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Las escuelas teológicas de Antioquía y Alejandría




Las escuelas teoló gicas de Antioquí a y Alejandrí a

A lo largo del siglo iv, la lucha en tomo a la complicada esencia de
Dios, al problema de la naturaleza del «Padre», del «Hijo» y a la relació n
entre ambas, se habí a dirimido -contra el arrianismo y con el favor de
todo el poder del Estado- en favor de la plena divinidad del «Hijo» y
de su identidad esencial con el «Padre», punto de vista que se impuso fi-
nalmente el 28 de febrero del añ o 380 por orden tajante del emperador
(vé ase vol. 2): «El unigé nito brotó de manera inefable desde la esencia
del Padre, de modo que la plena naturaleza de su Progenitor nos brinda
en é l su aroma [... ]», formula Cirilo poé ticamente. Y Ambrosio comen-
ta sagazmente el pasaje bí blico: «¡ Haya en el firmamento de los cielos
lumbreras que iluminen la Tierra! » (I Gen. 1, 14). «¿ Quié n pronuncia es-
tas palabras? Dios las pronuncia. ¿ Y para quié n otro las pronuncia sino
para el Hijo? » ¡ Una prueba má s en favor del dogma de la Iglesia! 36

Pero en el siglo v -y aunque ello sea una locura, responde a todo un
mé todo- el espectá culo «cristoló gico» -embobador de tantas é pocas y
tantas generaciones, dirimido con casi todo tipo de intrigas y violencias-
versaba sobre esta cuestió n, sobre este gran misterio: ¿ qué relació n man-
tienen entre sí la naturaleza «divina» y «humana» de Cristo? Incluso si
semejante engendro del magí n clerical hubiese existido: ¿ có mo aprehen-
der con la razó n o con cualquier otra facultad de la psique humana un
misterio tan literalmente insondable? Es natural que los expertos se en-
volviesen nuevamente en insolubles controversias. Y una vez má s toda la
població n del Imperio Romano de Oriente participó acaloradamente en
ellas.

Segú n la escuela teoló gica antioquena, la má s fiel, sin duda, al texto
bí blico que partí a del Jesú s «histó rico» de los evangelios, es decir, del


hombre y de la existencia independiente de una naturaleza humana antes
de su unió n con el Hijo de Dios, en Cristo habí a dos naturalezas separadas
y coexistentes. Segú n la doctrina alejandrina, que partí a del Logos, del
Hijo de Dios que asumió la naturaleza humana, las naturalezas divina y
humana se uní an í ntegramente en é l. Esa «unió n hipostá tica», esa «com-
municatio idiomatum»
recibí a en la Iglesia primitiva la denominació n, má s
o menos exacta (¡ prescindamos del hecho de que allí no habí a, natural-
mente, nada exacto ni podí a haberlo en modo alguno! ), de mixtio, commix-
tio, concursas, unió, connexio, copulatio, coitio,
etc. Para los antioque-
nos, los «realistas», la unió n entre ambas naturalezas era meramente
psicoló gica. Para los alejandrinos, los «idealistas», los «mí sticos», era
metafí sico-ontoló gica. Tambié n el Doctor de la Iglesia Juan Crisó stomo
defendí a la tendencia antioquena en su versió n má s moderada. Paladí n de
la alejandrina era el Doctor de la Iglesia Cirilo, su auté ntico inspirador.
Atisbos de esta ú ltima aparecen ya en Atanasio, por ejemplo, en su sen-
tencia: «No es que el hombre se hiciese má s tarde Dios, sino que Dios se
hizo hombre para divinizamos». En vez del cisma amano, pues, ahora
habí a que contar con el monofisita, que sacudirí a por má s tiempo y con
mayor intensidad que lo habí a hecho aqué l al Estado y a la sociedad, cau*
sando má s dañ os que la invasió n de los «bá rbaros», aquel reasentamiento
de pueblos enteros. 37

Comienza la lucha por la «Madre de Dios»

