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Iglesia y Estado actúan violentamente contra los fieles de la antigua religión pagana




Conducta de Teó filo de Alejandrí a en relació n con los templos y tesoros paganos. Su actitud para con los sentimientos religiosos de los seguidores de la antigua fe

En 391, este prí ncipe eclesiá stico ordenó saquear, contando ostensi-
blemente para ello con ayuda militar, el poderoso templo dedicado a Se-


rapis, demolido posteriormente hasta los cimientos. El templo dedicado
al genio de la ciudad fue convertido en una taberna. Otros santuarios pa-
ganos, verbigracia el de Dionisos, fueron convertidos en iglesias.

Los partidarios de la antigua religió n defendieron el Serapeo a mano
armada. El historiador neoplató nico Eunapio de Sardes comenta iró nica-
mente la «heroica lucha» de la soldadesca cristiana: «No se llevaron el
pavimento del templo a causa del peso de las piedras [... ]. Todo lo derri-
baron con ciega violencia aquellos esforzados hé roes y sus manos se ex-
tendieron, pero no buscando sangre, sino dinero. Informaron orgullosos
que habí an vencido a los dioses y hací an gala del expolio del templo y de
su impiedad personal como de algo digno de elogio». Eunapio concluye
amargamente que el templo sirvió despué s como morada a los monjes,
pues «toda persona que llevase un há bito negro poseí a un poder tirá nico
hasta el punto de poder portarse insolentemente a la luz pú blica: tal era la
virtud que mostraba la mejora del gé nero humano». 52

El Serapeion era un templo increí blemente rico, suntuoso, con cuya
magnificencia só lo se podí a comparar el capitolio romano. Su biblioteca,
má s que notable, desapareció tambié n sin dejar huellas. De ahí que tras
aquel acto de violencia cristiana se produjeran feroces luchas callejeras
en las que los mismos rotores, y especialmente los filó sofos, blandieron
la espada, y el lexicó grafo y sacerdote de Zeus, Heladio, má s tarde profe-
sor en Constantinopla, abatió a nueve cristianos con su propia mano. Eso
afirma al menos su oyente e historiador cristiano Só crates. Como quiera
que hubiera má s muertos por parte cristiana y que ambas partes contaban
con innumerables heridos, el emperador mandó destruir todos los templos
de la ciudad. Tambié n fue «saneado» un templo de Mitra. Con todo: «La
responsabilidad principal fue cosa de Teó filo y no del emperador» (Tin-
nefeid).

Hasta la famosa estatua colosal de Serapis, creació n del gran escultor
ateniense Briaxys, y admirada desde hací a siete siglos, estatua cuya pro-
ximidad acarreaba, se decí a, la muerte, fue abatida, hacha en mano, por
el obispo en persona, dá ndose el caso de que de la madera podrida de su
nú cleo saliesen ratones. «El dios de Egipto serví a de morada a los rato-
nes», escribe sarcá stico Teodoreto. Y san Jeró nimo se mofa así: «El Se-
rapis egipcio se convirtió en cristiano». La divinidad aletargada (senex
veternosus)
fue quemado pieza a pieza delante de los sacerdotes paganos.
Su cabeza, en cambio, fue paseada por toda la ciudad como la de un ene-
migo vencido. Y Teó filo no se limitó a liberar al mundo de la «locura
de la idolatrí a», sino que tambié n desenmascaró «ante los embaucados las
tretas de los sacerdotes embaucadores» (Teodoreto). Pues é stos hací an
los í dolos huecos, los fijaban a los muros y por pasadizos desconocidos
accedí an al interior de las estatuas y despué s, una vez ocultos, podí an pro-
nunciar orá culos o emitir ó rdenes, segú n su conveniencia. (De las tretas


de los clé rigos embaucadores, de la maravillosa mecá nica de las imá ge-
nes de santos los cató licos nos podrí an dar lecciones en la pí a Edad Media.
E incluso la Moderna. ) Las estatuas de los dioses y otros objetos valiosos
de los templos fueron, a partir de ahí, rundidos y los metales nobles los
regaló el emperador a la iglesia alejandrina. Naturalmente, Teó filo se sin-
tió arrebatado por su triunfo: tambié n hizo arrasar los afamados santuarios
de la vecina ciudad de Canopo, pró spera y comercial. Y tras los templos
alejandrinos, todos los de Egipto vieron su ruina a manos de los cristia-
nos, triste tarea en la que destacó especialmente el celo de los monjes. 53

La profanació n de los objetos de culto paganos comenzó ya bajo Cons-
tantino y continuó despué s con redoblado esfuerzo.

