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INTRODUCCIÓN GENERAL 5 страница




Con inflamada indignació n se alzan esos cí rculos, precisamente,
contra «la maní a de juzgar» (Aitmeyer), y dan muestras de su escá ndalo
con ribetes «cientí ficos» cuando un autor, habrá se visto, se atreve a «va-
lorar», cuando «el historiador, reconocida su incapacidad en tanto que
moralista, asume el papel de fiscal», cuando «cae en la tentació n» de
«extremar el rigorismo de su perspectiva», cuando se hunde «en las si-
mas del maximalismo idealista», o adopta «la fraseologí a forense», y
todo ello sin preocuparse del «tradicional problema historiográ fico de la
practicabilidad de las exigencias é ticas» (Volk, S. J. ). 65

¿ Acaso no es grotesco que los representantes juramentados de un
culto misté rico ancestral, los que creen en trinidades, á ngeles, demo-
nios, infiernos, partos de ví rgenes, asunciones celestes de un cuerpo
real, conversiones del agua en vino y del vino en sangre, quieran impre-


sionarnos con su «ciencia»? ¿ Que el jesuí ta Volk (a quien la regla deci-
motercera de su orden impone creer «que lo que yo tengo por blanco no
es tal, sino negro, si lo manda la jerarquí a eclesiá stica») pueda presumir
de un «espí ritu de lú cida independencia y objetividad»? ¿ Y no será el
colmo de lo grotesco que personajes semejantes sigan recibiendo los ho-
nores del propio mundo cientí fico? 66

Pero son ellos precisamente quienes, al tiempo que condenan los jui-
cios de valor y el pretender erigirse en fiscal (por parte de otros), má s
abusan del farisaico lugar comú n, sobre todo en los libros de historia, de
que tal cosa y tal otra hay que entenderlas «teniendo en cuenta el espí ritu
de la é poca» (Dempf); durante el imperio romano tardí o, por ejemplo, la
aplicació n de leyes contra el bandidaje a los «herejes» convictos, o me-
jor dicho toda la polí tica eclesiá stica de los emperadores de ese perí odo,
«o tambié n —como agrega el mismo Dempf, siempre tan servicial—-
como en el perí odo comparable de nuestra cultura occidental [! ], la é po-
ca de las guerras de religió n, o sea, digamos, de 1560 a 1648». 67 De todo
eso y mucho má s, incluyendo el tiempo transcurrido entre esas dos é po-
cas, se nos invita a hacernos cargo en nombre del «espí ritu de la é poca»,
para que lo comprendamos y disculpemos. En particular, los teó logos
historiadores de la Iglesia se ven obligados a utilizar con asiduidad estos
argumentos, que no serí a lí cito rechazar siempre o por principio, ate-
nuantes, exculpatorios o absolutorios. Ellos dicen que hay que com-
prender, lo explican, nosotros lo comprendemos, y una vez comprendi-
das así las cosas desde «el espí ritu de la é poca», dejan de parecemos tan
graves, empieza a parecemos que no pudieron ser de otro modo; al fin y
al cabo, ¿ no obedece toda la historia a la voluntad del Señ or?

En 1977, el teó logo Bernhard Kó tting declaró ante la Academia de
Ciencias de Renania-Westfalia que no serí a justo exigir hoy que los
obispos de la é poca constantiniana «hubieran solicitado al emperador
un trato igual para todos los grupos religiosos, obedeciendo al espí ritu
de la caridad cristiana pongamos por caso. Eso serí a querer determinar
desde nuestros criterios actuales el horizonte espiritual en que viví an los
hombres de la Antigü edad, y proyectar nuestras ideas actuales sobre la
legitimidad del poder polí tico hacia el siglo IV de nuestra era». 68