Nestorio provení a de Antioquí a y era un representante de la escuela
antioquena. Una vez en Constantinopla, donde se discutí a acaloradamen»
te acerca de la Madre de Dios, querí a imponer ené rgicamente y por todos
los medios «lo correcto», ciñ é ndose estrictamente a la opinió n antioque-
na. Husmeando el tufo del apolinarismo y del fotinianismo, usaba giros
que (tal vez sin querer), evidenciaban cierto dualismo en la persona de
Cristo. Para el alejandrino Cirilo que, sin mencionar expresamente a Nes-
torio, se manifestó inequí vocamente contra é l a finales del añ o 428, aque-
llo equivalí a a una doctrina cristoló gica «heré tica». Cirilo, sin embargo,
para quien lo que en el fondo estaba en juego no era en absoluto la con-
trovertida cuestió n cristoló gica que é l puso en el primer plano, aumentó
y agravó la distancia dogmá tica que lo separaba de Nestorio mucho má s
allá de sus dimensiones reales. Es má s, contradiciendo lo que su pro-
pia conciencia sabí a, le imputó dolosamente a é ste la doctrina de que
Cristo constaba de dos personas diferentes, a lo que, como dice J. Haller,
«ni Nestorio ni ninguno de sus partidarios afirmaron jamá s. Cirilo se de-
lataba con ello a sí mismo mostrando que no era el celo en pro o en con-
 tra de una opinió n doctrinal lo que le impulsaba a la lucha, sino que


-como ocurrió en casos parecidos anteriores o posteriores a é ste- la con-
troversia doctrinal habí a de servir de pretexto o de arma para librar una
batalla por el poder en el seno de la Iglesia y aniquilar a un temido com-
petidor». 38

Y es el dominico francé s P. Th. Camelot, nada menos, patró logo, his-
toriador del dogma y asesor del II Concilio Vaticano, quien parece dar la
razó n a Haller, pues este cató lico concede (con el imprimatur eclesiá sti-
co): «Pues el obispo de Alejandrí a tení a que ver forzosamente có mo su
prestigio se eclipsaba progresivamente ante el de la " Nueva Roma", a la
que el Concilio de Constantinopla habí a otorgado una primací a honorí fi-
ca el añ o 381. Y es por ello tanto má s comprensible (¡ ) que Alejandrí a
realizase ahora el intento de intervenir en los asuntos eclesiá sticos de la ca-
pital. Ya habí a ocurrido así con Pedro de Alejandrí a, que apoyó al usur-
pador Má ximo contra Gregorio de Nacianzo y basta tambié n recordar al
respecto el papel jugado por Teó filo en la deposició n de Crisó stomo («Sí -
nodo de la Encina», 403). 39

Con todo, despué s de hacer constataciones tan incriminatorias para
Cirilo como la de que el papel del santo «no fue nada honroso» frente a
la tragedia de Nestorio y que es forzoso «reconocer que algunos rasgos del
cará cter de Cirilo parecen dar, en cierta medida, la razó n a Nestorio y a
sus partidarios contemporá neos y modernos»; que es asimismo «innega-
ble que en má s de una ocasió n le faltó aquella " mesura" que le predicaba
su adversario»; que su «intervenció n arbitraria en los asuntos de Cons-
tantinopla [... ] nos resultan sorprendentes y algunas de sus intrigas escan-
dalosas», despué s de todas estas concesiones, má s bien incriminaciones,
Camelot -en contradicció n con su reconocimiento, en la pá gina antece-
dente, de una motivació n vinculada a la polí tica de poder, a saber, la
«creciente» pé rdida de prestigio de Cirilo en beneficio de su rival- parece
«estar seguro de una cosa: fuesen cuales fuesen los rasgos de cará cter de
Cirilo, los ú nicos [! ] sentimientos que le impulsaban eran la preocupa-
ció n por la verdad y el celo por la fe. Nada [! ] hay en los textos que justi-
fique en verdad el reproche de un talante autoritario. No hay ningú n pa-
saje que muestre la intenció n de procurarle a Alejandrí a la posició n hege-
mó nica sobre Constantinopla, de aplastar y aniquilar a su adversario. Es
verdad [... ]», prosigue de inmediato el dominico, «de cierto que fue duro
contra Nestorio», pero, afirma triunfalmente, en las negociaciones del
añ o 433, Cirilo supo «mostrarse mesurado y renunciar, en aras de la paz,
a formulaciones con las que se habí a encariñ ado, pero que eran impugna-
bles». 40

