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Mucho dinero para «el Señor»: el óbolo del Templo




Los historiadores griegos Hecateo y Aristeas, que viajaron por Pa-
lestina hacia la é poca de la restauració n, alrededor del añ o 300 a. de C.,
admiraron la pompa con que se presentaba el sumo sacerdote y el nú me-
ro de los que celebraban en el templo, no inferior a setecientos. Pero
tambié n el autor de la «Sabidurí a de Jesú s, hijo de Sirac», oriundo se-
guramente de Jerusalé n y doctor de la Ley, elogiaba hacia el añ o 170 a.
de C. la impresió n que causaba el sumo sacerdote en el pueblo: «Cuan
magní fico era [... ], como lucero de la mañ ana entre tinieblas [... ], como
las azucenas junto a la corriente de las aguas [... ], rodeado del coro de
sus hermanos, y a la manera de un alto cedro sobre el monte Lí bano,
como una hermosa palmera cercada de sus renuevos y racimos [... ]. Asi-
mismo todo el pueblo, a una, se postraba de repente sobre su rostro en
tierra para adorar al Señ or Dios suyo [... ]; entonces el sumo sacerdote,
bajando del altar, extendí a sus manos hacia toda la congregació n [... }
para dar gloria al Señ or con sus labios y celebrar su santo nombre». 56
Casi como el ensayo de una aparició n pú blica del papa hoy dí a..., só lo
que, a pesar de todo, incomparablemente má s modesta.

Muchos son los paralelismos que podrí amos trazar entre los pontí fi-
ces romanos y sus antecesores y modelos judí os.

Desde el comienzo, el clero judí o proveyó con largueza a sus propias
necesidades..., mediante ó rdenes «divinas», naturalmente. «Ofrecerá s
en la casa del Señ or Dios tuyo las primicias de los frutos de tu tierra... »
«Todas las cosas que son ofrecidas por los hijos de Israel [... ], el aceite,
vino y trigos má s exquisitos, todo lo que se ofrece en primicias al Señ or
[... ], todos los primogé nitos de cualquier especie, sean de hombres o
sean de animales [... ] y que nadie se presente ante mí con las manos va-
cí as. » «Entrad el diezmo en mis trojes sin quitar nada de ello. »57

Todos tení an que tributar, por lo pú blico como por lo privado. Con
el tiempo, la cuantí a de los gravá menes se duplicó o incluso triplicó. So-
bre el diezmo de las bestias se cargó otro «rediezmo»; si el camino era
demasiado largo y excesivo el peso, «de tal suerte que no pudieses llevar
allá todas estas cosas, las venderá s y reducirá s a dinero, lo llevará s conti-
go e irá s al lugar que el Señ or tu Dios haya escogido... ». E incluso se
ideó un tercer diezmo o diezmo de los pobres (de los que habí a multitu-
des en Palestina; ademá s, durante los siglos I anterior y i posterior a
nuestra era, la miseria incluso se agravó ), aunque «só lo» se cobraba
cada tres añ os. Así las cosas, el clero recibí a la dé cima parte de cuanto