Tal argumentació n, expuesta en nombre de la perspectiva histó rica,
es precisamente un insulto a dicha perspectiva y es absurda por má s de
un motivo. En primer lugar, la Antigü edad pagana habí a sido bastante
tolerante en asuntos de religió n. En segundo lugar, fueron precisamente
los autores cristianos de los siglos u, III y comienzos del IV quienes recla-
maron con mayor apasionamiento la libertad de cultos, y ello en nombre
del «espí ritu de la caridad cristiana». Y en tercer lugar ¿ qué valor he-
mos de asignar a ese «espí ritu de la caridad cristiana», sabiendo que ha
sido constantemente postergado en el siglo IV como en todos los demá s
transcurridos desde entonces, sin olvidar el siglo XX (sus dos guerras
mundiales, su guerra del Vietnam), ya que seguramente ahora los cris-
tianos no viven en el horizonte espiritual de la Antigü edad, pero


tampoco en el «espí ritu de la caridad cristiana». ¡ No existe la proyecció n
de nociones anacró nicas que se denuncia! En ninguna é poca los podero-
sos (del Estado y de la Iglesia) hicieron el menor caso del «espí ritu de la
caridad cristiana», invocado siempre sobre el papel, ú nica y exclusiva-
mente, pero siempre abyectamente traicionado en la realidad. É se es el
espí ritu de la é poca que hay que considerar, en todas las é pocas idé ntico
a sí mismo, y lo demá s son trampas para incautos. Pero el «espí ritu de la
é poca», siempre ú til a toda aplicació n apologé tica, anida en las mentes
queriendo disculpar, queriendo quitar hierro. El mismo Goethe ironiza-
ba sobre esto en su Fausto:

Lo que llamá is espí ritu de los tiempos,
en el fondo no es sino el espí ritu de los amos.

Si no nos vale el testimonio del poeta, por notoriamente anticristia-
no y no poco anticlerical, acudamos al de san Agustí n: «Corren malos
tiempos, tiempos miserables, dice la gente. Dejadnos vivir bien, y sean
buenos los tiempos. Porque nosotros mismos somos los tiempos que
corren; tal como seamos nosotros, así será nuestro tiempo». 69
En otros
sermones suyos, San Agustí n reiteró esta idea de que no hay por qué
acusar a los tiempos ni al «espí ritu de la é poca», sino a los mismos hu-
manos que (como los historiadores de hoy mismo) acusan de todo a los
tiempos que corren, a la é poca miserable, difí cil y turbia. Porque «el tiem-
po no ofende a nadie. Los ofendidos son los hombres, y otros hombres
son los que infligen las ofensas. ¡ Oh dolor! Se ofende a los hombres, se
les roba, se les oprime, y ¿ por obra de quié n? No de leones, no de ser-
pientes, no de escorpiones, sino de los hombres. Y así viven los hombres
el dolor de las ofensas, pero ¿ no hará n ellos mismos otro tanto, así que
puedan, y por mucho que lo hayan censurado? ». 70

San Agustí n sabí a muy bien de qué hablaba, pues la ú ltima frase de
la cita le cuadra perfectamente a é l mismo (vé ase el capí tulo 10). Por
otra parte, y a diferencia de Voltaire, yo no estoy tan convencido de
que exista una raison universelle imperecedera. Ni tampoco transfiero
al remoto pasado las ideas ni las escalas de valores de la actualidad, há -
bito mental al que Montesquieu llamó con razó n, aunque no sin cierta
exageració n, «la má s terrible fuente del error». 71 En toda é poca, sin
embargo, al menos durante los ú ltimos dos mil añ os, las rapiñ as, los
homicidios, la opresió n, las guerras, fueron tenidas por lo que eran y
son; no deberí amos olvidarlo, y menos que nadie los cristianos. Por-
que ellos habí an recibido a travé s de los Sinó pticos el mensaje de Je-
sú s, indiscutiblemente pacifista y social, y los encendidos llamamien-
tos al «comunismo del amor» de los padres y doctores de la primera
Iglesia, hasta bien entrado el siglo iv. En una palabra, el mundo fue
hacié ndose cada vez má s cristiano..., y cada vez peor, en muchos as-
pectos. Porque el cristianismo se funda en una serie de mandamientos,
el del amor al pró jimo, el del amor al enemigo, el no robará s, el no ma-


 


taras; pero tambié n se funda en la astucia, para no respetar ninguno de
esos mandamientos.

