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INTRODUCCIÓN GENERAL 6 страница




No falla; si generaciones enteras han tenido maestros así, ¿ có mo ha
de extrañ arnos que se dejaran seducir por el primer aventurero que les
deparase la historia? ¿ No andarí an mejor los asuntos de la humanidad,
y tambié n los de la historia, si los historiadores (y las escuelas) ilumina-
sen y educasen basá ndose en criterios má s é ticos, condenando los crí -
menes de los soberanos en vez de alabarlos? Pero la mayorí a de los his-
toriadores prefieren difundir las heces del pasado como si hubieran de
servir como abono para los paraí sos del porvenir. La historiografí a ale-


mana, sobre todo, se encargó de colaborar al mantenimiento de las for-
mas histó ricas tradicionales así como de las sociales, a la reproducció n
del «orden» existente (un orden que no es en realidad sino caos social y
guerra continua, interna y externa), en vez de contribuir a derribarlo.
La historiografí a alemana, sobre todo, vinculó su suerte al apriorismo
nacionalista. A partir del siglo XIX, entra en el remolino de la idea del
Estado nacional, del optimismo patrió tico y de la fe en la construcció n
nacional. Ella padeció desde luego esas tendencias en mayor medida
que la historiografí a de otros paí ses, pero tambié n contribuyó lo suyo a
configurarlas. En cambio, la vinculació n entre los procesos polí ticos y
los sociales, es decir la historia social (que va a desempeñ ar un papel im-
portante en esta obra, y que habí a tomado un impulso considerable a
partir de finales del siglo xix), ha preferido ignorarla y casi proscribirla,
porque se entendí a que «nuestro Estado, nuestra polí tica de gran poten-
cia, nuestra guerra, está n al servicio de los bienes superiores de nuestra
cultura nacional», que Alemania «representa la idea de la nació n en su
forma má s elevada» y el enemigo, por el contrario, «el nacionalismo
má s brutal», como afirmaba en tiempos de la primera guerra mundial
Friedrich Meinecke, má s tarde convertido al liberalismo de izquierdas.
Y todaví a despué s de lo de Hitler, cuando algunos empezaron a abrir los
ojos, la gran mayorí a de los historiadores, y no só lo dentro de nuestras
fronteras (cada vez má s reducidas, como resultado de aquella misma
polí tica de gran potencia), aunque desengañ ados de la idealizació n y la
adoració n del Estado, no obstante quieren seguir justificá ndolo y defen-
dié ndolo, y ni siquiera en la historiografí a alemana má s reciente halla-
mos apenas criterios «cientí ficos», sino la proyecció n de determinados
intereses de la actualidad hacia el pasado, lo que ha dado lugar a «las
tendencias claramente restaurativas de la historia alemana de posgue-
rra», segú n Groh. 85

Continú an bien arraigados en las mentes, y por desgracia no só lo en las
de los historiadores, el nacionalismo polí tico, ahora llamado «europeí s-
mo» (que no es sino un nacionalismo ampliado para peor) y la mentalidad
de gran potencia: el imperialismo, en una palabra. Es casi repugnante
leer siempre las mismas justificaciones por parte de los eruditos, tanto los
eclesiá sticos como los no eclesiá sticos e incluso los antieclesiá sticos.

Ejemplo de ello, para citar só lo uno, es la glorificació n cotidiana de
Carlomagno (o Carlos el Grande), un hé roe casi universalmente enco-
miado hasta alturas celestiales: el mismo que durante sus cuarenta y seis
añ os de reinado y perpetuas guerras emprendió casi cincuenta campa-
ñ as y que saqueó todo lo que pudo en los cientos de miles de kiló metros
cuadrados de su imperium Christianum (Alcuino), su regnum sanctae ec-
clesiae (Libri Caroliní ),
en virtud de cuyos mé ritos fue elevado a los al-
tares en 1165 por Pascual III, el antipapa de Alejandro III, siendo con-
firmada la canonizació n por Gregorio IX y no anulada por ningú n papa
posterior, que yo sepa; durante mi infancia, yo todaví a celebraba mi
onomá stica en la fecha de «San Carlos el Grande».


Naturalmente, los historiadores no dicen que un hombre de ese cali-
bre fuese un saqueador, un incendiario, un homicida, un asesino y un
cruel tratante de esclavos; el que escribe en esos té rminos se desacredi-
ta ante el mundo cientí fico. 86 Los investigadores auté nticos, los espe-
cialistas, usan otras categorí as muy distintas; las peores expediciones
de saqueo y los genocidios de la historia vienen a llamarse expansiones,
consolidació n, extensió n de las zonas de influencia, cambios en la corre-
lació n de fuerzas, procesos de reestructuració n, incorporació n a los do-
minios, cristianizació n, pacificació n de tribus limí trofes.

