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Muertes porque sí 3 страница




 

[1] Hipó tesis odiosa y estrafalaria. El espí a prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automá tica al portador de la orden de arresto, capitá n Richard Madden. É ste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor. )

 

 

Tema del traidor y del hé roe
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)

 

So the Platonic Year
Whirls out new right and wrong,
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.

W. B. Yeats: The Tower.

Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero á ulico Leibniz (que inventó la armoní a preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algú n modo me justifica, en las tardes inú tiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aú n; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acció n transcurre en un paí s oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La repú blica de Venecia, algú n estado sudamericano o balcá nico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporá neo, la historia referida por é l ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre cié nagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitá n de conspiradores; a semejanza de Moises que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la ví spera de la rebelió n victoriosa que habí a premeditado y soñ ado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmá ticas; Ryan, dedicado a la redacció n de una biografí a del hé roe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policí a britá nica no dio jamá s con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no empañ a su buen cré dito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policí a. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de cará cter cí clico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadá ver del hé roe, hallaron una carta cerrada que le advertí an el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; tambié n Julio Cé sar, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñ ales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traició n, con los nombres de los traidores. La mujer de Cé sar, Calpurnia, vio en sueñ os abatir una torre que le habí a decretado el Senado; falsos y anó nimos rumores, la ví spera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el paí s el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aqué l habí a nacido en Kilvargan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de Cé sar y de la historia de un conspirador irlandé s inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de lí neas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologí as que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesí odo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigració n de las almas, doctrina que da horror a las letras cé lticas y que el propio Cé sar atribuyó a los druidas britá nicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio Cé sar. DE esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobació n, una comprobació n que luego lo abisma en otros laberintos má s inextricables y heterogé neos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick en dí a de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el má s antiguo de los compañ eros del hé roe, habí a traducido al gaé lico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio Cé sar. Tambié n descubre en los archivos un artí culo manuscrito de Nolan sobre los Festpiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos histó ricos en las mismas ciudades y montañ as donde ocurrieron. Otro documento iné dito le revela que, pocos dí as antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el ú ltimo có nclave, habí a firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no coincide con los piadosos há bitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigació n es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo tambié n la entera ciudad, y los actores fueron legió n, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos dí as y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El paí s estaba maduro para la rebelió n; algo, sin embargo, fallaba siempre: algú n traidor habí a en el có nclave. Fergus Kilpatrick habí a encomendado a James Nolan el descubrimiento del traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno có nclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusació n; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. É ste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extrañ o proyecto. Irlanda Idolatraba a Kilpatrick; la má s tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelió n; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecució n del traidor un instrumento para la emancipació n de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramá ticas, que se grabaran en la imaginació n popular y que apresuraran la rebelió n. Kilpatrick juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasió n de redimirse y que rubricarí a su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo í ntegramente inventar las circunstancias de la mú ltiple ejecució n; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglé s William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio Cé sar. La pú blica y secreta representació n comprendió varios dí as. El condenado entró en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras paté ticas, y cada uno de esos actos que reflejarí a la gloria, habí a sido prefigurado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentá neo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros histó ricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimí a y que lo perdí a, má s de una vez enriqueció con actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegá ndose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del hé roe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menosdramá ticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que é l tambié n forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del hé roe; tambié n eso, tal vez, estaba previsto.

 