Como esto, en el fondo, no pueden negarlo los apologistas, nos obje-
tan que algunas veces (es decir, todas las veces que fue necesario, cual-
quiera que sea el perí odo histó rico que consideremos) los protagonistas
«no eran cristianos verdaderos». Pero veamos, ¿ cuá ndo hubo cristianos
verdaderos? ¿ Lo fueron los sanguinarios merovingios, los francos tan
aficionados a expediciones de saqueo, las mujeres dé spotas del perí odo
lateranense? ¿ Fue cristiana la gran ofensiva de las cruzadas? ¿ Lo fueron
la quema de brujas y de herejes, el exterminio de los indios, las persecu-
ciones casi bimilenarias contra los judí os? ¿ La guerra de los Treinta
Añ os? ¿ La primera guerra mundial? ¿ La segunda, o la del Vietnam? Si
todos é sos no fueron cristianos, ¿ quié n lo ha sido?

En cualquier caso, el espí ritu de los tiempos no ha sido siempre el
mismo en cada é poca concreta.

Mientras los cristianos iban propagando sus Evangelios, sus creen-
cias, sus dogmas, mientras transmití an su infecció n a territorios cada vez
má s extensos, hubo no pocos hombres, como los primeros grandes de-
beladores del cristianismo, Celso en el siglo II y Porfirio en el III, que su-
pieron alzar una crí tica global y aplastante, cuyas razones todaví a hoy
consideramos justificadas, como admiten incluso, todo hay que decirlo,
los teó logos cristianos del siglo XX.

Pero no eran los paganos los ú nicos que se rebelaban contra la doc-
trina cristiana. En la misma é poca en que se viví a y morí a por la fe en el
dogma de la Trinidad, judí os y musulmanes lo rechazaban calificá ndolo
de provocació n inadmisible; tanto é stos como aqué llos veí an en la para-
doja del Dios hecho hombre un absurdo, una «injusticia», una «ofensa».
Por lo que toca a las doctrinas rivales acerca de la doble naturaleza, el fi-
ló sofo y mí stico islá mico Al Ghazali (1059-1110) no lograba distinguir
en los argumentos de los monofisitas, los nestorianos, los ortodoxos;

só lo veí a manifestaciones «incomprensibles, tal vez de pura necedad y
pobreza de espí ritu». 72

Al igual que en los pensamientos, las personas de una misma é poca
difieren asimismo en las obras.

Mientras el cristianismo se hací a culpable de tropelí as espantosas, el
budismo, que no tuvo nunca en la India una Iglesia organizada al estilo
occidental, ni autoridad central dedicada a homologar la fe verdadera,
daba muestras de una muy superior tolerancia. Los creyentes no sacer-
dotes no contraí an ningú n compromiso exclusivo, ni eran obligados a
abjurar de otras religiones, ni se convertí a a nadie por la fuerza. Muy al
contrario, su amplitud de miras frente a las demá s confesiones de otros
paí ses fue precisamente uno de sus «rasgos caracterí sticos» (Mensching). 73

Sus virtudes pacificadoras pueden observarse, por ejemplo, en la
historia del Tí bet, cuyos habitantes, nació n guerrera entre las má s temi-
das de Asia, se convirtieron en una de las má s pací ficas bajo la influen-
cia del budismo. En ese paí s, pese a su profunda religiosidad y a la exis-


tencia de una jerarquí a sacerdotal bien organizada, reinó la tolerancia
má s absoluta entre toda clase de creencias y de sectas. Con razó n escri-
be el lama budista Anagarika Govinda: «Las religiones que admiten
plenamente la individualidad humana con todos sus derechos, se con-
vierten automá ticamente en impulsoras de la humanidad. Por el contra-
rio, las que elevan la pretensió n de poseer la verdad en exclusiva, o las
que desprecian el valor del individuo y de las convicciones individuales,
amenazan convertirse en enemigas de la humanidad, y ello en la misma
medida en que la religió n pase a convertirse en cuestió n de poder polí ti-
co o social». 74

