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Los cristianos batallan entre sí por la fe




La contienda cristoló gica, la pugna entre caldenonenses y monofisi-
tas, asoló con furia casi increí ble las regiones orientales del Imperio ro-
mano. Esa contienda abarca la segunda mitad del siglo v y todo el vi. Las
difamaciones, deposiciones, destierros, riñ as, intrigas, asesinatos y homi-
cidios se hací an interminables. Uno de los bandos de la cristiandad in-
tentaba incesantemente recusar las formulaciones calcedonianas; el otro,
imponerlas. Aunque violentamente divididos entre ellos, los monofisitas
eran uná nimes en su resistencia contra el sí nodo «maldito», contra Roma
y Calcedonia. Las acciones violentas que la ortodoxia exigí a continua-
mente y a las que los gobiernos se prestaban a menudo, las persecuciones
y los martirios tan só lo serví an para intensificar el odio confesional, la re-
sistencia. Y los compromisos que procuraban hallar a veces algunos em-
peradores, su condescendencia, transigencia y complacencia ocasionales,
todo ello fracasó fundamentalmente a causa de la resistencia del catoli-
cismo. Por supuesto que lo que estaba enjuego, como la mayor parte de
las veces, era algo mucho má s amplio: lo que importaba no era tanto la
charlatanerí a cristoló gica, ni el dogma de las dos naturalezas, como la in-
fluencia, la ambició n, el dinero, el poder y el nacionalismo, sobre todo el
de egipcios o sirios. Pues pese a toda la exaltació n del delirio confesio-
nal, habí a, en el trasfondo, cierta lucha «nacional» de egipcios y sirios
por su propia existencia como tales. Y habí a tambié n, y estrechamente
vinculado a ella, un fuerte antagonismo social entre los nativos, ya fuesen
semitas, sirios o felagas del valle del Nilo, los coptos, y la exigua capa
superior griega, má s o menos cultivada, compuesta por terratenientes
griegos que, apoyados por los funcionarios, policí as, oficiales y sacerdo-
tes imperiales, proclamaban su fidelidad a la Iglesia oficial del Imperio.
De ahí que la població n nativa buscase, contra aquella clase dominante,
contra aquellos opresores forá neos que los explotaban implacablemen-


te, la protecció n de los monjes, a quienes admiraban con delirio, y de los
obispos del paí s, los cuales, naturalmente, tambié n abusaban deellosasu
manera. 21

Con todo, el primer plano estaba ocupado por el espectá culo de la fe.
Los adversarios de Calcedonia se alzaron especialmente en Alejandrí a,
el centro de la oposició n. Y si bien el papa Leó n habí a hablado en 454 de
las «tinieblas que anidaban en Egipto», la verdad es que esa tiniebla se
hizo aú n má s densa. 22

Al patricarca alejandrino Dió scoro I, depuesto en Calcedonia como
partidario de Eutiques, le siguió en la sede el cató lico Proterio (451-457),
fiel al concilio (pero que infligió al papa una derrota en la cuestió n del
conflicto por la fijació n de la Pascua, que Roma só lo encajó reconcomida
por la rabia). Y poco despué s de la muerte de Marciano, el 26 de enero
de 457, los monofisitas contrapusieron a Proterio a uno de los suyos, el
monje sacerdote Timoteo (457-460), con el apodo de «Ailuros» (la co-
madreja), un adicto seguidor de Dió scoro, que fue consagrado canó nica-
mente por dos obispos. Llevaba al parecer añ os soliviantando a los mon-
jes de Alejandrí a contra Proterio, llegando incluso a presentarse de noche
con apariencia de á ngel delante de las celdas de los anacoretas para ex-
hortarlos a evitar a Proterio y a elegir a Timoteo (é l mismo) como obispo.
En caso de que esta historia, legada por diversas fuentes, sea verdade-
ra muestra hasta qué punto se abusaba de los monjes, y caso de ser falsa,
muestra, cuando menos, hasta qué punto se podí a abusar de la buena fe
del mundo: del que, desde luego, parece posible abusar sin lí mites en cual-
quier é poca. Timoteo «Ailuros» fue, ciertamente, encarcelado en seguida
por el gobernador imperial, y el ahuyentado Proterio fue traí do de nuevo
a Alejandrí a por una escolta militar, pero só lo duró allí hasta el 28 de
marzo de 457, dí a en que una furiosa turba de cristianos lo asesinó (du-
rante la misa del Jueves o Viernes Santo) en la iglesia de San Quirino. Su
cadá ver fue profanado, despedazado y quemado, pero é l mismo fue hecho
santo de la Iglesia romana (su festividad se conmemora el 28 de febrero).