En realidad, esa mesura, esa condescendencia, que tan sorprendente
parecí a, constituí a cabalmente una demostració n, particularmente mani-
fiesta, incluso, de cuá l era el motivo real de Cirilo: la polí tica por el po-
der. Pues el añ o 433, apenas liquidado Nestorio, el vencedor se avino a


toda prisa en la absurda farsa cristoló gica. Ya no tení a nada que temer de
Nestorio y aquellas fintas engañ osas en las cuestiones dogmá ticas no fue-
ron nunca las que le motivaron en primera lí nea. La unió n de las dos na-
turalezas en Cristo no afectaba en su fuero interno, si es que le afectaba lo
má s mí nimo, a un hombre de su talante. Era, antes que nada, un medio
con vistas a un fin. En sí misma era, segú n expresó en diversas ocasio-
nes, algo «inefable e indescriptible»: lo que no impidió que otros de su
misma hechura hablaran incesantemente de ello a lo largo de los siglos.
Aunque ello no resulte hoy tan fá cil.

Pues la forma en que un teó logo cató lico se ve entretanto forzado a
dislocar su cabeza, centrando, por una parte, su vista en la investigació n
y mirando, por la otra, continuamente y de reojo por la seguridad de su
profesorado y hacia sus superiores, a los que en definitiva ha de dar la ra-
zó n, es algo que Camelot expresa con todo impudor en la tercera pá gina
de la introducció n a su obra É feso y Calcedonia. Pues, segú n é l mani-
fiesta, el historiador no puede «pasar ciertamente por alto las pasiones e inte-
reses que guí an a los hombres ni tampoco, en modo alguno, los a menudo
má s que lamentables percances» (percance como la aniquilació n de los
paganos, por ejemplo, percance como la quema de brujas, como el exter-
minio de los indios, como el embobamiento y la explotació n del pueblo;

percances como la Noche de San Bartolomé, como la guerra de los Trein-
ta Añ os; percances como la primera y segunda guerras mundiales, como
el fascismo, como Auschwitz, Vietnam, etc., etc.: la historia se compone
de percances). «Pero é l -el historiador- no debe contemplar con rí gida
mirada, como hipnotizado, estas miserias de la historia, sino que debe
mirar las cosas desde una atalaya superior, si no quiere obtener una pers-
pectiva demasiado estrecha y fragmentaria, por no decir mal predispues-
ta, del curso de los acontecimientos». 41

A saber: imparcial es ú nicamente quien enmarca el curso de los even-
tos con la «parcialidad» de esta Iglesia, desde «esa perspectiva suya má s
eminente», desde una perspectiva y una distancia ofuscadoras, falseado-
ras o que, lo que es peor, ponen incluso todo cabeza abajo; es decir: quien
mira sub specie aeternitatis. A este efecto es gustosamente capaz de con-
vertir lo negro en blanco y lo blanco en negro -¡ vé ase la regla 13 de la
Compañ í a de Jesú s! -, de modo que no será n ya aquellas miserias lo deci-
sivo en la historia sino ¡ los aspectos captados desde la eminente atalaya!
Ahora una y otra vez se suscita la cuestió n de qué es lo que infunde a esta
gente «valor» para esas enormidades. Y una y otra vez, puesto que no se
trata de ignorantes, se da la siguiente respuesta: una repulsiva mezcolan-
za de carencia de honestidad intelectual y de un desbordante oportunis-
mo religioso, summa summarum, una espantosa deficiencia de pudor.
«Tambié n las grandes figuras de Cirilo y Leó n deben ser contempladas
bajo una luz adecuada [... ]. »42


¡ Deben! Por cierto que sí..., y la «luz adecuada» es la má s tenebrosa
de la Tierra.