Cuando Carlomagno sojuzga, explota, liquida cuanto encuentra a su
alrededor, eso es «centralismo», «pacificació n de un gran imperio»; cuan-
do son otros los que roban y matan, son «correrí as e invasiones de los ene-
migos allende las fronteras» (sarracenos, normandos, eslavos, avaros),
segú n Ká mpf. Cuando Carlomagno, con las alforjas llenas de santas reli-
quias, incendia y mata a gran escala, convirtié ndose así en noble forjador
del gran imperio franco, el cató lico Fleckenstein habla de «integració n
polí tica» e incluso viene a subrayar que no se trataba «de una empresa
extraordinaria [... ], sino de una operació n que implicaba una misió n
permanente». Nada má s cierto. Lo que pasó fue que «el Occidente», se-
gú n Fleckenstein (pero casi todos los historiadores escriben así ), «no
tardó en dilatarse má s allá de la frontera oriental de Alemania», termi-
nologí a que tiende a evocar un fenó meno de la naturaleza o de la biolo-
gí a, el crecimiento de una planta o el desarrollo de un niñ o... Algunos
especialistas usan expresiones incluso má s inocuas, pací ficas, hipó critas y; U
como Camill Wampach, catedrá tico de nuestra Universidad de Bonn; ^
«El paí s invitaba a la inmigració n, y la regió n limí trofe de Franconia daba?;

habitantes a las tierras recié n liberadas», 87                         ^

Sin embargo podrí amos describir con má s lucidez lo que ocurrió en -^
realidad, y ni siquiera serí a necesario que padeciese por ello la «grande-1,
za»: «El emperador Carlos fue grande como conquistador. Ahora se le; í
planteaba la misió n aú n má s grande de crear un nuevo orden allí donde; í
hasta entonces, só lo se habí a presentado como destructor». Así es: pri-
mero se destruye, despué s se edifica un «nuevo orden». Y partiendo de
ese «nuevo orden», salimos otra vez de nuestras fronteras, o bien para
seguir «renovando el orden», lo que desde luego nos obliga a seguir pre-
sentá ndonos como destructores, o si eso no fuese posible, para conti-
nuar con las escaramuzas fronterizas; lo que importa en todo caso, es se-
guir creciendo. 88

Acabo de citar una antigua Historia del obispado de Hildesheim (1899),
cuyo autor es un clé rigo no del todo desconocido, el canó nigo Adolf
Bertram, caracterizado por «el realismo de los oriundos de la Baja Sajo-
nia» (Volk, S. J. ). Tan grande fue su realismo que, no conforme con ce-
lebrar la grandeza de Carlomagno, y en su dignidad ulterior de cardenal
y presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, no desdeñ ó la
oportunidad de saludar a un nuevo conquistador y creador de un nuevo
orden en el sur, en el oeste y en el este que, si no ha sido elevado a los al-


tares tampoco nos consta que fuese excomulgado: Adolf Hitler, cuya
anexió n de Austria fue aprovechada por el primado Bertram «para ex-
presar con el debido respeto mi felicitació n y mi gratitud [... ja cuyo fin
he dispuesto un solemne redoble de campanas para el pró ximo domin-
go». Y que todaví a el 10 de abril de 1942 aseguraba «al excelentí simo
Caudillo [Fü hrer] y Canciller del Reich» que los obispos alemanes ele-
vaban sus oraciones «por la continuació n de vuestros é xitos victoriosos
en la guerra [... ]».

Y es que los prí ncipes de la Iglesia, realistas o no, estuvieron siempre
que pudieron al lado de los grandes aventureros de la historia, como
má s adelante iremos viendo, en la medida en que a é stos (al principio)
suele sonreí rles el é xito. Nada impresiona tanto a los prí ncipes de la
Iglesia como el é xito (aunque luego, a toro pasado, suelen apuntarse a
la resistencia). Así, un partidario tan frené tico de la primera y segunda
guerras mundiales como el cardenal arzobispo de Munich Freising, el
«resistente» Faulhaber, pudo afirmar que «cuando el mundo sangra por
mil heridas y las lenguas de los pueblos se confunden como en Babel,
entonces ha sonado la hora de la Iglesia cató lica». Pero ya en el siglo V
(cuando san Agustí n se habí a declarado abierto partidario de la guerra,
aunque fuese la guerra ofensiva), el patriarca Teodoreto decí a que «los
hechos de la historia nos demuestran que la guerra nos favorece má s que
la paz». 89

Incluso un historiador tan importante y tan crí tico para con la Iglesia
como Johannes Haller se entusiasma (en 1935, dicho sea de paso) con
«las hazañ as del gran rey Carlos» y afirma sin rodeos que «la sumisió n
de los sajones era para el imperio franco una necesidad, a los efectos de
la seguridad nacional, y que só lo podí a llevarse a cabo por medio de la
violencia sin contemplaciones, es decir que la razó n no estaba del todo
con los sajones. Ademá s no hay que olvidar que se trataba de incorporar
un pueblo primitivo a un Estado ordenado, es decir, de extender el im-
perio de la civilizació n humana [.. . ]». 90

