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Subterfugios apologéticos




Subterfugios apologé ticos

 

Por doquier se extendió paté ticamente el absurdo de la conducció n providencial de la historia. Despué s de las epidemias y otras catá strofes, pero especialmente tras las batallas victoriosas, se proclamaba abiertamente esa idea. Cada é xito en la guerra se atribuí a a la fe ortodoxa y a la ayuda de Dios.

Tras la matanza de Frigidus (394), que el pí o Teodosio, favorecido por un viento huracanado, obtuvo contra Eugenio, que habí a vuelto a abrazar el paganismo, el desenlace de la lucha y el «milagro de Bora» se interpretaron en todas partes como signos de la superioridad cristiana, como un «juicio de Dios». Hasta Claudio Claudiano, el «pagano pertinaz» (Orosio) y a quien se honró todaví a en vida con una estatua en el Foro Trajano como el ú ltimo poeta relevante de ^a Roma antigua, escribió despué s de la mentada batalla: «Tú eres el Cé sar amado de Dios por encima de todo..., tú por quien hasta el é ter combate y cuyas banderas agitan poderosamente los vientos». Y otro pagano eminente, Nicó maco Flaviano, praefectus praetorio, se suicidaba por las mismas fechas. 22

Entre los carolingios las victorias decisivas se atribuí an frecuentemente a la asistencia de san Pedro. «Pero ahora está te tranquilo», declara Pipino" al legado pontificio Sergio en la batalla contra los bá varos,


«pues por la intervenció n de san Pedro, prí ncipe de los apó stoles, por el decreto divino... Baviera y los bá varos pertenecen a la soberaní a de los francos». Incluso logros menores, como la conquista de una fortaleza y hasta el hallazgo de una fuente (en la guerra contra los sajones, en 772), se presentan como grandes milagros divinos. 23

Mas cuando la desgracia se abatí a sobre el pueblo —¡ y ocurrí a tan a menudo! —, los sacerdotes jamá s se turbaban. Entonces la desgracia, la catá strofe, era un castigo de Dios por la poca fe y por el desbordamiento de los vicios. Con esta teologí a se ha venido engañ ando hasta hoy a travé s de las vicisitudes de toda í ndole.

«Nuestros crí menes provocan las derrotas del ejé rcito romano», lamentaba en 396 el padre de la Iglesia, san Jeró nimo, durante la primera gran acometida germá nica. «Ay de nosotros, que hemos puesto a Dios en contra de nosotros, de manera que ahora se sirve de la furia de los bá rbaros para desencadenar su có lera contra nosotros. » En forma aná loga se interpreta la conquista de Roma el 410; así lo hace en su tiempo el sacerdote hispano Orosio, para quien el causante fue «el pueblo pecador», «debié ndose má s a la có lera de Dios que a la fuerza del enemigo». Y todaví a en el siglo xx florece esa mentira mojigata, y tras haber perdido la primera guerra mundial se escribe en Alemania: «¿ Dó nde ha estado el fallo? En la vitalidad y cará cter consecuente de nuestra convicció n de fe» (¡ exaltada, sin embargo, con entusiasmo durante cuatro añ os! ). E inmediatamente despué s de la derrota en la segunda guerra mundial el jesuí ta alemá n Max Pribilla declara en el devocionario jesuí tico que el nazismo es la ruina total de «la incapacidad caracteroló gica» de los alemanes; antes, y por supuesto en la misma revista, habí a exaltado la «revolució n alemana» de Hitler en un tono que recordaba a Goeb-bels. 24

De nuevo Agustí n, un hombre versado —que escribió no menos de 22 libros contra los paganos, que atribuí an la caí da de Roma y el abandono de los dioses al fracaso del dios cristiano—, reflexiona cautamente que el desenlace de una guerra no prueba por sí mismo su justicia. Los planes de Dios son misteriosos y está n ocultos a todos. En este sentido se recurrí a gustosamente a ciertos textos apropiados de los Salmos y de otros libros bí blicos, tan pronto como los designios de Dios se antojaban progentiles, absurdos e injustos. Pero siempre y sin riesgo se podí a profetizar la victoria final de Cristo y se exalta ese triunfo ú ltimo con tí tulos gloriosos, que le repugnaban y que en su mayorí a habí a ignorado la Iglesia antigua: «Soberano de los cielos», «Señ or de la gloria», «Dios Rey», «el Dios todopoderoso», el «Emperador triunfador y glorioso», «Hé roe victorioso», etc. 25


 

La tara del pasado

 

De norma ordinaria los germanos no se convirtieron individualmente, sino má s bien en forma cooperativa y tribal. Y eso porque, a diferencia de los griegos y los romanos cultos, los «bá rbaros» accedí an de modo rá pido y fá cil a la tutorí a de la Iglesia, sin la hondura cultural e historico-religiosa con la que los presentan los relatos de sus «convertidores» cristianos.

