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El verdadero rostro de León




Leó n nos ha legado una obra escrita de una extensió n superior a la de
cualquier otro papa anterior a é l: 90 sermones y pré dicas de festividad,
cuaresma o pasió n (ni de sus antecesores, ni de sus inmediatos seguido-
res se nos ha conservado pré dica alguna). El nú mero de epí stolas que po-
seemos de é l es casi el doble (114 de ellas relativas a la polí tica cara a
Oriente). Pero, «dilectí simos», no es tan fá cil explorar un cará cter a partir
de unos sermones. Sermones que eran, por lo demá s, muy breves. Algu-
nos (el 1, el 6, el 7, el 8, el 13 y el 80) extremadamente cortos, como si
hubiese puesto su celo en imitar el ejemplo de Flaviano Ciro. Y sus
173 epí stolas (entre ellas unas veinte espú reas y 30 dirigidas a é l) son
primordialmente producto de sus secretarios, sobre todo de la mano
de Pró spero de Aquitania, autor oriundo de la Galia meridional, amigo de
Agustí n, fervientemente entregado a la especulació n teoló gica y encona-
do oponente de los pelagianos. De é l provienen tambié n «segú n toda pro-
babilidad» el contenido teoló gico de aquellos «escritos de estadista que
hicieron cabalmente cé lebre el nombre de Leó n en Oriente y Occidente»,
como escribe J. Haller, quien subraya previamente: «Cuando menos, aque-
lla forma artificiosa, tan estimada en esa é poca de decadencia, el pathos
altisonante, con gran derroche de palabras para decir tan poco, la caden-
cia rí timica, que embelesa el oí do con su eufoní a y lo distraen de la po-
breza y la debilidad de las ideas, podrí an proceder tanto del servidor
como del señ or». 13

En todo caso, Leó n, de talante tan autocrá tico, tan amante ya del cere-
monial cortesano «apostó lico» (! ), tan pomposo propagador del primado
romano -aunque solí a denominar «objeto de temblor» (materia trepida-
tionis)
a la «Sede de Pedro»- era un tí pico «señ or», un dé spota espiritual, a
quien Nicolá s I, uno de sus má s notables sucesores compara con el «leó n
de la tribu de Judá » (Apocalipsis 5, 5) en una carta dirigida al emperador
Miguel, leó n que, «apenas abrí a su boca hací a estremecer al orbe entero,
incluidos los mismos emperadores». Por má s que todo ello fuese una hi-
pé rbole y por má s que é l engalanase há bil, por no decir farisaicamente,
su sed de poder, sus continuas exigencias sazonadas con numerosas citas
bí blicas -autodenominá ndose, verbigracia, «discí pulo de un maestro hu-
milde y apacible», maestro «que dice " tomad mi yugo sobre vosotros y
aprended de mí, pues soy indulgente y humilde de corazó n [... ], mi yugo
es suave y mi carga ligera" »-, Leó n era en realidad una naturaleza rotun-
damente antievangé lica. En una carta del 10 de octubre de 443 dirigida a
los obispos de Campania, Piceno y Tuscia se muestra irritado porque «por
doquier» (passim) se consagra a esclavos como sacerdotes y prohibe re-
sueltamente el nombramiento de sacerdotes a quienes no avale «un linaje
adecuado». ¡ El cristianismo habí a nutrido otrora sus filas, y en no peque-


ñ a medida con personas de esos estratos! Ahora el papa prohibe que un
«vil esclavo» (servilis vilitas) sea elevado a sacerdote, pues no puede
acrisolarse ante Dios quien no pudo hacerlo ni ante su mismo señ or.
Leó n I, el Doctor de la Iglesia, «el Magno», convierte así la calidad del
linaje en prerrequisito de la carrera sacerdotal. ¡ Condena la ordenació n
de esclavos como sacerdotes como violació n de la santidad del sacra-
mento del sacerdocio y de los derechos de los amos! Con ello, la Iglesia
se adaptó a la sociedad esclavista de la fase final del Imperio romano, so-
ciedad de la que ninguna otra institució n era tan representativa como ella.
El estado cristiano tomó, complacidamente, noticia de ello. Tan só lo unos
añ os despué s -la conexió n es palpable- Valentiniano III promulgó un de-
creto por el que prohibió la ordenació n de esclavos, colonos y miembros
de las corporaciones laborales forzosas. 14

Tambié n frente a sus colegas obispales se muestra Leó n I altanero. Es
é l quien manda, quien debe mandar. Pues é l destaca por encima de todos
ellos. Les hace sentir su superioridad respecto a ellos, que é l «por volun-
tad del Señ or está en posició n preeminente». Amplí a su mandato directo
a prelados que hasta entonces habí an sido independientes de Roma, como
el metroplitano Aquilea. Somete tambié n a sus ó rdenes a los obispos es-
pañ oles. Los de la Galia no lo tratan ya como «Tu Fraternidad», hasta en-
tonces usual, sino «Vuestro Apostolado» (apostolatus veste r). Tambié n se
le ensalza con la denominació n «corona vestra». Aparte de ello, el plural
se hace ahora usual en el tratamiento. 15

El modo como Leó n procedió contra sus colegas obispales, responde
asimismo a esa actitud. Tal fue el caso en la Galia, donde los obispos de
Arles y de Vienne contendieron por la dignidad de metropolitano. Vamos
a referirnos primero, muy de pasada, a los antecedentes.

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