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Judá, Israel y «el azote del Señor»




A partir de 926, tras el hundimiento del gran reino forjado por David
hacia el añ o 1000 a. de C., que abarcaba toda Palestina, y la divisió n del
mismo en un reino meridional (bajo la casa de David) y otro septentrio-
nal (bajo diversos reyes), cuya capital fue Samarí a, ya no cesaron jamá s
las luchas por el poder, los disturbios, los golpes de Estado de los mag-
nates y las guerras entre los dos paí ses. Durante generaciones los prí nci-
pes se hostilizaron mutuamente, los ejé rcitos chocaron entre gritos de
batalla al sonido de las trompas; hay que tener en cuenta que Jerusalé n
distaba só lo diecisé is kiló metros de la frontera con el reino septentrio-
nal. En el fragmentario reino meridional de Judá, constituido solamente
por las tribus de Judá y Benjamí n, reinó al principio Roboam, hijo de
Salomó n; en el septentrional de Israel, formado por las diez tribus res-
tantes, reinaba Jeroboam, el gran enemigo de Salomó n. «Durante la
vida de Roboam continuó la guerra entre é ste y Jeroboam», dice la Bi-
blia; «continuó la guerra entre Asá y Baasá, rey de Israel, mientras vi-
vieron ambos». Si hemos de creer la «palabra de dios», la sangre corrió
a raudales. «Los de Judá cobraron grandí simos brí os, por haber puesto
su esperanza en el Señ or Dios de sus padres. Abí a fue persiguiendo a Je-
roboam en su fuga [... ] ni pudo Jeroboam alzar ya cabeza [... ] e hirió le
el Señ or y murió. Despué s que se aseguró Abí a en el trono, tomó cator-
ce mujeres, y de ellas tuvo veintidó s hijos y diez y seis hijas. »

(Claro que Salomó n [961-922], pese a su sapiencia tomó 700 mujeres
y 300 concubinas, y si se apartó del Señ or a ratos fue porque algunas de
ellas le habí an aficionado al culto idolá trico. )36

En la guerra de judí os contra judí os los prisioneros debí an ser luego
puestos en libertad, aunque esa condició n no siempre se cumplió al pie
de la letra; de lo contrario, habrí an sido eliminados sin má s o vendidos
como esclavos, segú n las prá cticas que atestiguan las Escrituras, que por
cierto los declara especialmente necesitados de la ayuda divina y les pro-
mete la salvació n..., para la é poca mesiá nica, naturalmente. 37

Alguna que otra vez los dos reinos entablan negociaciones o unen
sus fuerzas; así lo hicieron el rey Joram de Israel (852-841) y el rey Josa-
fat de Judá (870-849) contra los moabitas, tradicionales aliados de los
hebreos. Grandes extensiones del reino de Moab quedaron totalmente
devastadas, ya que se practicaba una especie de tá ctica de tierra quema-
da. «Destrozaron a Moab, destruyendo las ciudades; llenaron de pie-


dras, que cada uno echaba, los campos má s fé rtiles, cegaron todos los
manantiales de las aguas, y cortaron todos los á rboles frutales. » Pero no
tardan en reanudar las guerras fratricidas, en saquear, en asolar, en
conspirar para lograr enfrentamientos entre otras naciones, en combatir
a favor o en contra de é stas. Ciento cincuenta añ os de guerras ininte-
rrumpidas que merecen la siguiente alabanza bí blica, tan exagerada
como siempre: «Los hijos de Israel mataron de los sirios en un dí a cien
mil hombres de infanterí a. Los que pudieron salvarse huyeron a la ciu-
dad de Afee, y cayó el muro sobre veintisiete mil hombres que habí an
quedado». «Có mo han abandonado ellos la ciudad famosa, la ciudad de
delicias», ironiza Jeremí as sobre Aram (Damasco), y profetiza: «Será n
degollados sus jó venes por las calles, y quedará n exá nimes en aquel dí a
todos sus guerreros. Y aplicaré fuego al muro de Damasco, el cual con-
sumirá por completo las murallas del rey Benadad». Así dice «el má s
personal, el má s í ntimo de todos los profetas», al que hay que colocar
entre «los espí ritus religiosos má s grandes de todos los tiempos» y como
uno «de los má s pró ximos al Cordero de Getsemaní » (Nó tscher). 38

Precisamente los profetas insistieron mucho en lo de la «guerra san-
ta»; Isaí as, en particular, considera como tal a la historia entera de Is-
rael. Es habitual la pretensió n de confundir tales batallas con el «juicio
de Dios». 39