La forma de la espada
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pó mulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decí an el Inglé s de La Colorada. El dueñ o de esos campos, Cardoso, no querí a vender; he oí do que el Inglé s recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglé s vení a de la frontera, de Rí o Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil habí a sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglé s, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen tambié n que era bebedor: un par de veces al añ o se encerraba en el cuarto del mirador y emergí a a los dos o tres dí as como de una batalla o de un vé rtigo, pá lido, tré mulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la ené rgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su españ ol era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algú n folleto, no recibí a correspondencia.
La ú ltima vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparició n era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglé s; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un paí s con el espí ritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que é l no era inglé s. Era irlandé s, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, despué s de comer, a mirar el cielo. Habí a escampado, pero detrá s de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relá mpagos, urdí a otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peó n que habí a servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora serí a cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiració n o qué exultació n o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglé s se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condició n: la de no mitigar ningú n oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglé s con el españ ol, y aun con el portugué s:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañ eros, algunos sobreviven dedicados a tareas pací ficas; otros, paradó jicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que má s valí a, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueñ o; otros (no los má s desdichados) dieron con su destino en las anó nimas y casi secretas batallas de la guerra civil. É ramos republicanos, cató licos; é ramos, lo sospecho, romá nticos. Irlanda no só lo era para nosotros el porvenir utó pico y el intolerable presente; era una amarga y cariñ osa mitologí a, era las torres circulares y las cié nagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnació n fueron hé roes y en otras peces y montañ as... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tení a escasamente veinte añ os. Era flaco y fofo a la vez; daba la incó moda impresió n de ser invertebrado. Habí a cursado con fervor y con vanidad casi todas las pá ginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialé ctico le serví a para cegar cualquier discusió n. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducí a la historia universal a un só rdido conflicto econó mico. Afirmaba que la revolució n está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman só lo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodí ctico. El nuevo camarada no discutí a: dictaminaba con desdé n y con cierta có lera.
Cuando arribamos a las ú ltimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o despué s, orillamos el ciego paredó n de una fá brica o de un cuartel. ) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabañ a incendiada. A gritos nos mandó que nos detuvié ramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmó vil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudí a Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasió n del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilerí a nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; é ste, mientras huí amos entre pinos, prorrumpió en un dé bil sollozo.
En aquel otoñ o de 1922 yo me habí a guarecido en la quinta del general Berkeley. É ste (a quien yo jamá s habí a visto) desempeñ aba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tení a menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecá maras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algú n modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de cí rculo parecí an perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, tré mula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curació n, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El há bito de la guerra civil me habí a impelido a obrar como obré; ademá s, la prisió n de un solo afiliado podí a comprometer nuestra causa. )
Al otro dí a Moon habí a recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los “recursos econó micos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lú cidas; le dije (con verdad) que la situació n era grave. Hondas descargas de fusilerí a conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañ eros. Mi sobretodo y mi revó lver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tení a fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardí a era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardí n contamine al gé nero humano; por eso rí o es injusto que la crucifixió n de un solo judí o baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razó n: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algú n modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve dí as pasamos en la enorme casa del general. De las agoní as y luces de la guerra no diré nada: mi propó sito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve dí as, en mi recuerdo, forman un solo dí a, salvo el penú ltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los diecisé is camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurrí a de la casa hacia el alba, en la confusió n del crepú sculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañ ero me esperaba en el primer piso: la herida no le permití a descender a la planta baja. Lo rememoro con algú n libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillerí a”, me confesó una noche. Inquirí a nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. Tambié n solí a denunciar “nuestra deplorable base econó micá ', profetizaba, dogmá tico y sombrí o, el ruinoso fin. C'est une affaire flambé e murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde fí sico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve dí as.
El dé cimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; habí a cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadá ver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la punterí a, en mitad de la plaza... Yo habí a salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodí a volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por telé fono. Despué s oí mi nombre; despué s que yo regresarí a a las siete, despué s la indicació n de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardí n. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendié ndome. Le oí exigir unas garantí as de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a travé s de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vé rtigo. Moon conocí a la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesió n. No me duele tanto su menosprecio”.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿ Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuació n de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con dé bil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
—¿ Usted no me cree? —balbuceó —. ¿ No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora despré cieme.