El espí ritu del tiempo ni siquiera imperaba sin lí mites entre los cris-
tianos; ¡ no todos estaban ciegos! Así, el gran trovador Peire Cardinal
ironizaba sobre Hugo de Monfort y su epitafio: «Cuando uno mató gen-
te, derramó sangre, condenó almas, instigó asesinatos, anduvo en con-
sejo de reprobos, incendió, destruyó, violó, usurpó tierras, destripó mu-
jeres y degolló niñ os, entonces dicen que mereció la corona de los Cielos
y brillará allí para siempre». 75 Durante el siglo XIII llegó a desarrollarse
toda una literatura satí rica contra las cruzadas, como en estos sarcasmos
del francé s Ruteboeuf:

Que se atiborren de vino primero

y duerman ebrios junto al fuego,

luego tomen la cruz con hurra y alegrí a

y asila cruzada veré is que ha comenzado,

que mañ ana, con la primera luz del dí a,

en desbandada y deshonor habrá terminado. 76

Quiere decirse que no todo el mundo andaba poseí do del espí ritu de
su é poca, ni privado de la facultad crí tica y de la capacidad para compa-
rar, verificar y juzgar. En todos los siglos existió una conciencia moral,
incluso entre cristianos, y no menos que entre «herejes». ¿ Por qué no
habrí amos de aplicar al cristianismo su propia escala de medida bí blica,
o en ocasiones incluso patrí stica? ¿ No dicen ellos mismos que «por sus
frutos los conoceré is»?

Como cualquier otro crí tico social yo soy partidario de una historio-
grafí a valorativa. Considero la historia desde un compromiso é tico, que
me parece tan ú til como necesario, de «humanisme historique». Para
mí, una injusticia o un crimen cometidos hace quinientos, mil, mil qui-
nientos añ os son tan actuales e indignantes como los cometidos hoy o los
que sucederá n dentro de mil o de cinco mil añ os.

Escribo, por tanto, con intencionalidad polí tica, que no es otra sino
la ilustrada y emancipadora. Siempre estaré má s cerca de la «histoire
existentielle» que de la «histoire scientifique». Y la cuestió n, ú ltima-
mente muy debatida, de si la historia es o no una ciencia (cosa que ya
negaban Schopenhauer y Buckie), apenas me preocupa. Los esfuerzos
(casi dirí a los esguinces) polé micos de muchos historiadores profesiona-


les, deseosos de probar el cará cter cientí fico de su disciplina, me pare-
cen sospechosos, y muchas veces no tan «cientí ficos» como «demasiado
humanos». Mientras exista el gé nero humano habrá historia; qué nos
importa que se le reconozca el predicado de cientí fica o no. Tampoco la
teologí a es una ciencia (si lo fuera, serí a la ú nica que no consigue averi-
guar nada acerca del objeto de sus investigaciones; al menos los historia-
dores se salvan de ese reproche), pero tiene má s cá tedras que otras disci-
plinas que sí lo son. Al menos, en Alemania federal y durante el sé ptimo
decenio del siglo XX, habí a en Wü rzburg diez cá tedras para 1. 149 estu-
diantes de ciencias polí tico-sociales, y diecisé is cá tedras para 238 futuros
teó logos. Má s aú n, en Bamberg, el Estado federal de Baviera, goberna-
do por los socialcristianos, financiaba once plazas de nú mero para trein-
ta estudiantes de teologí a. Es decir, má s profesores numerarios para
treinta futuros expertos en asuntos de tejas para arriba (si no abando-
naban antes la carrera) que para 1. 149 estudiantes de otras ciencias no
tan orientadas al Má s Allá. 77