Lo mismo que todas las victorias son del Señ or, las derrotas se expli-
can como castigo de la desobediencia, «Filosofí a de la historia» que en-
contramos por doquier, y no só lo en los dos Libros de los Reyes. De
esta manera, Cirilo de Alejandrí a, personaje por cierto muy indicado
para nuestra historia criminal, formulaba la definició n siguiente refi-
rié ndose a los reyes «de la nació n judí a»; «Los unos olvidaron el santo
temor de Dios [... ] y é sos perecieron miserablemente. [... ] Los otros se
condujeron como tutores del culto al Señ or [... ] y é sos vencieron sin difi-
cultades a sus enemigos y aplastaron a sus contradictores». 40

Cuando los hijos de Israel «mataron de los sirios en un dí a cien mil
hombres de infanterí a», Yahvé «entregó en sus manos toda esa gran
muchedumbre» para que acabasen de conocer «que Yo soy el Señ or».
En la guerra fratricida entre Judá, bajo el rey Abí a (914-912), e Israel
bajo el rey Jeroboam (913-910), la primera venció con la ayuda divina
contra un ejé rcito, dicen, de un milló n doscientos mil hombres. «Mirad,
en cabeza de nuestro ejé rcito avanza el Señ or Dios nuestro con sus ser-
vidores... » Despué s de la victoria sobre los etí opes, «destruyeron todas
las ciudades al contorno de Gerara; porque se habí a apoderado de todos
un gran terror, y las ciudades fueron saqueadas, y se sacaron de ellas
muchos despojos». Cuando se acerca la masa de los amonitas y los moa-
bitas coaligados, es el mismo Señ or quien arenga a sus fieles por boca de
su profeta: «No tené is que temer ni acobardaros a la vista de esa muche-
dumbre, porque el combate no está a cargo vuestro, sino de Dios».
Siempre es «el terror del Señ or» el que se derrama «por todos los reinos
circunvecinos de Judá », cuyos prí ncipes no cejan hasta ver las ciudades


«convertidas en montones de escombros» y sus habitantes diezmados, a
tos que se compara en las Escrituras con la hierba que crece sobre los te-
jados, agostada antes de madurar. 41

Aunque tambié n suele ocurrir que «el terror del Señ or» cunda entre

las propias filas.

Casi la mitad de los reyes de Israel murieron asesinados. Las Sagra-
das Escrituras, que resumen los hechos de casi todos estos reyes en la
sentencia «hizo el mal delante del Señ or», describen la situació n así: «El
añ o treinta y ocho del reinado de Azarí as, rey de Judá, reinó Zacarí as,
hijo de Jeroboam, sobre Israel, en Samarí a, por espacio de seis meses»,
pero «conjuró se contra é l Sellum, hijo de Jabes, y acometié ndole en pú -
blico, le mató y reinó en su lugar». El reinado siguiente duró tan só lo un
mes, «porque Manahem [... ] fue a Samarí a, e hiriendo a Sellum, hijo de
Jabes, lo mató, y reinó en su lugar». En cambio, Manahem, que cuando
se apoderó de Tapsa mató a todas las mujeres preñ adas «a las cuales
hizo rasgar el vientre», logró mantenerse durante diez añ os con la ayuda
del Señ or y murió pací ficamente. Pero su hijo Facela só lo reinó dos
añ os, ya que luego «conjuró se contra é l Facea, [... ] el cual le acometió
(... ] en la torre de la casa real, cerca de Argob y de Arie, y quitó le la
vida, y reinó en su lugar». Y aunque Facea gobernó durante veinte
añ os, finalmente Osee organizó una conspiració n contra é l, «y armó le
asechanzas, e hirió le, y le mató, y reinó en su lugar». 42

Verdad es que, siempre con la ayuda del Señ or, a menudo hubo es-
cabechinas diná sticas de má s alcance; así, por ejemplo, cuando Baasá
hubo dado muerte a Nadab, rey de Israel (910-909; era uno de los hijos
de Jeroboam) y «reinó en su lugar», la Biblia nos cuenta que así que fue
rey «exterminó toda la familia de Jeroboam; no dejó con vida ni una
sola persona de su linaje, «sino que le extirpó enteramente, segú n lo ha-
bí a predicho el Señ or», porque Jeroboam «habí a irritado al Señ or Dios
de Israel». Despué s de esto, Baasá reinó durante veinticuatro añ os (909-
886) y le sucedió su hijo Ela; pero é se só lo duró dos añ os. Porque «se rebe-
ló contra é l su siervo Zambri, comandante de la mitad de su caballerí a [... ]
y le mató [... ] y entró a reinar en su lugar». Y tal como Baasá, segú n lo
predicho por el Señ or, habí a extirpado el linaje de Jeroboam, tambié n
Zambri «luego que llegó a ser rey, y se hubo sentado en el trono, exter-
minó toda la casa de Baasá, y todos sus deudos y amigos, no dejando
vivo ni siquiera un perro» (Lutero traduce literalmente, en su recio ale-
má n, la expresió n «no dejando vivo ni siquiera al que meaba contra la