Así pues, ajuicio de Cirilo, Nestorio sustentaba una cristologí a «he-
ré tica», en cuanto que, presuntamente, negaba la «Unió n Hipostá tica» y
enseñ aba la existencia de dos hipó stasis en el «Señ or» (en unió n mera-
mente extema, psicoló gica o moral), y no de una hipó stasis o Physis, como
pensaba Cirilo («Mí a physis tou theou logou sesarkomene»): «Una sola
naturaleza del logos divino hecho carne». Y es curioso a este respecto,
que Cirilo toma la expresió n mí a physis, que é l cree proveniente de Ata-
nasio, del obispo Apolinar de Laodicea, amigo, ciertamente, de Atanasio,
el encarnizado enemigo de los arrí anos, cuya refutació n condujo o sedujo
a Apolinar a refutar asimismo la plena naturaleza humana de Cristo y a
reconocerle una ú nica naturaleza, con lo que tambié n este amigo de Ata-
nasio cayó en herejí a. «Este hombre -escribe A. Hamman con imprima-
tur
eclesiá stico sobre Cirilo- tení a en sí la ortodoxia inhumana del inqui-
sidor»; y poco despué s añ ade de un modo casi grotesco: «Y no obstante
se dejó extraviar por las erró neas formulaciones de Apolinar, creyendo
que provení an de Atanasio; pretendiendo, sin el menor tacto, imponé rse-
las a Nestorio. Un adversario tan innoble como é l que hubiese interpreta-
do literalmente sus doce anatematizaciones hubiera podido, sin má s, de-
pararles el mismo destino que el que Cirilo deparó a las expresiones de
Nestorio». No tardaron, efectivamente, los monofisitas en remitirse a la
autoridad de Cirilo. Y por lo que respecta a Nestorio, el teó logo e histo-
riador de la Iglesia Ehrhard, un cató lico, certifica nada menos que su
doctrina, «de modo muy similar» a la de Arrio, era apropiada «para satis-
facer el pensamiento " racional". Con ello perseguí a asimismo el objetivo
de despejar del modo má s plausible las objeciones de judí os y paganos
contra la divinidad de Cristo».

Consecuentemente, Nestorio tampoco querí a hacer de la Virgen Ma-
rí a una diosa o una deidad. No querí a en modo alguno que se la denomi-
nase «paridora de hombre» pero tampoco, en sentido directo, «Madre de
Dios», «paridora de Dios» (Theotokos). Designació n é sta que tampoco
aparece ni una sola vez en la amplí sima obra (la má s extensa entre los an-
tiguos escritores eclesiá sticos orientales) del Doctor de la Iglesia Juan
Crisó stomo, que tambié n provení a de la escuela antioquena, algo que no
puede ser pura casualidad. Nestorio, una de cuyas primeras medidas con-
sistió en la inclusió n del nombre de su derrocado predecesor en los rezos
eclesiá sticos, fustigaba sin tapujos la idea de una deidad envuelta en pañ a-
les, como si fuese una fá bula pagana, ¡ y es que lo era en realidad! Vení a
predicando contra el theotokos, si bien para nada se oponí a a ese concep-
to «bien entendido»: hasta é l mismo lo usaba ocasionalmente. Preferí a, no
obstante, el tí tulo de «Mater Christi», «paridora de Cristo» (Christoto-
kos).
Temí a que la expresió n «paridora de Dios» (en latí n Deí pard) origi-


nase un malentendido. Pues, ¿ no se convierte con ello Marí a en una diosa
a los ojos de muchos? Y ¿ có mo podrí a Dios -pregunta Nestorio, que ad-
vierte en ello, segú n escribe al obispo de Roma Celestino I (422-432), «una
corrupció n nada leve de la verdadera fe»- tener una madre? Nadie puede
dar a luz a alguien má s viejo que é l mismo. Pero Dios es má s viejo que
Marí a.