Tengo para mí que la historia (y habrá bastado el ejemplo anterior,
que no es sino una gota en un océ ano de injusticias) no puede cultivarse
sine ira et studio. Serí a contrario a mi sentido de la equidad, a mi compa-
sió n para con los hombres. El que no tiene por enemigos a muchos, es
enemigo de toda humanidad. Y quien pretenda contemplar la historia
sin ira ni afectació n, ¿ no se parece al que presencia un gran incendio y
ve có mo se asfixian y abrasan las ví ctimas sin hacer nada por salvarlas,
limitá ndose a tomar nota de todo? El historiador que se aferra a los cri-
terios de la ciencia «pura» es forzosamente insicero. O quiere engañ ar a
los demá s, o se engañ a a sí mismo. Dirí a má s, es un delincuente, porque
no puede haber delito peor que la indiferencia. Ser indiferente es facili-
tar el homicidio permanente.

Estos juicios, que quizá parezcan extravagantes o excesivamente se-
veros, son consecuencia del doble sentido de la noció n de historia, que
se refiere tanto al suceso mismo como a la descripció n de lo sucedido,
res gestae y rerum gestarum memoriae. Y la historiografí a no es só lo gra-
fí a sino tambié n historia, parte de la misma, puesto que no se limita a re-
flejarla, bajo el matiz que sea; el historiador hace historia tambié n. Im-
porta tener presente que la reflexió n deriva en acció n, que influye en las
ideas y en los actos de los humanos, de sus dirigentes y corruptores, in-
fluencia que en algunos casos ha podido ser determinante. En conse-
cuencia, toda historiografí a reviste tres aspectos: «narra la historia, es
historia y hace historia» (Beumann). 78

Los historiadores nunca han dejado de tener una opinió n excelente
acerca de ellos mismos. La misma ha ido mejorando en el decurso del
tiempo y nunca ha estado tan hipertrofiada como hoy, pese a todos los
dé ficits teó ricos, escrú pulos metodoló gicos, titubeos y autojustificacio-
nes, pese a la diversidad de escuelas historiográ fí cas rivales, para no ha-
blar de los ataques externos. «El lugar de la historia pré terita-desnatu-
ralizada es la cabeza del historiador. De la historia real, no puede con-


servarse en aqué lla sino su contenido» (Junker/Reisinger). En el si-
glo XX, precisamente, los historiadores han llegado a creerse protago-
nistas de la historia, hasta el punto que justifican la crí tica de Edward
Hallet Carr: «Historia es lo que hace el historiador». 79

Sin embargo, esto só lo es una parte de la, verdad. Es má s importante
recordar que, por lo general, se hace historia a favor o en contra de los
hombres, que siempre ha gobernado una minorí a para la mayorí a y en
contra de ella, en contra de las masas dolientes y pacientes. La regla es
que la historia polí tica se funda en el poder, en la violencia, en el cri-
men; y por regla general tambié n, esto no só lo lo silencia la mayorí a de
los historiadores, sino que muchos prefieren alabarlo, como siempre, al
servicio de los potentados y del espí ritu de los tiempos. Por tanto, tam-
bié n es regla que la historiografí a no tiende a mejorar la polí tica, sino
que por lo general «se deja corromper por ella» (Ranke)..., y la corrom-
pe a su vez. Pues así como serí a posible hacer la polí tica en favor de
la mayorí a, pero má s comú nmente se hace en contra de ella, tambié n la
historiografí a procede en contra de ella. A nosotros, en cambio, lo que
nos importa no es la revolució n en el trono, sino el destino de los hom-
bres, como dijo Voltaire. Muchos historiadores, en vez de decirse homo
sum
como era su deber, prefirieron dedicarse a la descripció n de bata-
llas. Y si conserva hoy su validez la sentencia de san Juan Crisó stomo,
«el que elogia el pecado es má s culpable que el que lo comete», enton-
ces los que elogian los crí menes de la historia y ensalzan a los criminales,
¿ no son incluso peores que é stos? 80

Lo cual nos obliga a plantearnos la cuestió n siguiente: ¿ Qué es cri-
men? ¿ Quié nes son criminales?