pared»). 43

Tal cosa ocurrí a en el añ o del Señ or de 885, pero Zambri só lo reinó
siete dí as en Tersa y luego murió abrasado en el palacio, pues «todo Is-
rael» se habí a alzado y tomado por rey suyo a Amri, general del ejé rcito
en campañ a. Pues bien, aunque Amri (885-874) llegó al poder sin derra-
mamiento de sangre por su parte, y aunque fue uno de los soberanos
má s capaces del reino septentrional, y fundó una dinastí a que perduró
cuarenta añ os (siendo digno de anotarse que é l y su hijo Acab actuaron con


tanto acierto polí tico, econó mico e incluso cultural, que las inscripcio-
nes asirí as de é pocas posteriores todaví a se refieren a Israel como «Bit
Humri», «la casa de Amri»), el Antiguo Testamento tiene poco que de-
cir de é l. Ocurre que Amri se dedicó a fomentar el sincretismo religioso,
con lo que «hizo el mal delante del Señ or» y aun «sobrepujó en maldad a
cuantos le habí an precedido». 44

Tambié n su hijo Acab (874-853), a quien las investigaciones moder-
nas nos presentan como un administrador inteligente (en beneficio de
las capas privilegiadas, eso sí ) y gran constructor de ciudades, queda en
la Biblia como un paradigma de perversidad, como un renegado y como
el dé spota por antonomasia. Pues aunque oficialmente permaneció fiel
al culto de Yahvé, consultó siempre a los profetas de Yahvé antes de to-
mar ninguna decisió n importante y dio nombres inspirados en Yahvé a
sus hijos, sin embargo tambié n toleró otros cultos. Y su mujer, la prince-
sa fenicia Isebel de Tiro, llamada Jezabel en la Vulgata y condenada en
el Apocalipsis (2, 20) como sí mbolo femenino de la idolatrí a, era una
ferviente adoradora del dios Baal de Tiro y ademá s introdujo los cultos
de la fecundidad de Atirat Jam, presididos por la deidad marina Azera.
El propio Acab erigió un templo con altar a Baal, hizo esculpir una figu-
ra de Azera, con todo lo cual «hizo má s males en la presencia del Señ or
que todos sus predecesores». 45

En la cruzada contra las religiones de los pueblos vecinos, el castigo
nunca se hace esperar demasiado. Su iniciador fue el profeta Elí seo, dis-
cí pulo y compañ ero del famoso Elias, faná tico debelador de los segui-
dores de Baal, que concentró sus ataques sobre el rey Acab y la reina
Isebel, aunque con prudencia y sin mancharse personalmente las ma-
nos, utilizando la mediació n de uno de los llamados «hijos de los profe"
tas», es decir, de un discí pulo que actuaba como profeta a cambio de
una remuneració n (anticipando con esto las prá cticas del clero cristiano)
para luchar contra la polí tica liberal en materia religiosa; ademá s, estos
«hijos de los profetas» acompañ aban al ejé rcito, al que arengaban con
sollamas patrió ticas y propaganda de la «guerra santa». Con la interven-
ció n de uno de estos agentes, Elí seo promovió la insurrecció n del gene-
ral Jehú y le hizo ungir rey de Israel; como no ignoraba que la entroniza-
ció n de Jehú acarrearí a un bañ o de sangre. Elí seo prefirió soslayar la in-
tervenció n directa. Pero el «hijo de los profetas» hizo saber en nombre
del Señ or: «Exterminará s la casa de Acab [... ] desde lo má s estimado
hasta lo má s vil y desechado en Israel [... ] y a Jezabel la comerá n los pe-
rros en el campo de Jezrael». 46

Dicho esto, Jehú (841-814) liquidó a toda la dinastí a de Amri. Pri-
mero mató a Joram (852-841), hijo de Acab. Luego hizo asesinar a la
reina Isebel en Jezrael, y poco despué s a Ococí as, hijo de Joram y rey de
Judá; seguidamente organizó el exterminio de setenta hijos de Acab en
Samarí a, cuyas cabezas fueron enviadas a Jehú en cestos, con la adver-
tencia: «Considerad ahora có mo no ha caí do en tierra una sola palabra
de las que habló el Señ or contra la casa de Acab». No obstante, con el


fin de saldar má s redondamente las cuentas del Señ or, «hizo, pues, ma-
tar Jehú a cuantos habí an quedado de la familia de Acab en Jezrael, y a
todos sus magnates, y familiares, y sacerdotes, sin dejar ninguno con
vida». Una vez en Samarí a, se tropezó con los hermanos de Ococí as, el
rey de Judá ya eliminado por é l, y ordenó masacrarlos tambié n: «Pren-
dedlos vivos. Presos que fueron vivos, los degollaron junto a una cister-
na vecina a la casa esquileo, en nú mero de cuarenta y dos hombres, sin
perdonar a ninguno. »47