Pero eso, ciertamente, confundió a su comunidad y particularmente a
aquellos que «en su ceguera, que los incapacita para la recta visió n de la
reencamació n divina, ni comprenden lo que dicen, ni saben cuá l es el ob-
jeto de su celo». No hace mucho -dice- que ha llegado nuevamente a sus
oí dos «có mo muchos de entre nosotros se asedian mutuamente con pre-
guntas». Pero si Dios tiene una madre, concluye Nestorio, «entonces el
pagano no merece realmente reproche alguno cuando habla de las ma-
dres de los dioses. Y Pablo serí a un embustero cuando determina que la
divinidad de Cristo «carece de padre y de madre» y de genealogí a. Que-
rido amigo, Marí a no ha alumbrado a la divinidad [... 1, el ente creado no
es madre del increado [... ]. La criatura no ha alumbrado al creador, sino
al hombre, que fue instrumento de la divinidad [... ]». Tanta ló gica, sin
embargo, irritó a la grey, a la «miserable pandilla» como decí a el mismo
patriarca, contra la que desplegó la policí a y a la que hizo azotar y encar-
celar. Pues muchos seglares y monjes habí an comenzado ya a venerar a
Marí a como Madre de Dios y de un modo exaltado por demá s, pese a que
el Nuevo Testamento la menciona escasí simas veces y sin especial
estima, o incluso la ignora, como es el caso de Pablo y de otros escritos.
Y eso aunque el Nuevo Testamento hable inequí vocamente de los herma-
nos de Jesú s como si fuesen hijos de Marí a, como lo sigue haciendo, por
ejemplo. Tertuliano en é poca muy posterior. ¡ Pero la gran masa querí a
ser redimida! ¡ Querí a un Dios pleno!, por consiguiente tambié n su madre
debí a ser «Madre de Dios», tanto má s cuanto que el paganismo conocí a
ya tales madres de dioses: en Egipto, en Babilonia, en Persia o en Grecia,
donde la madre de Alejandro, por ejemplo, era «madre del dios».

Cirilo, sin embargo, que -insistimos- «no era empujado a la lucha con-
tra Nestorio por contraposiciones dogmá ticas» atacó su recomendació n
como nueva «herejí a», pese a que, sin duda, se ajustaba má s a la tradi-
ció n. A este respecto, presentó «con refinada sutileza sus querellas perso-
nales contra aqué l como algo absolutamente nimio frente a la controver-
sia dogmá tica» (Schwartz) y convirtió la palabra clave «Madre de Dios»
en distintivo de la verdadera fe. Con suaves halagos supo ganarse en
Roma el favor de su «Padre santí simo y dilectí simo a los ojos de Dios»,
Celestino I, «pues Dios exige de nosotros que seamos vigilantes en estas
cuestiones» y, ducho en todos los ardides de la polí tica eclesiá stica, avivó
el acoso de Nestorio guardando exteriormente una apariencia de distin-
ció n y sensatez, aunque se consumiese en su interior. Para ello hizo que


sus agentes extendiesen por Constantinopla el rumor de que Nestoria
rehuí a la expresió n «Madre de Dios» porque no creí a en la divinidad de
Cristo. 43

Dos decenios largos antes de Celestino, hubo otro papa que mostró
una conducta extrañ amente discreta respecto a la «Madre de Dios».

En efecto, a finales del siglo iv, el obispo Bonoso de Sá rdica habí a
cuestionado la virginidad permanente de Marí a declarando, de conformi-
dad con el Evangelio, que, aparte de Jesú s, Marí a habí a tenido varios hi-
jos má s. Era é sa una tesis avalada por la Biblia, pero sumamente heré tica
para la Iglesia. Con todo, el Sí nodo de Capua (391) no condenó a Bono-
so, sino que transfirió la decisió n a los obispos limí trofes, quienes, por lo
demá s, tambié n la rehuyeron. Consultaron al obispo de Roma, Siricio,
quien ciertamente defendió la virginidad perdurable de Marí a, pero tam-
poco emitió dictamen alguno. Eso lo dejó en manos de sus «colegas»,
algo tanto má s chocante cuanto que Siricio era precisamente de aque-
llos a quienes gustaba prodigar ó rdenes en todas las direcciones. Es pro-
bable que su circunspecció n refleje el hecho de que en el siglo iv Roma
no conocí a aú n oficialmente ningú n culto mariano. 44