De todas las estatuas de dioses destinadas a la fundició n, por ejemplo,
el obispo Teó filo dejó indemne, justamente, la de un mono que expuso al
pú blico para mostrar qué cosas adoraban los paganos. Pero cuando, a
guisa de mofa, hizo llevar en procesió n imá genes obscenas, o que é l se
imaginaba tales, estatuillas fá licas o los phalloi de las imá genes de los
dioses, estallaron desó rdenes sangrientos. Los cristianos, especialmente
obispos y santos, nunca anduvieron remisos en hacer mofa de los santua-
rios de los demá s. A raí z de la destrucció n de í dolos ocultos en Menuthis
por parte de Teó filo, el populacho cristiano rugí a así: «Las estatuas nece-
sitan un maestro de gimnasia, pues no tienen articulaciones». En otras par-
tes, las estatuas eran despojadas de sus mantos de oro y plata «entre grandes
risotadas», cuenta Jacobo de Sarug, obispo de Batnai, junto a Edesa, quien
veí a en la destrucció n de los í dolos el signo distintivo de toda misió n
cristiana, desde la má s antigua, bajo Pedro, Pablo y Tomá s, hasta su é po-
ca; desde Roma hasta la India. 54

En realidad, los tiempos habí an cambiado mucho en Alejandrí a res-
pecto al siglo n, en el que, segú n un autor contemporá neo, «las religiones
eran tan numerosas como los negocios» y la gente obediente a la moda
cambiaba de dioses «como en otras partes de mé dico». Entonces los cris-
tianos parecí an adaptarse muy bien y sus elucubraciones, dispensadoras
exclusivas de la bienaventuranza, no les parecí an algo tan absoluto. Así
lo vio al menos el emperador Adriano -hombre de talante notablemente
abierto respecto a las religiones-, quien visitó hacia 130 Alejandrí a y era
un buen conocedor de Egipto. «Aquí se viven hechos tales -escribe a su
cuñ ado Serviano— como el que unos obispos que se denominan cristianos
celebren cultos en honor de Serapis. No hay ningú n sacerdote samarita-
no, judí o o cristiano que no sea simultá neamente matemá tico, arú spice o
aliptes (masajista). El mismo patriarca, cuando viene a Egipto, reza a Cris-
to y a Serapis, para hacer justicia a todos [... ]». 55

Que la destrucció n del paganismo -o la lucha contra los «herejes»-
era mucho má s una cuestió n de poder que de convicciones religiosas es
algo que el mismo Teó filo dejó bien claro. Su magnanimidad podí a llegar


hasta el lí mite de nombrar, en 410, obispo de Ptolemais, en la Cirenaica,
a Sinesio de Cirene, de cuya boda habí a sido é l mismo celebrante, un vi-
vidor, espadó n y mí stico neoplató nico, todo en uno, ¡ eso pese a su paga-
nismo, que é l mismo reconocí a francamente (y al que continuó guardan-
do plena fidelidad)! 56

Iglesia y Estado actú an violentamente contra los fieles de la antigua religió n pagana

Muchos sacerdotes hicieron grandes mé ritos ante su religió n, expen-
dedora exclusiva de la bienaventuranza, a la hora de erradicar el paganis-
mo, que tan semejante le era en má s de un aspecto. A juicio de Padres de
la Iglesia tan insignes como Eusebio o Agustí n, en todos los ataques de los
cristianos contra los paganos, sin excepció n, no hay que ver otra cosa que
accciones legitimadas por el Estado. La verdad, en no pocos casos, fue
justamente la contraria. Y en otros muchos, las ó rdenes de las autorida-
des se obtuvieron a instancias de los cí rculos clericales, algo que puede
documentarse abundantemente. 57