Debemos entender, pues, que allí donde la historia se produce «por
medio de la violencia sin contemplaciones», se está extendiendo «el im-
perio de la civilizació n humana». Evidente, y así hemos continuado des-
de entonces en todas partes, en Europa, en Amé rica, sobre todo bajo la
enseñ a del cristianismo: explotació n interminable y descarada, y una
guerra tras otra, pero..., no exageremos, hasta que por fin llegamos a la
posibilidad de que desaparezca Europa o la humanidad entera, cuando
el jesuí ta Hirschmann reclama «el valor necesario para arrostrar el sacri-
ficio del rearme nuclear, dada la situació n actual, incluso ante la pers-
pectiva de la destrucció n de millones de vidas humanas», y Gundiach,
tambié n jesuí ta, se plantea incluso la destrucció n del mundo, «ya que,
por una parte, poseemos la seguridad de que el mundo no será eterno, y
por otra parte nosotros no somos responsables de su fin», contando des-
de luego con la aprobació n del papa Pí o XII, que consideraba lí cita in-
cluso la guerra ató mica bacterioló gica-quí mica contra «los delincuentes


sin conciencia». Todo esto bajo el signo de la «extensió n del imperio de
la civilizació n humana». Confesemos, pues, que no se trataba de pacifi-
car naciones primitivas en defensa de un Estado ordenado, sino de la lu-
cha despiadada del má s fuerte contra el má s dé bil, del má s corrompido
contra el (tal vez) menos corrupto. La ley de la selva, en una palabra,
que es la que viene dominando en la historia de la humanidad hasta la
fecha, siempre que un Estado se lo propuso (u otro se negó a someter-
se), y no só lo en el mundo cristiano, naturalmente. 91

Porque, como es ló gico, no vamos a decir aquí que el cristianismo
sea el ú nico culpable de todas esas miserias. Es posible que algú n dí a,
desaparecido el cristianismo, el mundo siga siendo igualmente misera-
ble. Eso no lo sabemos; lo que sí sabemos es que, con é l, necesariamen-
te todo ha de continuar igual. Es por eso que he procurado destacar su
culpabilidad en todos los casos esenciales que he encontrado, procuran-
do abarcar el mayor nú mero posible de ellos pero, eso sí, sin exagerar,
sin sacar las cosas de quicio, como podrí an juzgar algunos que, o no tie-
nen ni la menor idea sobre la historia del cristianismo, o han vivido to-
talmente engañ ados al respecto.

Que toda polí tica de fuerza estuvo siempre acompañ ada de una dis-
cusió n teoló gica, que por ejemplo «la labor teoló gica» continuó durante
la lucha contra el arrianismo y que «no toda la vida de la Iglesia se agota
en las luchas por el poder entre las facciones» (Schneemelcher) es cosa
que nadie niega, y que se cumple para toda la historia del cristianismo.
Pero el autor, despué s de leer tantos plagios al cabo del añ o, no tiene
una gran opinió n de la labor teoló gica ni de la vida de la Iglesia. Muy al
contrario, porque considera que só lo sirven, con sus mentiras dogmá ti-
cas, sus justificaciones homilí ticas y el adormecimiento litú rgico de las
conciencias (las dudas que el sermó n no haya despejado, las ahoga el es-
truendo del ó rgano), a la lucha descarnada por el poder, de la que siem-
pre fueron y siguen siendo instrumentos. 92


CAPÍ TULO 1

ANTECEDENTES
EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

«Y ¿ qué sucedió? [... ] " El á ngel del señ or, dicen, cayó sobre
el campamento de los asirios y mató de ellos a 185. 000 hombres;

y al dí a siguiente, los que se alzaron no vieron má s que cadá veres".

É sos son los frutos del temor de Dios [... ]. »
SAN CIRILO DE ALEJANDRÍ A, DOCTOR DE LA IGLESIA1

«... muestra claramente que la historia cultural e historia polí tica
no se pueden separar. Esto, que es patente en general, lo es mucho má s
en el caso de Israel, en cuya historia apenas se menciona una batalla
que no tenga algú n motivo religioso».

MARTINUS ADRIANUS BEEK2

«Má s peligroso que la inseguridad de los caminos y las bandas
de patriotas y salteadores de las montañ as fue el avance
de la teologí a judí a. »

THEODOR MOMMSEN3

«En todo lugar se advierte fá cilmente que las penas má s extravagantes
son siempre las debidas a la intervenció n de los teó logos [.. . 1. »

«Al exterminio de los paganos vino a sumarse la metó dica
destrucció n de sus cultos y sus objetos de culto. [.. . 1 El asesinato
de religiosos de las demá s creencias, con sus mujeres y sus hijos,
se considera como una manera de proceder
tí picamente israelita. »

ERICHBROCK4

«Gracias a la lucha contra los cananeos quedó vencido el politeí smo
y fue posible la conquista de la tierra prometida por el Dios de los
padres, para que sirviera como plataforma de la Revelació n. La guerra
contra los cananeos fue, por tanto, una guerra de religió n, lo mismo
que las futuras cruzadas de los cristianos
en aquellos mismos lugares,
y por eso se sirvió de la misma arma religiosa de la confianza en el Señ or,
que decí a: " Dios lo quiere". »

CARDENAL MICHAEL FAULHABER5


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