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Ocaso de Brunichilde y primera cumbre en la cristianización de la idea de rey




 

A la muerte de Childeberto II le sucedieron en el gobierno sus dos hijos: -Teudeberto II (595-612) en Austria, y Teuderico II (595-613) en Burgundia. En realidad quien gobernó de primeras fue Brunichilde, hacié ndolo en nombre de sus nietos todaví a menores de edad, y que só lo poco a poco empezaron a intervenir en las luchas con la casa real de Neustria, luego de haber alcanzado la mayorí a. Pero entonces se sublevó la alta aristocracia austria, que se unió con Clotario II de Neustria, y Brunichilde, que ya estaba cerca de conseguir la hegemoní a sobre Galia, fue expulsada en 599 de la corte de Metz —por un grupo de su propia nobleza, que ya antes habí a conspirado con Neustria—, huyendo a refugiarse junto a Teuderico II, su nieto preferido.

En Burgundia, de la que pronto llegó a ser la verdadera soberana, continuó la lucha contra Clotario y, para tomar venganza de sus enemigos austrios, instigó a Teuderico contra su hermano Teudeberto de Austria, que segú n ella repetí a de continuo no era hijo de un rey sino de un hortelano. Todaví a el añ o 600 ambos hermanos habí an infligido en comú n una grave derrota en el Mame a Clotario II, que por entonces só lo tení a diecisé is añ os, habí an saqueado su reino reducié ndolo de nuevo a una estrecha franja costera en torno a Rouen, Beauvais y Amiens. Y todaví a en 602 conjuntamente habí an combatido a los vascos y «con la ayuda de Dios» los habí an sometido a tributo.

Pero despué s se combatieron mutuamente de forma encarnizada y sangrienta. Y Teuderico, cuyo padrino de bautismo habí a sido el obispo Verano de Cavaillon, varó n muy milagrero (que con la simple señ al de la cruz «sanaba de inmediato por la gracia de Dios»), triunfó dos veces en 602 sobre Teudeberto por obra de su mayordomo Warnachar: una en mayo cerca de Toul, y luego en una segunda batalla junto a Zü lpich. a la cual le habí a incitado especialmente Leudegasio, obispo de Maguncia: «Termina lo que has empezado; este asunto tienes que llevarlo hasta el final con toda energí a», le decí a al rey «el santo y apostó lico señ or Leudegasio». Y «bajo la guí a de Dios» dio remate al asunto.

Cuenta Fredegar que «desde tiempos inmemoriales jamá s los francos ni otros pueblos habí an imciado una lucha tan encarnizada. Fue tal la mortandad entre ambos ejé rcitos que, donde ambos bandos empezaron la batalla, los cadá veres de los muertos no tení an sitio donde poder yacer, sino que los muertos estaban tan apretados entre los otros cuerpos, que se mantení an erguidos cual si viviesen. Pero Teuderico, con la ayuda de Dios, venció una vez má s a Teudeberto; y los vasallos de Teudeberto en su huida de Zü lpich a Colonia fueron pasados a cuchillo


 

cubriendo a trechos el suelo. Ese mismo dí a llegó Teuderico a Colonia y allí se adueñ ó de todos los tesoros de Teudeberto». En Colonia, donde entraron los francoburgundios, Teuderico hizo tonsurar a su hermano para cortarle despué s la cabeza y aniquilar a su familia por completo. «Incluso a un hijo suyo muy pequeñ o lo agarró de un pie por orden de Teuderico uno de su sé quito y lo golpeó contra una roca, hasta que el cerebro se le salió de la cabeza... », refiere Fredegar.

Era el final de una de las innumerables guerras fratricidas puramente cató licas.

El vencedor intentó entonces hacerse con el dominio de toda la Ga-lia y avanzó de inmediato sobre Neustria. Mas cuando estaba en la cumbre del triunfo murió, todaví a en sus añ os mozos, de forma inesperada; era el añ o 613. Tambié n sus hijos fueron asesinados por Clotario II de Neustria, hijo de Fredegunde y de Chilperico. Pero no lo fue el apadrinado Merovec, a quien Clotario encerró en un monasterio, pero «al que continuó amando con el mismo cariñ o con que lo habí a sacado de la sagrada pila del bautismo» (Fredegar). "