El patriarca Georgios de Alejandrí a, por ejemplo, que tambié n «puri-
ficó » un templo de Mitra que le fue regalado por Constantino, obtuvo del
mismo emperador el permiso de saquear las estatuas y las ofrendas a los
dioses en Alejandrí a. Tambié n cierto Partenio -el vastago de un sacerdo-
te-, que con dieciocho añ os se inició con tanto é xito en la realizació n de
milagros, dejó su oficio de pescador y pudo llegar a coadjutor del obispo
de su patria y finalmente a obispo de Lá mpsaco, solicitó en los añ os cin-
cuenta del siglo iv una orden especial del emperador para destruir los
templos. Partenio, que ya en la é poca de Constantino hizo faná ticos es-
fuerzos para erradicar el paganismo, llegó a santo de la Iglesia Ortodoxa
Griega. 58

Tambié n el diá cono Cirilo demolió, imperando Constantino, «muchas
estatuas de í dolos» (Teodoreto), en Helió polis de Lí bano. Bajo el hijo de
Constantino, Constancio, cuando ya la persecució n contra los paganos se
hizo notablemente virulenta, el obispo Marcos brilló en Aretusa por su
celo en la destrucció n de los templos y en Cizico, el obispo Eleusio. Algo
semejante sucedió en Daphne, donde los cristianos quemaron la estatua
de Apolo y acertaron despué s a dar una explicació n milagrosa del hecho:

una descarga elé ctrica o el vuelo de una chispa. En Cesá rea de Capadocia
destrozaron los templos de Apolo y de Jú piter y asimismo el santuario de
Tyche. Reinando Juliano, cuando, como se queja Libanio, templos, alta-
res y estatuas de los dioses yací an por los suelos y muchos sacerdotes ha-
bí an sido expulsados, los cristianos Macedonio, Teodalo y Taciano irrum-
pieron de noche en el templo de Meros (Frigia) y demolieron las estatuas


recié n restauradas y repuestas. Todos estos actos de barbarie respondí an
«a medidas de arbitraria violencia por parte de la Iglesia» (Noethlichs). 59

El santo obispo Marcelo de Apamea (junto al Orontes) no querí a «su-
frir por má s tiempo la tiraní a del demonio». Debí a, o mejor, tení a que
arruinar el templo de Zeus, una edificació n grande y rica, y para ello ob-
tuvo la protecció n de dos mil soldados del prefecto imperial. De ahí que
el prelado sacrificase hasta su siesta y se trabajase a fondo aquel templo de
colosales proporciones aplicá ndole toda clase de remedios sagrados como
la señ al de la cruz y el agua bendita: é sta habrí a despué s avivado el fuego
como si fuese aceite. Despué s logró el derribo de las columnas (preventi-
vamente socavadas) y la salida aparatosa de un mal espí ritu. «El estré pito
resonó en toda la ciudad, pues fue muy grande y atrajo a todos hacia el
espectá culo. Cuando supieron finalmente de la huida del demonio enemi-
go, elevaron sus voces alabando a Dios, creador de todas las cosas. Del
mismo modo destruyó aquel santo obispo los restantes templos de los
idó latras. Podrí a contar otras muchas cosas asombrosas de aquel hombre.
Así, por ejemplo, escribió cartas a los santos má rtires de los cuales obtu-
vo respuestas por escrito» y «finalmente, é l mismo ganó la corona del
martirio. Con todo, omitimos la narració n de otros hechos [... ]» (Teodo-
reto). 60

La haremos nosotros. A saber, despué s de demoler los templos de Apa-
mea, san Marcelo, padre, por cierto, de varios hijos, prosiguió su obra sa-
lutí fera en las zonas vecinas. Cierta vez, sin embargo, hizo arrasar un
gran templo en las proximidades de Auló n. Para ello se puso personal-
mente al frente de una banda de gladiadores y soldados, pero, aquejado
de dolor en un pie, se retiró algo de ellos y vino a dar en las manos de unos
paganos que se lo llevaron de allí a la fuerza y lo quemaron vivo. Eso le
permitió escalar a los altares de las Iglesias griega y romana. 61

Otro feroz antagonista de cuanto no era cató lico fue el ascé tico obispo
monacal Rá bulas de Edesa (412-436)