Así sucedió conforme a la «palabra de Dios» transmitida a Jehú por
el discí pulo de Elí seo. Quizá fuese tambié n el mismo Elí seo quien inspi-
ró el degü ello de los sacerdotes de Baal, lo que parece tanto má s proba-
ble por cuanto el amo y maestro de aqué l, el profeta Elias (honrado por
los cató licos como «patrono de la pureza de corazó n en las familias», de
acuerdo con Hamp) habí a organizado ya una matanza similar a orillas
del arroyo de Cisó n, «en nú mero de cuatrocientos cincuenta hombres»,
segú n la Biblia, «uno de los puntos culminantes de su carrera», como
apostillan los investigadores cristianos, no sin observar que «los profetas
de Baal jamá s habí an mostrado una postura agresiva» (Caspari). Pero el
profeta «está siempre poseí do del espí ritu de Dios», como dice Hilario,
doctor de la Iglesia, sobre todo teniendo en cuenta la presencia de un
Elias (el nombre significa «Yahvé es mi Dios»; y comenta Preuss: «El
mismo nombre era ya todo un programa teoló gico») en el fondo de la
escena. El rey Jehú prolonga drá sticamente la pí a tradició n; llama a to-
dos los sacerdotes y seguidores de Baal «porque voy a hacer un sacrificio
grandioso a Baal», y ordena luego «entrad dentro, y matadlos; que nin-
guno escape. Y los soldados y capitanes los pasaron a cuchillo». Esta ha-
zañ a es alabada por el Señ or en persona: «Por cuanto has ejecutado con
celo lo que era justo y agradable a mis ojos [... ] tus hijos, hasta la cuarta
generació n, ocupará n el trono de Israel». Y el propio Jehú, aunque
tampoco é l «se apartó de los pecados de Jeroboam», ocupó el susodicho
trono durante veintiocho añ os. 48

Sin embargo, no termina con esto la cadena de crí menes. Atalí a (841-
835), madre de Ococí as, que se habí a alzado con el mando en Judá tras
la muerte de su hijo, como primera providencia se dedicó al exterminio
de la casa de David, con la intenció n de eliminar a posibles rivales peli-
grosos; una medida profilá ctica, como si dijé ramos. Hasta que la propia
Atalí a fue muerta a su vez, a instigació n del sumo sacerdote Joyada, por
cuanto Atalí a, recordé moslo, hija de Acab y de Isebel, habí a fomentado
el culto a Baal hacié ndose con ello especialmente odiosa a la casta sacer-
dotal. «El espí ritu de Elias y de Elí seo triunfaba tanto en el norte como
en el sur» (Beek).

Un siglo despué s, en 722, los asirlos conquistaban Israel, el reino
septentrional, al primer asalto; ¡ juicio de Dios por las continuas ofensas
a la verdadera fe! Pero entre los añ os 597 y 587 los babilonios, bajo Na-
bucodonosor, se apoderan asimismo del reino meridional, Judá. En 586
asaltan y destruyen totalmente Jerusalé n, ejecutan a buen nú mero de


los magnates incluido el primer sacerdote Saraí as, deportan a la clase di-
rigente y no dejan en el paí s sino a una parte del «pueblo bajo», «para
cultivar las viñ as y los campos». La caí da de Judá castigaba, sobre todo,
las iniquidades de Salomó n (la ausencia de campañ as bé licas durante su
reinado, quizá ) y de otros reyes; todo ello consecuencia del «gran furor»
que el Señ or habí a concebido contra Judá a causa de todos los pecados
cometidos. 49

Babilonia, gran imperio que en tiempos de Nabucodonosor habí a sido
prá cticamente inexpugnable y casi invencible, cayó só lo medio siglo des-
pué s a manos de Ciro II, fundador de la gran potencia persa; la capital
misma se entregó en el añ o 539 sin disparar ni una sola flecha. Pero dos-
cientos añ os má s tarde tambié n habí a desaparecido el imperio persa,
hasta entonces el má s grande del mundo. Alejandro de Macedonia fue
su vencedor, y estableció en Babilonia su capital (331-323). Bajo los su-
cesores de é ste, los descendientes de Seleuco, desempeñ ó todaví a un pa-
pel histó rico notable entre los añ os 312 y 64 a. de C. Luego sobrevinie-
ron los romanos, y apenas cien añ os despué s de Jesucristo, Babilonia no
era má s que un montó n de ruinas cé lebres.

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