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Un rebelde y traidor se convierte en santo




 

En Sevilla el monje y má s tarde obispo del lugar y arzobispo Leandro, hermano de la madre de Hermenegildo, se valió de la cató lica princesa franca, que entró así en el cí rculo má gico de toda una familia santa (de ascendencia hispano-bizantina). San Leandro era hermano y predecesor en el cargo de san Isidoro, arzobispo de Sevilla, y hermano asimismo del obispo de Astigi (É cija) Fulgencio, a la vez que hermano de santa Florentina. ¡ Có mo no habrí a de florecer el catolicismo!

San Leandro consiguió de inmediato dos hechos: la conversió n de Hermenegildo al catolicismo ya en 579, y la rebelió n de é ste contra su propio padre en 580. Antes desde luego el primer santo españ ol de linaje real se habí a asegurado la colaboració n de los reinos vecinos enemistados: la Bizancio cató lica, a la que entregó los territorios conquistados por su padre en Andalucí a con Có rdoba a la cabeza; y la colaboració n del rey franco cató lico, y del rey suevo Miro, cató lico tambié n.

Só lo despué s de que esta «persona joven y heroica» (Grisar SJ) hubiese abusado hasta ese punto de la confianza de su padre, y despué s de tenerlo cercado por tres partes, se proclamó rey en Sevilla y atrajo a su bando numerosas otras ciudades y castillos y en el invierno de 579-580 abrió las hostilidades contra un Leovigildo sorprendido por completo. Mas, pese a la grave situació n inicial, é ste supo dividir diplomá ticamente a sus enemigos. Despué s de haber combatido en 581 en el norte a los vascos, tal vez aliados tambié n de Hermenegildo, provocó despué s la deserció n de los bizantinos mediante la fuerte suma de 30. 000 só lidos, y en 583 puso cerco a Sevilla. 16

El santo arzobispo Leandro, desterrado evidentemente por Leovigildo por haber incitado a la rebelió n, se apresuró a marchar a Constantinopla, adonde los bizantinos enviaron tambié n a Ingunde y al hijo pequeñ o de é sta Atanagildo. Ella murió durante el viaje, y Atanagildo a los pocos añ os, segú n parece, en Constantinopla. Pero el arzobispo Leandro, que allí trabó amistad con quien luego serí a el papa Gregorio I, procuró ganarse al emperador Tiberios para que interviniese militarmente en favor de Hermenegildo; mas no tuvo suerte, pues no habí a tropas para Españ a. 17

A comienzos de 584 estalló la sublevació n en Sevilla. El rey suevo Miro, que acudí a al levantamiento del cerco, que ya antes habí a combatido contra Leovigildo y que en 574 habí a establecido con los francos una alianza antigó tica, fue cercado por Leovigildo en su camino a Sevi-


lia y reducido a vasallaje. En 585 el territorio suevo se anexionaba al reino visigó tico.

Hermenegildo habí a abandonado Sevilla antes de su caí da y buscado refugio en Có rdoba entre los bizantinos. Pero é stos dejaron a su aliado en la estacada. Lo dejaron libre a cambio de una fuerte suma de dinero y los territorios ocupados desde 579 volvieron a separarse. Hermenegildo, desterrado a Valencia y luego a Tarragona, fue muerto en esta ú ltima ciudad en 585, tras varios intentos fracasados de reconciliació n por parte de Leovigildo. Su hermano Recaredo habí a jurado que no le ocurrirí a nada malo.

El motivo no está claro, y tampoco sabemos si el propio Leovigildo tomó personalmente parte en el asunto; en cualquier caso fue una «pasió n», «digna de los má rtires antiguos» (Daniel-Rops). «Loco de furor —afirma este historiador cató lico—, Leovigildo acabó dando la orden y el duque Sisberto decapitó a Hermenegildo en la cá rcel. Era la ví spera de Pascua de 585, un hermoso dí a para morir má rtir. » Y evidentemente ni siquiera é l adivina la ironí a de sus palabras: «El Sá bado de gloria del añ o 585 fue la alborada sangrienta del catolicismo en Españ a». 18

Ya papa, Gregorio I deja morir a Hermenegildo por su tenaz resistencia a hacerse arriano y por haberse negado a recibir en Pascua la comunió n de manos de un obispo arriano. Del hijo desleal y rebelde, el «rey Hermenegildo», hizo un má rtir cató lico y la ví ctima inocente del fanatismo arriano. Y cuanto má s lejos van quedando los acontecimientos, los hechos, má s limpia resplandece la aureola de santo en torno a la cabeza del traidor, hasta que en 1586 Sixto V, «el papa de hierro», lo canonizó.