El tí tulo de Deí para falta en todo caso en la literatura del cristianismo
primitivo. Está completamente ausente en el Nuevo Testamento, que ú ni-
camente hable de la madre del Señ or en cuanto é ste es hijo de Dios, pero
no ella Deí para. Tambié n falta este tí tulo mariano en toda la literatura
cristiana de los siglos n y ni, durante los que ella apenas jugó papel algu-
no especial (el predicado de theotokos de Arí stides, Apol. 2, 7, no apare-
ce sino má s tarde, en la traducció n armenia. Y en el caso de Hipó lito, se
trata asimismo de una interpolació n tardí a, es decir, de una falsificació n).
Hay que esperar a los añ os veinte del siglo iv para hallar las primeras
titulaciones de theotokos -segú n Camelot «hací a ya mucho tiempo que
estaban en uso entre los cristianos», ¡ afirmació n que no corrobora con
ningú n testimonio seguro anterior al siglo iv! - documentadas por el obis-
po Alejandro en el sí mbolo de la fe alejandrino. Y tambié n el Sí nodo de
Antioquí a (324/325) que resume el «Tomos de Alejandro» escribe: «El hijo
de Dios, el logos, nació de Marí a Deí para (theotokos)... ». Pero muchos
decenios despué s, ni el mismo Doctor de la Iglesia Juan Crisó stomo -re-
tengá moslo una vez má s- usa jamá s la expresió n Deí para, y resulta por
lo demá s chocante que raras veces habla de Marí a. 45

Todaví a en el siglo v hay otros obispos que rehuyen aquella titula-
ció n. Incluso Sixto III (432-440), que poco despué s de 431 acabó la sun-
tuosa basí lica de Santa Marí a Maggiore sobre el Esquilino, la primera
iglesia de advocació n mariana y por mucho tiempo la ú nica, designaba
simplemente a la madre de Jesú s -pese a É feso- en la dedicatoria allí ins-
crita como «Virgen Marí a». Y alrededor de otros veinte templos maria-
nos se denominaban simplemente «Santa Marí a». La difusió n del culto a


la madre de Dios fue, en té rminos generales, muy lenta, particularmente
en Occidente. 46

El tí tulo de Deí para podrí a, incluso, tener consecuencias muy arries-
gadas. Pues, ¿ acaso la figura de Marí a no adquirí a con ello rasgos muy
similares a las diosas y madres de dioses paganas? Una mujer que alum-
bra a un dios, ¿ no debí a ser ella misma una diosa? No só lo los creyentes
má s sencillos propendí an a esa creencia; tambié n los má s cultos eran
proclives a ella. Realmenta habí a ya sectas marianas y una secta de los
montañ istas llamaba «diosa» a Marí a. Y habí a grupos cristianos que veí an
en Cristo y Marí a dos deidades anexas a Dios. Ya en Nicea -afirma el pa--
triarca alejandrino Eutiquio- participaron patriarcas y obispos que creí an
que «Cristo y su madre eran dos dioses junto a Dios. Eran bá rbaros a
quienes se designó como marianitas». 47

Es curioso que en el transcurso de su litigio, Nestorio y Cirilo se re-
mitieran ambos a la «fides nicaena», al «gran y santo concilio». Por ello
intercambiaron una serie de cartas entre sí, así como con otros, en los
añ os 429-430 (é poca en la que los vá ndalos desembarcan en Á frica y
asedian seguidamente Hipona y los hunos avanzan hacia el Rin). Ya en
su primera misiva, Nestorio fundamenta el rechazo del tí tulo theotokos
en el hecho de que é ste está ausente en el sí mbolo de la fe nicena. Cirilo
se remite precisamente a é ste y reprocha a su «hermano de dignidad en el
Señ or» sus «blasfemias», el «escá ndalo» que ha suscitado ante toda la
Iglesia, la difusió n de una «herejí a insó lita y extrañ a» y le previene de
la «irresistible ira de Dios». Nestorio pasa por alto «las ofensas que has
proferido contra Nos en tu pasmosa carta, pues exigen la paciencia de
un mé dico [... I». Presupone en Cirilo una lectura «puramente superfi-
cial» y desea «liberarlo de todo falso discurso». Todaví a se muestra ple-
no de optimismo o aparenta al menos estarlo: «Pues los asuntos de la
Iglesia toman cada dí a un sesgo má s favorable [... I». 48