Para responder a eso no voy a citar el Có digo Penal, teniendo en
cuenta que tales có digos tienden siempre a la reproducció n de lo social-
mente establecido, a expresar la ideologí a del Establishment, por cuanto
se escriben bajo la influencia de la minorí a dominante y en contra de la
mayorí a dominada. Yo me fundo en la communis opinio, a la que no es
del todo ajena la ciencia jurí dica cuando establece que es homicida el
que mata a otro intencionadamente, sobre todo cuando lo hace por mo-
tivos «bajos», como quitarle sus bienes o ponerse en su lugar, por ejem-
plo. Só lo que la Justitia hace una gran diferencia entre matar a uno o
matar a millones: só lo lo primero es crimen. Y tambié n hace diferencia
entre matar a millones y robar millones: só lo lo segundo es justiciable.
Para mí, esa «justicia» no es digna de su nombre.

Pero el sentido comú n, que pretende tener claro quié n es un crimi-
nal, tambié n cree saber bien a quié nes convierte en hé roes. ¿ Quié n ha-
brá contribuido má s a ello, despué s del Estado y de la Iglesia, sino la
historiografí a? En la mayor parte de las fuentes relativas a nuestra era
ha predominado la tradició n de los opresores, y ha sido ignorada la de
las capas oprimidas. Se presenta bajo la luz má s favorable a los actores
de la historia, al reducido grupo de los dé spotas que la hicieron; los lo-
mos que la soportaron quedan en la oscuridad, siempre o casi siempre,


De tal manera que la influencia de la historiografí a, sobre todo la de los
ú ltimos siglos, puede tildarse de catastró fica. No fue hasta 1984 cuando
Michael Naumann demostró en su trabajo El cambio estructural del he-
roí smo
que, desde la é poca absolutista, «el poder polí tico, las institucio-
nes sociales, la historia y la identidad nacional tienden a " condensarse"
y " personificarse" en la figura del hé roe nacional», que tambié n las
masas han interiorizado los actos de tales hé roes como «existencial-
mente representativos» y «dignos de emulació n», y que «siempre han
sido los historiadores los primeros en presentar como " hé roes" a estos
personajes». 81

Ahora bien, el heroí smo, y sobre todo el heroí smo polí tico, suele ser
má s a menudo la mala disposició n que quiere la ruina de otros, que la
buena disposició n para el autosacrificio. Y si Jean Paú l dijo que la histo-
ria no só lo era la novela má s verí dica que jamá s hubiera leí do, sino tam-
bié n la má s hermosa, seguramente no llegaremos a saber nunca qué ra-
zones tendrí a para decirlo. Ni tampoco por qué Goethe («en una de sus
manifestaciones má s conocidas», segú n Meinecke) afirmó que lo mejor
que nos queda de la historia es el entusiasmo que ella suscita. La historia
del intelecto, no diré que no. La historia del arte, indudablemente.
Pero, ¿ la polí tica? ¿ Esta canció n malsonante? 82

Sea como fuere, tenemos que Thomas Cariyie, «el virrey de Goethe
en Inglaterra» presenta la Historia universal, en su obra programá tica-
mente intitulada Los hé roes y el culto del hé roe {Hé roes ana Hero Worship)
como la historia de los grandes hombres. O lo que es lo mismo, la fuer-
za como fuente de la legitimidad. En ello ha coincidido la inmensa ma-
yorí a de los historiadores profesionales, a los que realmente deberí amos
llamar historiadores del Estado y que, en gran parte, no son sino funcio-
narios estatales que adoran a esos «grandes» hombres igualmente dotados
para el mal como para el bien, a tal punto que el historiador Treitschke,
hijo de un general de Sajonia, llegó a censurar la lucidez moralizante que
«só lo concibe la grandeza como lo opuesto al desafuero». 83