Sin embargo, ni Recaredo, a quien su padre envió al calabozo y quien poco despué s se hizo cató lico, encontró excusa alguna para su hermano. Pues «¿ qué motivo justo podí a existir para empuñ ar las armas contra el padre? ».

Incluso para los obispos cató licos Juan de Biclaro, Gregorio de Tours e Isidoro de Sevilla no pasa de ser Hermenegildo el rebelde derrotado por una guerra civil sangrienta. Los tres le califican de «insurrecto». El obispo Juan, que en tiempos habí a sido desterrado por Leovigildo, registra pese a ello añ o tras añ o con satisfacció n no disimulada las derrotas del hijo desleal. Y tambié n el obispo Gregorio, que sobrevivió un decenio a Hermenegildo, no ve con la mayor parte de los autores antiguos, incluidos los cató licos, en el prí ncipe pé rfido, al que en ocasiones incluso llama «miserable» (miser) y al que condena resueltamente, no ve digo a un santo. O lo es ú nicamente, a la luz de la famosa expresió n de Helvetius, sobre los mil criminales que fueron declarados santos. 19

Los parientes cató licos de Ingunde en el reino franco, a quienes por lo demá s probablemente no les inquietaba un poco má s de sangre verti-


 

da, se irritaron esta vez y no poco. Y el rey Guntram, el santo, inició una guerra de destrucció n, que se cebó especialmente en los territorios adyacentes a Nimes y Narbonne. A lo que parece por la ejecució n de Hermenegildo, que un buen cristiano y cató lico tení a que vengar naturalmente. Lo que en realidad querí a Guntram era conquistar la Septimania (actual Languedoc), que pertenecí a a los visigodos. Tambié n participó en dicha guerra Childeberto II, hijo de Brunichilde y hermano de Ingunde, mientras que Fredegunde establecí a relaciones con Leovigildo.

Tras cuidadosos preparativos el añ o 585 un ejé rcito burgundio penetró a sangre y fuego en la regió n del Ró dano, al tiempo que otro aquitá nico lo hací a contra la Septimania. Ademá s una flota desembarcó en Gallaecia (Galicia). Pero la armada de Guntram fue aniquilada por completo y el ejé rcito invasor sufrió un grave revé s en Carcassone. Segú n Gregorio fueron alrededor de 5. 000 los francos que perecieron y má s de 2. 000 los que fueron hechos prisioneros. Ambas formaciones francas las rechazaron de nuevo los visigodos bajo Recaredo a territorio franco, donde como de costumbre llevaron a cabo innumerables crueldades y saqueos, especialmente en Provenza, que má s tarde, de regreso, tambié n devastó y asoló Recaredo, el hijo de Leovigildo. 20

Tras sus iniciales tentativas de compromiso entre ambas confesiones se comprende que ahora Leovigildo desarrollase una polí tica marcadamente anticató lica, para la que se sirvió tambié n de la Iglesia arriana que controlaba, decidiendo incluso en las cuestiones de fe como instancia suprema. Tambié n intentó inducir de nuevo al arrianismo a los suevos, que habí a incorporado a su reino. Que personalmente en 586, ví ctima de una grave enfermedad, hubiese abrazado el catolicismo en su lecho de muerte en su capital, segú n divulgaron poco despué s algunos cí rculos cató licos, es una de las frecuentes mentiras de este tipo.

En la tradició n eclesiá stica el ú ltimo gobernante arriano de los godos y uno de sus monarcas má s importantes aparece casi siempre como una encamació n del Anticristo y como «imbuido de la locura de la impiedad arriana», como escribe Isidoro de Sevilla, un cuñ ado del rey. «A muchas gentes las empujó por la fuerza en brazos de la peste arriana; pero a la mayorí a los privó de su salvació n sin persecució n alguna mediante las trampas del oro y de los regalos. » Todaví a en el siglo xx el jesuí ta Grisar fustiga a Leovigildo como un «padre deshumanizado» y teje esta fá bula:

«Como en los tiempos de los primeros má rtires, a los que el españ ol Prudencio habí a cantado tan egregiamente, de nuevo se llenaron entonces las cá rceles pú blicas; muchos fueron azotados y murieron en los tormentos». En realidad, sin embargo, «no puede hablarse de una persecució n... en el peor de los casos hubo destierros» (Claude). 2'


 

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