A continuació n, el arzobispo Timoteo «Ailuros» -Leó n I lo llama
«parricida» y en todo caso fue el beneficiario del crimen- «limpió » de
enemigos el episcopado egipcio. A todos los obispos que se resistieron
los privó de su sede. En un sí nodo alejandrino lanzó el anatema contra el
papa y contra el patriarca de Constantinopla; era manifiestamente una
venganza por la deposició n de Dió scoro, el ascenso de Constantinopla y
tambié n, de seguro, por el desaire hecho a la cristologí a de Cirilo en Cal-
cedonia. El añ o 460, sin embargo, el emperador Leó n mandó apartar de
su sede al alejandrino: apremiado a ello una y otra vez y de la forma má s
ené rgica por el papa, quien inundó Oriente con su correspondencia y
conjuró al regente para que no só lo fuera soberano del orbe, sino tambié n
protector de la Iglesia. Timoteo «Ailuros» fue desterrado; primero a Pa-


flagonia, despué s a Crimea. Ascendió al solio alejandrino Timoteo Sa-
lophakiolos («el de la mitra vacilante»), con el apoyo de tan só lo diez
obispos, «un nuevo David por su mansedumbre y paciencia». 23

Todaví a en 460 envió Leó n cartas de felicitació n y advertencia a
Egipto, la ú ltima correspondencia que de é l se conserva. Felicitó entu-
siasmado al recié n nombrado «Salophakiolos», elogió al emperador por
la expulsió n de su predecesor, el «infame parricida», y murió en otoñ o
del añ o siguiente, el 10 de noviembre. 24

Leó n I, la primera figura de pontí fice descollante en la historia, un
hombre há bil como pragmá tico y tambié n como doctrinario, la perfecta
mezcla de ambas cosas, se parecí a en su conducta, como ya dijo atinada-
mente Haller, má s al zorro que al leó n. Frente a quien estaba má s alto,
ante el emperador Leó n I, podí a mostrar un servilismo tan devoto como
si fuese el abanderado del cesaropapismo. Pero cuando la ocasió n lo exi»
gí a adoptaba resueltamente aires señ oriales incluso frente a los má s po-
derosos. Consumado diplomá tico, era capaz de lanzarse al ataque, y de
retirarse, humillarse y pisotear y fomentar $u propio encumbramiento por
encima de todo lo demá s. Pero su mayor capacidad consistí a en ame-
drentar vejatoriamente al propio clero. Podí a leerles la cartilla a auté nti-
cos santos y negar la dignidad sacerdotal a «viles» esclavos. Era capaz
de exigir humildad y obediencia de la grey y para sí mismo la potestad de
mandar sobre toda la Iglesia, el rango supremo, el honor má ximo: y todo
ello dá ndose apariencias de modestia. Y sobre todo, era capaz de perse-
guir inmisericordemente, o hacer perseguir, todo cuanto no era cató lico:

con encarcelamientos, destierros, aniquilació n fí sica, a la par que predi-
caba el amor al pró jimo y al enemigo, el pleno perdó n y la renuncia a
toda venganza. Una y otra vez sabí a servirse del emperador sin dejarse
instrumentalizar por aqué l, sin que le importase un comino el Imperio oc-
cidental, servidor de sus intereses. Antes bien, se valí a de su impotencia
para conseguir sus propó sitos y usaba su poder residual como una baza
contra Oriente para sacar tambié n provecho de ello, si bien, en sus ú lti-
mos añ os, cada vez con menos é xito. Con todo, las decisiones de Leó n
crearon una impronta de siglos en el derecho canó nico. Y su autoridad
llegó a tal extremo que sus cartas fueron objeto favorito de los falsifica-
dores cristianos. 25

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