Ni siquiera una cabeza tan clara como la de Hegel consiguió ver la
cuestió n de otro modo; pero esto no debe sorprendernos, tratá ndose de
un intelecto que por su parte se creí a en posesió n de la verdad absoluta
(en contradicció n con el sistema desarrollado por é l mismo), que se te-
ní a por un fiel «cristiano luterano» y que en su Filosofí a de la historia
identificó a é sta con la revelació n divina; que, por otra parte y como
má ximo panegirista de la autoridad estatal en su versió n má s intole-
rante, rechazó todo lo marginal, todo lo diferente, como en el caso de
«la demencia de la nació n judí a», en algunos pasajes llamada «incom-
patible [... ] con las demá s naciones», y que reserva todo su odio para los
dé biles y contestatarios, a los que llama «miembros gangrenados», «se-
res pró ximos a la descomposició n», al tiempo que desaprueba las polí ti-
cas «de pañ os calientes» y las «medidas suaves», como apologista que
fue de la violencia, de «proceder con la má xima intransigencia», que re-
comendaba que el Estado debí a justificarse a sí mismo «por medio de la


violencia» a fin de obtener «la sumisió n del hombre a la autoridad». En
cuanto a «esa chusma del pueblo alemá n», serí a preciso reunirí a en una
masa «mediante la violencia de un conquistador», para obligarla a «com-
portarse como corresponde a Alemania». «Así, todos los grandes Esta-
dos se crearon por la violencia superior de los grandes hombres»; en
coherencia con ello, para Hegel la paz, y no hablemos de la idea kantia-
na de la paz permanente, es una pesadilla, ya que, a largo plazo, signifi-
carí a «el apoltronamiento de la humanidad» e incluso «la muerte». En
cambio, la guerra tiene la «significació n superior» de servir para «pre-
servar la salud moral de los pueblos, lo mismo que el movimiento de los
vientos impide que se estanquen las aguas del mar». En cuanto al «esta-
mento militar», Hegel dice sin rodeos que «le incumbe el deber [... ] de
sacrificarse». Ahora bien, el sacrificio (a veces eü femí sticamente llama-
do «abnegació n») «en pro de la individualidad del Estado» es tambié n
deber general. La obediencia es el principio de toda sabidurí a, como
dijo ya san Agustí n..., y en efecto, ese principio conduce muchas veces a
la muerte «heroica». «El verdadero valor de los pueblos cultos [! ] es la
disposició n para sacrificarse al servicio del Estado», y ya que los Esta-
dos se reconocen los unos a los otros incluso durante las guerras, y que
«incluso en la guerra misma la guerra se determina como una situació n
pasajera», Hegel concluye que «la guerra moderna es má s humana, ya
que no se enfrentan personas alzadas en odio contra personas», tí pica
idea cristiana por cierto, casi como de cura de regimiento; si Hegel hu-
biese conocido la posibilidad de una guerra ató mica-bacterioló gica-quí -
mica, sin duda habrí a visto bellamente confirmadas sus previsiones.
Dios se encarga de que todo se presente en su punto: «La humanidad
necesitaba de la pó lvora, y la pó lvora fue inventada». La humanidad ne-
cesitaba de un Hegel, y hete aquí que apareció el maestro. Necesitaba
guerras má s humanas, y no le faltaron. No hay nada comparable a un
pensador imperté rrito, capaz de escribir incluso que los actores de la
historia «merecieron la fama por hacer lo que hicieron como lo hicieron.
No se podrí a decir cosa peor del hé roe, sino que actuó inocentemente,
porque el honor de los grandes caracteres consiste en soportar las cul-
pas», en efecto, mientras que la culpabilidad vergonzosa queda reserva-
da para los «pequeñ os»; a é stos, cuando son culpables, y a veces aunque
no lo sean, les toca la cá rcel, el nudo corredizo o la silla elé ctrica. A los
grandes criminales, en cambio, el elogio de los historiadores y de los fi-
ló sofos de la historia. 84

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