Cirilo no puede negar que la denominació n Deí para falta en \o. fides
nicaena,
pero la halla allí de forma implí cita y a la vista de la ubicua di-
fusió n de los escritos de su adversario amenaza con las palabras de Cris-
to: «No creá is que he venido al mundo a traer la paz. No es la paz lo que
vine a traer, sino la espada». Y como Nestorio «ha malentendido y malin-
terpretado» el Concilio de Nicea, Cirilo exige: «Tienes que declarar por
escrito y bajo juramento que das al anatema tus deleznables e impí as doc-
trinas y que deseas pensar y enseñ ar como todos cuantos, en Oriente y en
Occidente, somos obispos, doctores y guí as del pueblo». 49

Cirilo labora por todos los medios posibles contra el patriarca de
Constantinopla, de quien afirma con escarnio que se pretende «má s listo
que nadie» y que opina que «só lo é l ha captado el sentido de la escritura
divinamente inspirada, el misterio de Cristo». Lo tilda de «hinchado de
soberbia y de enemigo venenoso para los demá s a cuenta de su sede». Ci-


rilo fue reuniendo un florilegio de citas de los padres de la Iglesia y tam-
bié n de aquellos textos homilé ticos de su antagonista que le resultaban
convenientes. Todo discurso de é ste era copiado rá pidamente por escrito
y enviado por correo urgente a Alejandrí a. El santo redactó cinco libros
«contra las blasfemias de Nestorio» y tergiversó de tal manera a é ste en
cartas confidenciales que ninguna transigencia podí a ya mediar en el
conflicto. Como tropas de choque, lanzó contra é l a bandas de monjes.
Desplegó un trabajo de agitació n en todas las direcciones. Buscó aliados
y conmilitones en el este y en el oeste y, naturalmente, los de mayor in-
fluencia posible. Inundó la corte con sus epí stolas. Escribió (en tono pru-
dente) al emperador Teodosio, a la emperatriz Eudoqui, a las princesas
Arcadia y Marina, y en tono má s á spero a Pulquerí a, hermana del empe-
rador, cuyas tensas relaciones con Nestorio conocí a evidentemente. Se
dirigió a algunos obispos, a Juvenal de Jerusalé n, al ya casi centenario
Acacio de Berea, y, sin relegarlo al ú ltimo lugar, a Celestino de Roma, a
quien adjuntó todo el florilegio patrí stico juntamente con una exposició n
(commonitorium) de la «herejí a» de su adversario. 50

Cuando Nestorio tomó contacto con Roma -y lo hizo desde una posi-
ció n de igual rango, algo que tení a que crear allí desazó n- deseaba, por
así decir, discutir objetivamente la cuestió n teoló gica y combatir, «unido
en la concordia a su fraternal homó logo, al demonio, al enemigo de la
paz», pues, como escribió al papa, veí a como entre sus propios clé rigos
«se extendí a una epidemia heré tica cuyo hedor recordaba enormemen-
te a Apolinar y a Arrio». Pronto se apercibió, sin embargo -y en ello se
muestra muy atinado-, de que los romanos «eran demasiado ingenuos
para poder penetrar en las sutiles precauciones de las verdades doctrina-
les». Cirilo, por su parte, a quien sus ataques le habí an granjeado la anti-
patí a de sus colegas de Oriente, supo aproximarse a Roma má s há bil-
mente, aunque ello no le resultase nada agradable por principio. «Padre
santí simo y dilectí simo de Dios», así enaltecí a al papa afirmando que
«la costumbre eclesiá stica me obliga a informarte. Hasta ahora he obser-
vado un profundo silencio [... 1. Pero ahora, cuando el mal ha llegado a
su culmen, me creo en el deber de hablar y comunicarte cuanto ha suce-
dido [... I».