A la muerte de Teuderico en Metz inmediatamente hizo Brunichilde que fuera proclamado rey de Austrasia y Burgundia el hijo mayor de aqué l y biznieto suyo, Sigiberto II, que rondaba los diez añ os. Pero los grandes de Austrasia la traicionaron. Capitaneados por los antepasados gloriosos de los carolingios, los dos traidores que fueron el mayordomo Pipino y Arnulfo, el futuro santo y obispo de Metz, los nobles se pasaron al bando de Clotario II. Y tras la alta traició n de la aristocracia austria tambié n la reina fue abandonada por los señ ores feudales de Burgundia a las ó rdenes del mayordomo Warnachar. Lo habí an decidido de antemano, «y desde luego tanto los obispos como el resto de los grandes señ ores laicos —segú n informa el cronista coetá neo, que señ ala ademá s el objetivo de la piadosa Frondra— resolvieron no dejar escapar ni a un solo hijo de Teuderico, sino matarlos a todos y despué s aniquilar a Brunichilde y. promover la soberaní a de Clotario... ».

Con todo ello se sellaba la ruina de la reina, la exclusió n y hasta la eliminació n de la rama austroburgundia de la dinastí a merovingia, a la vez que el triunfo de la nobleza sobre la corona.

El ejé rcito de Brunichilde desertó en Chalons sin haber ofrecido resistencia. Ella huyó al Jura e intentó escabullirse en el interior de Burgundia; pero en Orbe, junto al lago de Neuchatel, fue hecha prisionera por el mayordomo francoburgundio y entregada a su sobrino. Clotario, tan temeroso de Dios como cruel y con una mentalidad totalmente eclesial, y al que como primer rey franco se le comparó con David, cuya «piedad» exalta Fredegar, fue un gobernante, que otorgó al clero nuevos derechos y abundantes donaciones, le garantizó la libertad de las


elecciones episcopales, le eximió de todas las gabelas de los bienes eclesiá sticos, fue «clemente y lleno de bondad para con todos». Este hijo menor de su enemiga mortal Fredegunde la sometió a tortura durante tres dí as (613), cuando ya Brunichilde era casi septuagenaria; hizo despué s que la soldadesca la pasease sobre un camello y, finalmente, la hizo atar de su cabellera, de un brazo y de un pie «a la cola del corcel má s salvaje» y arrastrarla hasta morir, hasta «que se le desprendieron los miembros uno tras otro» (Fredegar). Sus huesos fueron quemados. Y tambié n fue eliminada su descendencia hasta sus biznietos, con la excepció n ú nica del prí ncipe Merovec, ahijado de Clotario.

Pero un investigador moderno escribe: «Fue precisamente bajo este gobernante, cuando —segú n puede demostrarse de forma clara— la cristianizació n de la idea de rey alcanzó una primera cima» (Antó n). Y el monje Joñ as de Bobbio exclama triunfal en su Vita Kolumbani:

«Cuando todo el linaje de Teuderico fue exterminado, Clotario gobernó solo sobre los tres reinos y se cumplió por entero el vaticinio de Columbano. » (Joñ as pudo hacer vaticinar fá cilmente, pues escribí a cual si todo se «hubiese cumplido» desde hací a mucho tiempo; era ya el viejo recurso de la Biblia: los vaticinio ex eventu. )

El patró n especial del rey —como despué s lo serí a de Dagoberto, su hijo, san Dionisio— lo fue su tesorero Desiderio, que luego serí a obispo de Cahors; tambié n lo fueron los posteriores obispos Pablo, Au-doin de Rouen, Eligió de Noyon y Sulpicio de Bourges, que antes habí an ocupado cargos en la corte real. Clotario II puso su residencia en Parí s, capital de todo el reino, siendo entonces reconocido por todo el reino franco. Por lo demá s, hubo de pagar tanto al clero como a la nobleza el apoyo que le habí an prestado y recompensar a los señ ores austrios mediante el Edictum Chiotarii el nombramiento de su hijo Dagoberto como virrey en Austrasia. Con ello quedaba robustecida la alta aristocracia.

Pero el papa Gregorio habí a calculado mal. No fueron Brunichilde ni la rama austria las que salieron victoriosas de aquel cú mulo de atrocidades: el vencedor fue el neustrio Clotario II, a quien Gregorio só lo habí a hecho llegar una ú nica carta de las 854 suyas que se han conservado. El añ o 614 el rey convocó un sí nodo nacional en Parí s, que marcó el comienzo de la Iglesia nacional franca, independiente de Roma a lo largo de un siglo. "

Sin duda que los prí ncipes de la Iglesia franca se vieron envueltos en la polí tica del reino má s que el papa Gregorio. Tal sucedió con el ya mentado Leudegasio, obispo de Maguncia; con el obispo Leudemundo de Sitten o con san Arnulfo de Metz.


 

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