de los factores que má s contribuyó a
su prestigio en el mundo cristiano.

Recorrí an el paí s en hordas exaltadas, gustosamente recubiertos de pie-
les de animales, asolando y quemando los templos, arrasando hasta las
obras de arte má s grandiosas, bastando para ello que pareciesen represen-
tar a dioses. Toda vez que los funcionarios estatales se mostraban má s ti-
bios en la persecució n del paganismo, los monjes se hicieron cargo de
ella. Allá donde ardí a un santuario antiguo, donde era reducida a cenizas
una iglesia de «herejes» o una sinagoga, o donde habí a dinero al que
echar mano allí estaban ellos casi indefectiblemente. Legiones de codi-
ciosos de botí n saqueaban a fondo las aldeas sospechosas de «falta de
fe». «Los monjes cometen muchos delitos», se atrevió el mismo empera-
dor Theodosio I a opinar ante el obispo Ambrosio, y el 2 de septiembre
del añ o 390 decretó su expulsió n de las ciudades (medida que revocó, en
todo caso, ya el 17 de abril de 392). Quizá se habí a acordado del texto de
Libanio -del pagano altamente estimado, esclarecido (de quien posee-
mos muchos discursos y má s de mil quinientas cartas que hacen de é l una
de las personas mejor documentadas de la Antigü edad)-, de un pasaje so-
bre los monjes, tan fervientemente admirados por los cristianos, monjes
que, sin embargo, «devoran má s que los elefantes y vací an muchas crá te-
ras», que ocultaban há bilmente su modo de vida real «bajo una fingida
palidez». De ahí que, se queja Libanio, en su escrito Pro templis al sobe-
rano, se precipiten como torrentes salvajes y arrasen el paí s destruyendo
todos los templos. «Aunque tu ley siga vigente, oh emperador, irrumpen
en los templos cargados con leñ os o armados de piedras y espadas. Des-
pué s hunden los techos, derriban los muros, despedazan las imá genes de
los dioses, destrozan los altares. Los sacerdotes no tienen otra elecció n
que callar o morir. Una vez destruido el primer templo acuden presurosos

al segundo y al tercero y amontonan má s y má s trofeos para escarnio
de la ley. »107

La demolició n de los templos requerí a autorizació n estatal. Las accio-
nes destructivas fueron ordenadas por ley, en 399, por lo que respecta a


Siria. En Occidente, en cambio, donde la aristocracia romana seguí a de-
fendiendo la vieja religió n, ese mismo añ o obtení an protecció n legal, si
bien un decreto de Estilicen confiscó en 407 todos los santuarios paganos
en el territorio perteneciente a la capital. En Oriente fue Teodosio II
quien dispuso, en 435, la clausura definitiva de los templos, el exorcizar-
los y el destruirlos. Pero ello debí a efectuarse sin grandes alborotos (sine
turba ac tumulto).
Y como quiera que las autoridades, los funcionarios y
los soldados toleraban a menudo el paganismo má s allá de lo que permi-
tí an los decretos promulgados bajo la presió n clerical, el clero y el pueblo
procedieron tambié n a destrucciones no autorizadas -«noches de crista-
les rotos» a la antigua- o, como expresa eufemí sticamente el té rmino té c-
nico, procedieron a «cristianizar»: «A menudo» -pretende hacemos creer
el jesuí ta Grisar- o, incluso, «sobre todo, a causa de los tumultos provo-
cados por los paganos». Especialmente en las provincias orientales, don-
de predominaba el cristianismo y la resistencia de los paganos era, en
el doble sentido del té rmino, puramente «acadé mica» (Jones), el nú mero
de templos demolidos se fue acrecentando ya en la segunda mitad del si-
glo iv, dá ndose frecuentemente el hecho de que las masas fanatizadas
caí an cruentamente sobre los partidarios de la vieja fe. Se sabe que se de-
fendí an en ocasiones, pero no mucho má s. 108

El terror vení a, sin embargo, precedido de una larga preparació n lite-
raria. Tambié n por parte de Shenute.