Y contra su propia convicció n, Cirilo, que tambié n habí a vertido ya
su virulenta crí tica a Nestorio al latí n (Nestorio omitió hacer otro tan-
to) presentó las doctrinas de su adversario de modo tan calumnioso,
tan distorsionado que «aqué l no se habrí a reconocido a sí mismo en ella»
(Aland). Toda la luz recaí a, al respecto, de su parte y toda la sombra sobre
su adversario. 51

Aunque fuese tan só lo por sus pretensiones al primado, Roma acogió
con satisfacció n el primer intento de contacto que el alejandrino empren-
dió en el verano de 430. Y aunque las disputas teoló gicas la moviesen


siempre menos que las cuestiones de poder, aprendió sin embargo a ejer-
cer magistralmente el poder sirvié ndose de la doctrina. Es así como el
diá cono Leó n, el futuro papa, recogió a la sazó n un dictamen (a efectos
de refutació n, naturalmente) de su amigo Juan Casiano, - el abad de
St. Victor de Marsella. É ste habí a vivido en Constantinopla en la é poca
de Crisó stomo, sabí a griego y hallaba ademá s que el tí tulo de Deí para
(materDei et generatrix)
estaba ya en la Biblia. Y Celestino decidió con-1
tra Nestorio por medio de un sí nodo romano del 2 de agosto de 430, di-
gamos que por juicio sumarí simo, «sin examen atento de los documen-
tos» (Hamman). El papa autorizó, como signo de su gracia, a Cirilo a
aplastar en su lugar (vice nostra usus) «con gran severidad» la herejí a de
Nestorio, «el veneno de sus pré dicas» y casi simultá neamente reconvino
á speramente a é ste, exigié ndole, incluso, que se retractase «abiertamente
y por escrito de la engañ osa innovació n», en un plazo de diez dí as. «Esta-
mos preparando -le amenazaba- hierros candentes y cuchillos, pues no
hay que tolerar por má s tiempo unas heridas que han merecido ya su cau-
terizació n. » A Cirilo, en cambio, lo consideraba el romano «como coin-
cidente con Nos en todas sus opiniones», «como acreditado y denodado
defensor de la fe verdadera». Lo alababa: «Has puesto al descubierto
todos los lazos de la mendaz doctrina» y lo animaba así: «Hay que extir-
par semejante tumor [... ]. Actú a, pues [... ]».

Y Cirilo actuó. Siguió reuniendo material contra Nestorio y mostrando
un respeto má s bien escaso a la verdad. Con intenció n totalmente dolosa
le imputó falsas doctrinas, pese a que Nestorio reconocí a como totalmen-
te ortodoxo incluso el tí tulo mariano de «Madre de Dios». El emperador
reprochó a Cirilo su espí ritu «pugnaz» y «revoltoso» y le advirtió: «Que
sepas, pues, que Iglesia y Estado son una misma cosa y que por orden
mí a y por la providencia de nuestro Dios y Redentor se unirá n má s y má s
cada vez [... ], y no toleraremos bajo ninguna circunstancia que por causa
tuya cunda el desorden entre las ciudades y las iglesias». Teodosio esta-
ba a favor de quien é l habí a nombrado para la sede de Constantinopla y
Nestorio gozaba asimismo de la protecció n de la emperatriz Eudoquia,
mujer tan bella como culta e hija de un filó sofo ateniense. Pero el patriar-
ca tení a ya, y precisamente en Constantinopla, muchos enemigos y ante
todo la intrigante Pulquerí a (399-453), hermana mayor del soberano cu-
yas violaciones secretas del voto de castidad criticó Nestorio, y que, el
añ o 439, tuvo que abandonar la corte a requerimiento de Eudoquia. Se le
oponí an ademá s distintas sectas a las que habí a combatido sangrienta-
mente. Habí a asimismo numerosos monjes en la capital que, dirigidos
por el abad Dalmacio, defendí an la causa de Cirilo, y, por encargo de é ste,
soliviantaban los á nimos difundiendo mentiras acerca de Nestorio como
la de que é ste predicaba la existencia de dos hijos de Dios, de dos hipó s-
tasis en Cristo, de que veí a en Jesú s tan só lo un hombre y nada má s. Aco-


sado de este modo, Nestorio se apresuró para que, por intervenció n de
Teodosio, se convocase, en Pentecosté s del añ o 431, un sí nodo imperial
en É feso, capital de la provincia de Asia, sin presentir lo má s mí nimo que
serí a eso lo que le llevarí a a su ruina. 52

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