No siempre habí a sido tan ortodoxo. Hijo de un «sacerdote idó latra»
y convertido al cristianismo hacia el 400, vivió como monje e incluso,
durante cierto tiempo, como anacoreta en una caverna. Eso despué s de
separarse de mujer e hijos, quienes tambié n eligieron, al parecer, la vida
monacal. Convertido en obispo de Edesa hacia 412, durante el Concilio
de É feso (431) Rá bulas formó en las filas de los antioquenos, que habí an
apoyado al «hereje» Nestorio y depuesto a san Cirilo. Tras el triunfo de
é ste, no obstante. Rá bulas cambió rá pidamente de bando y se convirtió
de inmediato en «pilar y fundamento de la verdad», en un trá nsfuga faná -
tico, en amigo y hombre de confianza de Cirilo, con quien combatió al
nestorianismo. De ahí que uno de sus sacerdotes, sucesor suyo en la sede,
Ibas de Edesa, lo motejase de «Tirano de Edesa».

El obispo Rá bulas mandó destruir, tan só lo en su ciudad, cuatro tem-


pí os, atacando ademá s todo cuanto no se sujetaba a la ortodoxia. Verbi-
gracia, é l, «la personalidad má s descollante de la teologí a de Edesa»
(Kirsten), convirtió en cristianos a miles de judí os. Convirtió, supuesta-
mente -así consta en la Vida de Rá bulas-, a los «insensatos maniqueos».
Usó «sin reparos medidas de cruda violencia en la lucha antiheré tica», si
bien ya antes de é l «habí an sido despobladas y arrasadas a fondo» aldeas
enteras en la comarca de Edesa y en el Asia Menor (W. Bauer). Rá bulas
sanaba «con el esmero de un gran mé dico», dice su Vita, obra de otro pa-
ladí n y compañ ero suyo, «el putrefacto absceso de la herejí a marcionita».
Derribó la casa de reuniones y las capillas de los bardesanitas -pues anta-
ñ o «este maldito Bar Daisan, valié ndose de artimañ as y de la dulzura de
sus cantos, habí a sabido atraerse a todos los notables de la ciudad»-, apo-
derá ndose de todas sus posesiones. Devastó asimismo la iglesia de los
arrí anos y aniquiló las sectas de los audianos, borboritas y saduceos, amé n
de destruir todos los escritos enemigos. «Concede la paz a todo el mun-
do», imploraba en su himno a Marí a, si bien la autenticidad de este ú lti-
mo es má s que dudosa. Auté ntica de verdad es, en cambio, la Vida de Rá -
bulas,
que plasma sus actos de forma hagiográ fica, silenciando, eso sí, su
papel en el partido hostil a Cirilo y su cambio de bando, y haciendo, en
cambio, que ya antes del concilio, pronuncie un sermó n en Constantino-
pí a para refutar «el viejo error de nuevo judí o», es decir, Nestorio, cuan-
do é ste aú n ocupaba aquella sede patriarcal. 62

En todo caso, cuando Rá bulas trató de destruir las imá genes litú rgicas
de Baalbek, donde los paganos constituí an aú n una clara mayorí a, los po-
liteí stas, se dice, casi lo matan a golpes. Lo mismo le ocurrió a Eusebio,
posteriormente obispo de Tella.

Es justamente con los monjes, o con los ascetas provenientes del esta-
do monacal, con quienes nos topamos a cada paso en esa encarnizada lu-
cha contra el paganismo. Sus delirantes mortificaciones intensificaban, a
buen seguro, su agresividad.

El monje Barsuma acrecentó hacia 421 los mé ritos de su peregrina-
ció n a Jerusalé n destruyendo durante el camino, é l y otros 40 correligio-
narios, no só lo templos paganos, sino tambié n algunas sinagogas judí as.
El anacoreta Talaleo, en cambio, muy arraigado en aquella localidad, se
acuclilló «bajo la carga de sus pecados» y por espacio de má s de una dé -
cada en un diminuto cubí culo que é l mismo se habí a construido junto a
un enorme y antiguo «templo idó latra». Con tan maravillosa vida convir-
tió a muchos paganos, con ayuda de los cuales pudo derruir despué s aquel
monumento del escá ndalo. 63

Los ayunos, palizas, saqueos, devastaciones y asesinatos del santo
abad Shenute de Atripe (fallecido en 466) constituyen una muestra tí pica
de las atrocidades del antiguo monacato sobre la que ya hicimos una ex-
posició n detallada.