Siguiendo bien acreditados mé todos, insultaba y vilipendiaba profu-
samente en sus libelos a los «í dolos» y a los «idó latras»: a los adoradores
de la madera, de la piedra, «de pá jaros, cocodrilos, animales salvajes y
ganado». Se mofaba de las velas flameantes, de la unificació n con in-
cienso: cosas que florecen incluso en el catolicismo actual, aunque no su-
ceda ya en favor de los «dioses», sino ¡ menuda diferencia! en favor de
«Dios» (y de sus «santos»). Shenute se serví a al respecto de una tá ctica
que tambié n sigue siendo usual entre todos los cí rculos eclesiá sticos y de
modo especial entre los cató licos: delante de la plebe lanzaba imprope-
rios y denuestos de lo má s grosero y primitivo, reforzando así el odio
faná tico. Ante cí rculos má s cultivados adoptaba un tono serio y se esfor-
zaba, por difí cil que ello le resultara, en ganarse má s bien al adversario
mediante la caballerosidad. «Y como Shenute apenas abrigaba otros sen-
timientos frente a los paganos y su culto divino que no fuesen los de la
mofa y el escarnio, exultaba, en consecuencia, ante la guerra de persecu-
ció n, muchas veces sangrienta, que el populacho cristiano libraba cabal-
mente en su é poca contra los ú ltimos sacerdotes del helenismo. Alaba a
los " justos reyes y generales" que destruyen los templos y derriban las
imá genes de los dioses. Se alegra de que arrastren lejos las estatuas. Se
divierte con las canciones cristianas que se mofan de los paganos y de sus
templos. » (Leipoldt)109


Por entonces, y tambié n má s tarde, el «gran abad» se dedicó a asolar
el paí s. Shenute, un enemigo de la ciencia, era el peor aborrecedor de los
helenos, un celó te cató lico que alaba a voz en cuello a todos los podero-
sos que aniquilan los templos y las estatuas de los dioses (y esto ú ltimo
es algo que está a la «orden del dí a» desde el asesinato de Juliano: Fun-
ke). Al frente de bandas de ascetas casi militarmente entrenados, debida-
mente excitados por é l y suficientemente hambrientos -la carne, el pes-
cado, los huevos, el queso y el vino estaban prohibidos y prá cticamente
só lo se permití a el pan y una ú nica comida al dí a- irrumpí a en los tem-
plos, los saqueaba y demolí a, arrojando al Nilo las imá genes de los dio-
ses. Todo cuanto poseí a algú n valor y podí a dar dinero, se lo llevaba a su
monasterio. Incluso el añ o anterior a su muerte, acaecida, presumible-
mente, cuando contaba ya 118 añ os, asoló de ese modo un templo en
la Tebaida. De ahí que el teó logo Leipoldt no pueda por menos de repu-
tar como «mé rito» incuestionable de Shenute el hecho de que «a partir del
añ o 450 los dioses no fuesen ya venerados en el Alto Egipto». 110

No pocas veces, el santo demolió con su propia mano los templos de
su paí s. «El ejemplo de su arzobispo Cirilo le animaba así a obtener gran-
des é xitos de esa manera rá pida y có moda», escribe Leipoldt, quien tam-
bié n nos describe có mo Shenute incendió el santuario pagano en la cer-
cana Atripe o el templo de la aldea de Pneuit (hoy Pleuit). «Los paganos
que presenciaban su acció n no se atrevieron a oponer resistencia. Unos
huyeron de allí como " zorras ahuyentadas por el leó n". Los otros se limi-
taron a implorar: " ¡ Respetad nuestros lugares santos! ", es decir: ¡ Mos-
trad piedad por nuestro sagrado templo! Fueron muy pocos los que tuvie-
ron el valor de amenazar a Shenute: si la pretensió n de é ste era fundada,
podí a tramitarla e imponerla a travé s del tribunal. De hecho, en el ú ltimo
momento se alzaron voces, incluso entre los seguidores de Shenute, que,
temiendo seguramente las malas consecuencias, aconsejaban la paz. Pero
Shenute creí a que debí a desoí rlas. Confiaba en el favor de su arzobispo y
del gobierno cristiano e intentaba consumar su propó sito fuese como fue-
se. Sustrajo del templo todos los objetos transportables, los candelabros
sagrados, los libros de magia, las ofrendas, los recipientes para el pan,
los objetos de culto, los exvotos y hasta las mismas imá genes sagradas
de los dioses y regresó así a su monasterio cargado de rico botí n: má s
tarde se le reprochó a Shenute, posiblemente con razó n, haberse apropiado
de los ricos tesoros del templo para proporcionar a sus monjes, en aque-
llos tiempos de penuria econó mica, un ingreso supletorio. Las nefastas
consecuencias de esta acció n no tardaron, naturalmente, en dejarse sentir.
Cuando llegó a Antinou un hegemó n pagano, Shenute fue acusado ante
é l por los sacerdotes del templo saqueado. Pero si pensaron que el fun-
cionario pagano podí a darles la razó n, se equivocaron. Olvidaban có mo
los odiaba el pueblo y có mo veneraba é ste a Shenute. En una palabra, el dí a