 

 

Emma Zunz
(El Aleph (1949)

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fá brica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguá nuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre habí a muerto. La engañ aron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez lí neas borroneadas querí an colmar la hoja; Emma leyó que el señ or Maier habí a ingerido por error una fuerte dosis de veronal y habí a fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañ ero de pensió n de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Rí o Grande, que no podí a saber que se dirigí a a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresió n fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frí o, de temor; luego, quiso ya estar en el dí a siguiente. Acto contí nuo comprendió que esa voluntad era inú til porque la muerte de su padre era lo ú nico que habí a sucedido en el mundo, y seguirí a sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajó n, como si de algú n modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya habí a empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que serí a.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel dí a del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos dí as felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanú s que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisió n, el oprobio, recordó los anó nimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamá s lo olvidaba) que su padre, la ú ltima noche, le habí a jurado que el ladró n era Loewenthal. Loewenthal, Aaró n Loewenthal, antes gerente de la fá brica y ahora uno de los dueñ os. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo habí a revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuí a la profana incredulidad; quizá creí a que el secreto era un ví nculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabí a que ella sabí a; Emma Zunz derivaba de ese hecho í nfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectá ngulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese dí a, que le pareció interminable, fuera como los otros. Habí a en la fá brica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisació n. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinemató grafo irí an el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumplirí a diecinueve añ os, pero los hombres le inspiraban, aú n, un temor casi patoló gico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la ví spera.
El sá bado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel dí a, por fin. Ya no tení a que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzarí a la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjä rnan, de Malmö, zarparí a esa noche del dique 3; llamó por telé fono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convení a a una delatora. Ningú n otro hecho memorable ocurrió esa mañ ana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó despué s de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que habí a tramado. Pensó que la etapa final serí a menos horrible que la primera y que le depararí a, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajó n de la có moda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la habí a dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podí a haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde serí a difí cil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿ Có mo hacer verosí mil una acció n en la que casi no creyó quien la ejecutaba, có mo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma viví a por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero má s razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjä rnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá má s bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y despué s a un turbio zaguá n y despué s a una escalera tortuosa y despué s a un vestí bulo (en el que habí a una vidriera con losanges idé nticos a los de la casa en Lanú s) y despué s a un pasillo y despué s a una puerta que se cerró. Los hechos graves está n fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿ En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propó sito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le habí a hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hací an. Lo pensó con dé bil asombro y se refugió, en seguida, en el vé rtigo. El hombre, sueco o finlandé s, no hablaba españ ol; fue una herramienta para Emma como é sta lo fue para é l, pero ella sirvió para el goce y é l para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que habí a dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes habí a roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel dí a... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el ú ltimo crepú sculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento má s delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insí pido trají n de las calles, que lo acaecido no habí a contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, vié ndolos y olvidá ndolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardó jicamente su fatiga vení a a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aaró n Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos í ntimos, un avaro. Viví a en los altos de la fá brica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temí a a los ladrones; en el patio de la fá brica habí a un gran perro y en el cajó n de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revó lver. Habí a llorado con decoro, el añ o anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡ una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasió n. Con í ntimo bochorno se sabí a menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creí a tener con el Señ or un pacto secreto, que lo eximí a de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que é l habí a entornado a propó sito) y cruzar el patio sombrí o. La vio hacer un pequeñ o rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetí an la sentencia que el señ or Loewenthal oirí a antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como habí a previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se habí a soñ ado muchas veces, dirigiendo el firme revó lver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intré pida estratagema que permitirí a a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no querí a ser castigada. ) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricarí a la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aaró n Loeiventhal, má s que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podí a no matarlo, despué s de esa minuciosa deshonra. Tampoco tení a tiempo que perder en teatralerí as. Sentada, tí mida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando é ste, incré dulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya habí a sacado del cajó n el pesado revó lver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y có lera, la boca de la cara la injurió en españ ol y en í disch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusió n de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusació n que habí a preparado (“He vengado a mi padre y no me podrá n castigar... ”), pero no la acabó, porque el señ or Loewenthal ya habí a muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podí a, aú n, descansar. Desordenó el divá n, desabrochó el saco del cadá ver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el telé fono y repitió lo que tantas veces repetirí a, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increí ble... El señ or Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increí ble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero tambié n era el ultraje que habí a padecido; só lo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

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