Aproximadamente durante los ú ltimos añ os de la vida de Shenute y
muy en el estilo de su modo de evangelizar y cristianizar, el apa Macario
de Thu emprendió con sus monjes una «expedició n» contra un templo
del Alto Egipto en el que los griegos veneraban todaví a al dios Kothos.
¡ Para ello robaban niñ os cristianos, los estrangulaban ante el altar, les sa-
caban las entrañ as, usaban las tripas como cuerdas de sus cí taras y toca-
ban con ellas en honor de los dioses! El resto de los cadá veres infantiles
era carbonizado, tras lo cual usaban las cenizas para la bú squeda de teso-
ros. Para ello volví an a tocar sus cí taras, haciendo vibrar los intestinos in-
fantiles hasta que aparecí an las «riquezas». El apa Macario creí a quizá en
estas fá bulas de horrorosos infundios, de forma que encendió un gran fue-
go al cual arrojó todos los «í dolos»; y con ellos al sacerdote Hornero. 64

En Occidente, san Benito aniquiló un antiquí simo santuario de Apolo
situado en Monte Casino, muy venerado por el pueblo. Benito destrozó a
golpes la imagen del dios, destruyó el altar y quemó los bosquecillos sa-
grados. Así anuló los «demoní acos oficios» y el templo mismo quedó
convertido en iglesia. 65

Con bastante anterioridad, a finales del siglo IV, hubo otro monje, no
menos cé lebre, que tambié n causó estragos contra los fieles de la antigua
religió n. Se trata del santo Obispo Martí n y sus hechos constituyen lo
que se denomina «evangelizació n de las tierras galas». Apenas hubo lu-
gares santos paganos donde Martí n no destrozase imá genes de los dioses
y altares o arrasase a fuego los templos. En situaciones difí ciles acudió a
la supercherí a de la magia e hizo intervenir a soldados que se hací an pa-
sar por á ngeles. Sobre las mismas ruinas de los lugares sagrados má s mo-
destos, consagrados a los dioses del agua, de los á rboles y de las colinas,
se alzaron despué s templos cristianos. Por cierto que este santo bá rbaro
desplegó tal actividad que se le siguen adjudicando en solitario todas las
destrucciones de templos, habiendo hoy cientos de parroquias francesas
que se enorgullecen de su padrinazgo e incontables lugares donde uno tro-
pieza con un «Saint Martí n»... 66

Tambié n los funcionarios imperiales apoyaron reiteradamente las atro-
cidades cristianas.

Viviendo aú n Constantino, el prefecto pretorio Rufino destruyó un
templo de Hennes en Antioquí a. Entre los añ os 376-377, el prefecto ur-
bano de Roma, Graco, arrasó un mitreo y se granjeó con ello el aplauso
especial de san Jeró nimo. En 399, los comité s Gaudencio y Jovio devas-
taron, para profunda satisfacció n de san Agustí n, los templos y las esta-
tuas de los dioses en Cartago y las provincias africanas. 67

«Gran fama», al menos segú n el obispo españ ol Idacio, obtuvo su pai-
sano, el prefecto pretorio Materno Cinegio, a quien el emperador Teodo-
sio I se habí a traí do consigo a Oriente. Como praefectus pretorio Orientis
tuvo que velar por la ejecució n de todas las leyes supremas relativas a la


religió n desde el añ o 384 al 388. La furia, ampliamente activa, de este
hombre, acompañ ada siempre de gran despliegue militar, contó con el re-
fuerzo adicional de su esposa Acancia, ciegamente entregada a ciertos
cí rculos monacales. De ahí que las «esplé ndidas obras» de Cinegio llega-
sen hasta Siria y Egipto, destruyendo por doquier los í dolos de los paga-
ni
e incluso un templo de Edesa que el emperador habí a puesto bajo su
protecció n, sin que é ste le pidiera por cierto cuentas de ello. Todo lo con-
trario. Cuando Cinegio murió, en 388, Teodosio le concedió los má s altos
honores hacié ndolo sepultar en la iglesia de los Apó stoles, lugar de ente-
rramiento de la familia imperial. 68