del juicio Shenute no compareció só lo en Antinou. Los cristianos, hom*-
bres y mujeres, acudieron allí venidos de todas las aldeas y fincas de los
alrededores en tropeles tan numerosos que casi desbordaban los caminos.
Su nú mero se acrecentaba de hora en hora. Pronto se hicieron dueñ os de
Antinou, cuya població n era aú n pagana en buena parte. Y cuando la se-
sió n debí a comenzar la muchedumbre allí reunida exclamó como un solo
hombre: " ¡ Jesú s!, ¡ Jesú s! ". La furia popular sofocaba la voz del juez: el
proceso se frustró. Shenute, en cambio, fue conducido en medio de un
griterí o triunfal a la denominada Iglesia del Agua, en donde pronunció
un sermó n contra los paganos. »1'1

Al expolio, derribo, amotinamiento y extorsió n, dirigida, sobre todo,
contra los acaudalados propietarios rurales griegos, la clase econó mica
dominante, vino a sumarse el asesinato. 112

A raí z del arrasamiento a fuego del gran templo de Paná polis, fue ani-
quilado el adinerado dirigente de los paganos. Y como quiera que el abad
penetró tambié n en las casas de otros notables para destruir toda clase de
dioses y objetos diabó licos, y «limpiar» la comarca, tambié n allí se pro-
dujeron derramamientos de sangre. Y respecto al arrasamiento nocturno,
por parte de Shenute, de la casa de Gesio, recié n partido de viaje, en
Akhmí n, cuyos «í dolos» fueron arrojados al rí o debidamente despedaza-
dos, y la queja del expoliado ante el gobernador, la Vida de Shenute nos
informa así: «Desde que Jesú s le privó de sus riquezas, nadie ha vuelto a
oí r nada de é l»; fó rmula acuñ ada eufemí sticamente, a todas luces, para
referirse a las criminales hazañ as del santo. Tambié n cuando -como é l
mismo reconoce- destrozó a golpes una estatua de Akhmí n visitada por
muchos devotos, saqueando e incendiando la ciudad, y masacrando a sus
habitantes, é stos, confiesa Shenute, corrieron la misma suerte que Gesio:

«No se supo nunca má s de ellos y despué s de la masacre sus despojos
fueron dispersados por el viento [... ]». «Un cará cter duro, rudo, impetuo-
so, pero tambié n fascinante y arrebatador» para el que «só lo contaba lo
prá ctico: obedecer a Dios y cumplir con su tarea. » (Lé xico de la Teologí a
y de la Iglesia. )113

En otra obra standard cató lica, la Patrologí a de Altaner, Shenute figu-
ra (con imprimatur del añ o 1978) como el «ené rgico organizador del mo-
nacato egipcio», como «el má s notable de los escritores del cristianis-
mo nacional copto de Egipto». Tambié n E. Stein ensalza al abad como al
hombre má s descollante de su pueblo en el plano espiritual, como «hé roe
de la literatura copta», añ adiendo, sin embargo, que «su bajo nivel inte-
lectual y su rudeza, que no se detení a ni ante el asesinato ni el homicidio
perpetrados por su propia mano, nos sirven de í ndice con el que evaluar
la miseria espiritual de su nació n». 114


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