produjeran los campos y los frutales, así como de los vacunos y ovinos y
de «todo cuanto pasa bajo la vara del pastor»; a los remolones se les co-
braba el quí ntuplo como penalizació n. Los ingresos del Templo de Jeru-
salé n llegaron a niveles insospechados. El primer gravamen permanente
que se menciona en el Antiguo Testamento, el tributo del padró n, tení a
un origen religioso ya que se consideraba como «expiació n» e iba desti-
nado «para el servicio del Taberná culo del Testimonio». Todo judí o va-
ró n de má s de veinte añ os tení a que pagar ese rescate «para que no haya
entre ellos ningú n desastre», y la cantidad era de medio sido: «segú n el
peso del Templo, un sido tiene veinte ó bolos». Y lo que es má s revela-
dor: «el rico no dará má s de medio sido, ni el pobre dará menos». El
Templo recibí a ingresos por exvotos y por innumerables motivos en infi-
nidad de ocasiones. Tambié n los reyes israelitas, cuyo palacio comuni-
caba por medio de un portillo con la casa de Yahvé, Templo de Salomó n
(que subsistió durante casi cuatrocientos añ os sin apenas modificació n
alguna), hicieron contribuciones al tesoro, aunque má s de una vez tam-
bié n se aprovisionaron del mismo cuando les hizo falta. A menudo, sus
riquezas tentaron a los invasores. Bajo Roboam fue saqueado por Se-
sac, rey de Egipto; bajo Amasias por Joá s, rey de Israel; tambié n echa-
ron mano Nabucodonosor y otros. En ocasiones, por el contrario, reci-
bió aportaciones de soberanos extranjeros. En el siglo I de nuestra era,
la reina Elena de Adiabene (Asirí a) se convirtió al judaismo junto con
sus hijos Izates y Monobazos; esta dinastí a, cuyos grandiosos sepulcros
todaví a hoy se conservan perfectamente en Jerusalé n, favoreció en ade-
lante al Templo con gran generosidad; muchos prí ncipes adiabenos
combatieron a la cabeza de sus huestes durante la guerra judí a contra los
romanos. Sin embargo, las principales fuentes de ingresos no fueron é s-
tas, sino la caudalosa y continua corriente de los peregrinos, que aporta-
ban los sacrificios reglamentarios. Durante la é poca de los reyes, todo
varó n israelita debí a visitar Jerusalé n tres veces al añ o, y despué s del
exilio fue é ste el ú nico lugar reconocido para tales aportaciones, ya que
allí se disponí a de almacenes especiales para su recogida. En la fiesta de
Passah llegaba a Jerusalé n tal nú mero de peregrinos que la població n
de la ciudad se triplicaba sobradamente, y las licencias para poner pues-
tos de venta en la gran feria de la Passah engrosaban directamente el era-
rio del sumo sacerdote; pero hubo otros mercados en Jerusalé n, el de
las frutas, el del trigo, el de la madera, la feria del ganado, e incluso exis-
tí a en la «ciudad santa» una columna donde se subastaban los esclavos y
esclavas. Otras muchas oblaciones, como los sacrificios pací ficos y los ex-
piatorios, iban total o parcialmente destinadas al clero, se consideraban
especialmente sagradas y en algunos casos era obligado pagar en metá li-
co. Durante toda la é poca del segundo Templo, enviaron dinero los ju-
dí os de la diá spora, es decir, los que en nú mero superior al milló n viví an
lejos de Palestina; casi todas las ciudades tení an una caja para el «ó bolo
del Templo». De muchos paí ses, como Babilonia y otros del Asia Me-
nor, se enviaban cantidades tan grandes que llamaron la atenció n, no

 


só lo de los salteadores de caminos, sino incluso de los gobernadores ro-
manos. Y despué s de la destrucció n del segundo Templo, los «sabios»
siguieron recomendando las peregrinaciones, en atenció n a la enorme
fuente de ingresos que representaban. 58

Los santuarios israelitas funcionaban incluso como bancos, por cuan-
to prestaban de sus tesoros contra interé s, cuyo tipo seguramente serí a
parecido al imperante en los paí ses vecinos (entre el 12 % en el Egipto
ptolemaico y del 33 % al 50 % en Mesopotamia); nada dice al respecto
la Biblia, ¡ excepto la prohibició n gené rica de cobrar intereses! 59