La misma palabra «barbarus» tení a un sentido marcadamente despectivo. En el cristianismo se vení a utilizando tradicionalmente en una acepció n negativa como contrapuesta a «christianus», hasta que los pueblos germá nicos se convirtieron al catolicismo y aparecieron los musulmanes como los nuevos «bá rbaros» —¡ bereberes, berberiscos! —. Y es que lo no cató lico, necesariamente tiene que ser del diablo. No obstante lo cual, «barharus» puede servir como autodesignació n de los germanos, cuyo paganismo por lo demá s persiste en parte bastante tiempo, aunque aparentemente lo hubieran abandonado con tanta facilidad. 26

Los papas enviaban sus legados a los prí ncipes, pues tenié ndolos a ellos —sus mujeres eran ya a menudo cató licas—, má s pronto o má s tarde se tendrí a tambié n al pueblo. La religió n era un hecho polí tico, como lo sigue siendo hoy aunque en circunstancias totalmente distintas, y con persuasiones, promesas y amenazas los grandes arrastraban tras de sí a sus partidarios. En todo caso la convicció n creyente no la decidí a el evangelio, sino el decreto real, el matrimonio principesco, la conquista o el pacto. En su mayor parte la gente pasaba «con pie rá pido de una religió n a la otra» (Beetke). 27

Tambié n en una escala menor se iniciaba la «conversió n» por los hacendados, por los terratenientes. Pues de ordinario los propagandistas del cristianismo empezaban por ganarse a los grandes agricultores y en sus posesiones establecí an un punto de apoyo, dejando tras de sí una pequeñ a iglesia y unos discí pulos, para pasar al señ or inmediato.

De un modo no excesivamente laborioso se sometió a muchí simos «bá rbaros», que pronto veneraban respetuosamente a todos los sacerdotes y monjes «santos», hondamente impresionados por exorcismos, ceremonias y milagros. Con fe acogí an unos misterios y unos dogmas tan extrañ os y con devoció n medrosa se poní an al servicio de aquel prepotente chamanismo meridional, animados al parecer só lo por el deseo de hacer rica y poderosa la Iglesia, para salvació n de la propia alma, por horror al fuego del infierno y por anhelo del paraí so. 28

La «evangelizació n» se operó de forma desigual, fuera de las ciudades a ritmo má s lento, pues aunque los francos paganos habitualmente no opusieron una gran resistencia, de cuando en cuando, y especialmente en el campo, se entregaban obstinadamente a la destrucció n de sus


í dolos. En el campo religioso el hombre se muestra especialmente conservador. Y así como todaví a hoy los campesinos, los habitantes de los pueblos se mantienen con mayor firmeza en el cristianismo, así tambié n a finales de la Antigü edad ya comienzos de la Edad Media fueron los campesinos los que má s tiempo persistieron en el paganismo, mientras que los habitantes de las ciudades, que hoy en su mayorí a ya no son cristianos, a menudo fueron ya entonces predominantemente cristianos. Ahora bien, los germanos eran campesinos aldeanos, en su gran mayorí a, y en Austria los paganos francos y alemanes eran má s numerosos que los cristianos autó ctonos.

El cristianismo era una religió n urbana y desde que se convirtió en una religió n estatal fue tambié n —lo que no deja de ser bastante grotesco, si se piensa en su origen revolucionario— la religió n de los cí rculos feudales y dirigentes, que en ella buscaron sobre todo su propio provecho. Durante largo tiempo los campesinos persistieron en sus creencias tradicionales, en sus divinidades, y sobre todo en su trí ada gá lica: el culto de Jú piter, de Mercurio y de Apolo. E incluso despué s de haberse «convertido» volví an una y otra vez a la veneració n —sin duda mucho má s bella y coherente— de los á rboles, las piedras y las fuentes.

Durante siglos los sí nodos fustigaron los usos paganos, desde el Concilio de Valence (374) hasta bien entrado el siglo ix. Só lo entre el sí nodo de Orleans (511) y el de Parí s (829) los cá nones de al menos 19 asambleas episcopales lanzaron pestes contra las creencias y las prá cticas del paganismo campesino, que conservaba la tradició n con tenacidad mucho mayor que la nobleza acomodaticia.

Los germanos eran de una piedad natural, por decirlo así, no camuflada ni impuesta, sino idé ntica a su manera de ser. Tení an una religió n natural de rasgos claramente panteí sticos, marcada por la adoració n de los dioses del bosque, del monte, las fuentes, los rí os y el mar, por la veneració n del Sol, de la luz, del agua, de los á rboles y los manantiales; en el fondo, como hoy precisamente ha podido saberse, mil veces má s coherente que la fe cristiana en los espí ritus, a cuyos dictados una civilizació n tecnocrá tica e hipertró fica ha llevado la naturaleza casi a la ruina.

El Lexikon fü r Theologie und Kirche culpa a la «religió n de los germanos», entre otras cosas, de su creencia en el destino y en especial la creencia «en demonios y fantasmas» (aunque nunca de forma má s extensa y extravagante que en el cristianismo primitivo). Pero no es así; esa creencia germá nica en demonios y fantasmas fue la que acabó desempeñ ando «un gran rol, a menudo torturante y opresivo» ¡ y qué justamente se convirtió en «fuente de la posterior brujerí a»! El cristianismo es inocente: simplemente hubo de eliminar las secuelas de la «fuente» y


 

orillar la tara del pasado por decirlo de alguna manera, hubo de cazar, torturar y quemar a las brujas malas...

 

 

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