El Estado cristiano colaboró, por supuesto, estrechamente con la Igle-
sia cristiana. Algunos dé spotas eran menos dependientes de ella. Otros lo
eran má s, figurando entre los ú ltimos Graciano y Valentiniano II. Algu-
nos estaban, incluso, totalmente en las manos de aqué lla, como era el caso
de los emperadores-niñ os de confesió n cató lica. Con todo, hasta un em-
perador má s autó nomo como Teodosio apenas dejó transcurrir un añ o de
su gobierno sin promulgar un edicto contra los paganos o los «herejes».
En té rminos generales, la legislació n dirigida a combatir a los disidentes,
pese a todas sus fluctuaciones, se fue haciendo má s á spera desde Cons-
tantino hasta Juliano. Los soberanos tení an por supuesto gran interé s en
la unificació n religiosa del imperio, pero no lo tení an en absoluto en que
ello provocase tumultos, violencia brutal o terror. Al contrario. Por regla
general los emperadores procuraban alcanzar aquel objetivo sin causar
exasperació n, por má s que en repetidas ocasiones adoptaran medidas muy
duras. Indudablemente, las destrucciones de í dolos, la clausura y arrasa-
miento de templos eran efectuadas a menudo por altos funcionarios de
los magnates cristianos, pero tambié n hay un hecho sobre el que cabrí a
meditar y es que en todas las leyes imperiales conservadas hasta Teodo-
sio I no hay ni una sola que ordene la destrucció n de un templo. El clero
y el pueblo, no obstante, procedieron a actos de destrucció n, especial-
mente en el Oriente, sin contar con autorizació n para ello. Ya bajo Cons-
tancio II hubo que proteger los templos contra los desmanes cristianos. Y
mientras que en 399 se ordena legalmente su destrucció n en Siria, ese
mismo añ o, en Occidente, vuelven a ponerse bajo protecció n estatal. To-
daví a el añ o 423, una ley del emperador Honorio prohibí a, so pena de
grandes castigos, cualquier acció n violenta contra la persona y la hacien-
da de los paganos que vivieran pací ficamente, al objeto de atajar ataques
arbitrarios por parte de cristianos faná ticos. Aná logamente, Teodosio II,
totalmente adicto al clero, prohibió en el Oriente los ataques de los cris-
tianos faná ticos contra paganos y judí os pací ficos, ordenando que todo
perjuicio que se causase injustamente a un pagano debí a serle resarcido
con el triple o el cuadruplo de su valor. Ademá s, muchos procuradores de
provincias seguí an simpatizando en su fuero interno con la antigua fe. 69


Muchos emperadores y estadistas cristianos ayudaron ademá s a la pre-
servació n de estatuas de dioses y de algunos templos transformá ndolos en
«museos» estatales. Y aunque la erecció n de figuras de culto paganas
en Roma y Constantinopla, gobernando aú n Constantino, pudiera enten-
derse como medidas de profanació n o bien de protecció n (probablemente
como ambas cosas), su hijo Constancio parece «haber dejado en general
intactas, por razones histé rico-artí sticas, las imá genes de los dioses» (Fun-
ke). Cuando menos decretó así en mú ltiples ocasiones: «Volumus [... ] or-
namenta servan».
Hasta Teodosio, cristiano entre los cristianos, mandó
reabrir el ya clausurado templo de Osrhoene, para no sustraer sus bellos
í dolos a la vista del pú blico. Tambié n otras estatuas de dioses gozaron de
su protecció n despué s de ser limpiadas como obras de arte. La estatua de la
Victoria fue erigida nuevamente por Estilicen, aunque tampoco en este caso
como objeto de culto. Hasta en el mismo siglo v se conservaron las esta-
tuas de los dioses como ornamento de las ciudades e incluso se restaura-
ron aquellas afectadas por la guerra. El mismo emperador Justiniano llevó
a Constantinopla la imagen de Atenea Promachos, donde pudo contem-
plarse hasta 1203. 70

Por lo demá s, ni la misma Iglesia querí a verlo todo destruido, y obran-
do así pensaba ante todo en su interé s. Allá donde no lo hací a todo trizas
-conducta generalmente seguida frente a los í dolos- confiscaba o, de un
plumazo, convertí a los antiguos santuarios en cristianos.

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