Los representantes del clero siempre se apañ aron bien en esto de sa-
car dineros y ofrendas, puesto que se trata del «servicio de Dios», nada
menos. En el aspecto financiero, precisamente, el clero cristiano fue
discí pulo aventajado del judí o, que se las arregló para sacar el jugo de la
renta nacional «por mil y una maneras» (Alfaric). Como es ló gico, el
sumo sacerdote y sus auxiliares má s directos se quedaban con la parte
del leó n. El historiador judí o Josefo ilustró con numerosos detalles tí pi-
cos la voracidad del alto clero, que naturalmente no reconocí a a los de-
má s templos de Yahvé: ni el de Jeroboam en Betel, pese a ser una fun-
dació n nacional lo mismo que el Templo de Jerusalé n, ni los dos tem-
plos existentes fuera de Palestina, el de Elefantina y el de Leontó polis,
ni mucho menos el de los samaritanos, que por otra parte no supusieron
nunca una competencia seria en cuanto a capacidad de atracció n sobre
los judí os de la diá spora. En cambio, el bajo clero viví a en la necesidad,
obligado a enviar el diezmo de su diezmo de recaudació n por otro lado
bastante incierta, ya que solí an ser ví ctimas de los bandoleros, que tra-
taban sin contemplaciones a quienquiera que se resistiese. «A veces,
eran sacerdotes de alto rango, o el mismo sumo sacerdote, quienes or-
ganizaban las partidas» (Alfaric). 60 En cambio, la cú pula del clero se be-
neficiaba con frecuencia de la generosidad de los prí ncipes. Así, en el
decreto de Artajerjes en favor de Esdras, «tú eres enviado de parte del
rey [... ] a llevar la plata y el oro, que así el rey como sus consejeros han
ofrecido espontá neamente al Dios de Israel [... ]. Ademá s, toda la plata
y el oro que recogieres en toda la provincia de Babilonia de ofertas vo-
luntarias del pueblo, y lo que espontá neamente ofrecieren los sacerdo-
tes para la casa de su Dios, que está en Jerusalé n, tó malo libremente, y
cuida de comprar con este dinero [... ]. En orden a lo demá s que fuere
menester para la casa de tu Dios [... ], se te dará del tesoro y del fisco
real», prohibiendo ademá s, en el mismo decreto, «imponer alcabala, ni
tributo, ni otras cargas a ninguno de los sacerdotes [... ] y sirvientes de la
casa de este Dios». 61

En tiempos de Nehemí as hubo 4. 289 sacerdotes organizados en 24 cla-
ses, y las rentas del Templo eran tan enormes que fue preciso establecer
depó sitos en otras ciudades, ya que Nehemí as exigí a «contribuir todos
los añ os con la tercera parte de un sido para los gastos de la casa de nues-
tro Dios», «la leñ a que se debe ofrecer y conducir [... ] a la casa de nuestro
Dios», «las primicias de todos los frutos de cualquier á rbol [... ], los pri-

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merizos de nuestros hijos, y de nuestros ganados», etc. Esto nos lleva a
recordar expresamente las oblaciones, primicias y diezmos «estableci-
dos por la Ley para los sacerdotes y levitas, pues nuestros sacerdotes y
levitas son la alegrí a de Judá ». En realidad, este clero rico, que en los
tiempos de la monarquí a habí a reglamentado hasta los menores detalles
de sus privilegios, tení a cada vez má s enemigos, e incluso los demá s sacer-
dotes, levitas, porteros y cantores, natineos, auxiliares por tanto del alto
clero y en cierto modo suplentes del mismo, mantuvieron difí ciles rela-
ciones con aqué l. Tení an derecho al diezmo sobre los cereales y el vino,
pero el pueblo explotado se negaba muchas veces a pagar el tributo. En
la é poca helení stica, el Templo detrajo incluso una parte del diezmo le-
ví tico para incrementar su riqueza ya entonces legendaria. 62

Las diferencias entre las clases llegaron a ser escandalosas, precisa-
mente cuando las castas dominantes se habí an dividido en un grupo es-
trictamente conservador y otro de orientales má s o menos helenizados,
o de helenos orientalizados, contradicció n religioso-cultural que poco a
poco iba a desembocar en una catá strofe.

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