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El «Dios de la paz» y los «hijos de Satanás» en el siglo rv (Pacomio, Epifanio, Basilio, Ensebio, Juan Crisóstomo, Efrén, Hilario)




Durante el siglo iv, a medida que menudeaban las divisiones y las
sectas, los cismas, las herejí as se desarrollaban con osadí a creciente, el
griterí o antiheré tico se hace tambié n má s estridente, má s agresivo; al
propio tiempo, la lucha contra los no cató licos busca los apoyos judicia-
les; es una é poca de agitació n y de actuaciones casi patoló gicas, una ver-
dadera «enfermedad espiritual» (Kaphan). 48

San Pacomio, el primer fundador de monasterios cristianos (desde el
añ o 320 en adelante) y autor de la primera regla moná stica (de rito copto),
odiaba a los «herejes» como a la peste. Este «abad general», que escri-
bió en clave parte de sus epí stolas, se considera capaz de descubrir a los
herejes por el olfato y afirma que «los que leen a Orí genes irá n al cí rculo
má s bajo del infierno». Las obras completas de este gran teó logo pre-
constantiniano (que fue defendido y apreciado incluso por grandes faná -
ticos como Atanasio) las arrojó Pacomio al Nilo. 49

En el siglo iv, el obispo Epifanio de Salamina, apó stata judí o y anti-
semita fantasioso y viperino, redacta su Cajó n de boticario (Panarion),
en donde pone en guardia a sus contemporá neos contra nada menos
que 80 «herejí as», ¡ entre las cuales se cuentan incluso 20 sectas precris-
tianas! Tanto irritan estas herejí as al santo, que el poco entendimiento
de que le dotó la naturaleza queda totalmente oscurecido, y aunque su
fervor hoy nos parezca hallarse en proporció n inversa a la claridad del
razonamiento, ello no impide que un correligionario como san Jeró ni-
mo le elogie como patrem paene omnium episcoporum et antiquae reli-
quias sanctitatis,
ni que el segundo Concilio de Nicea (787) honrase a
Epifanio con el tí tulo de «patriarca de la ortodoxia». En su Cajó n de bo-
ticario,
tan confuso como prolijo, el faná tico obispo agota la paciencia
del lector con la pretensió n de suministrar dosis masivas de «antí doto» a
quienes hubieran sido mordidos por esas ví boras de distintas especies,
que son precisamente los «herejes», para lo cual el «patriarca de la orto-
doxia» no só lo «da como ciertas las patrañ as má s extravagantes e increí -
bles, empeñ ando incluso su palabra como testigo personal» (Kraft),
sino que ademá s inventa nombres de «herejes» y se saca de la manga
nuevas «herejí as» inexistentes. 50

¡ La historiografí a cristiana!

En el siglo iv, Basilio el Grande, doctor de la Iglesia, considera que
los llamados heré ticos está n llenos de «malicia», «maledicencia» y «ca-
lumnias», de «difamació n desnuda y descarada». A los «herejes» les
gusta «tomar todas las cosas por el lado malo», provocan «guerras dia-
bó licas», tienen «las cabezas pesadas por el vino», «nubladas de embria-
guez», son unos «frené ticos», «abismos de hipocresí a», de «impiedad».
El santo está convencido de que «una persona educada en la vidadel


error no puede abandonar los vicios de la herejí a, lo mismo que ur|t
negro no puede cambiar el color de su piel ni una pantera sus man" j
chas», motivo por el cual era preciso «marcar a fuego» la herejí a, «erra'
dicarla». 51

Eusebio de Cesá rea, «padre de la historia eclesiá stica», nacido en-
tre los añ os 260 y 264 y futuro favorito del emperador Constantino, nos
ofrece una relació n completa de «herejí as» horribles. El cé lebre obispo,
hoy poco estimado por los teó logos, que le juzgan «escaso en ideas» (Ri-
cken S. J. ), «de menguada capacidad teoló gica» (Larrimore), fustiga a
un gran nú mero de hombres falsos y embaucadores: Simó n el Mago, Sa-
torrinus de Alejandrí a, Basí lides de Alejandrí a, Carpó crates..., escue-
las de «herejes enemigos de Dios», que operan con el «engañ o» e incu-
rren en «las abominaciones má s repugnantes». 52

Pero hete aquí que «continuamente levantan cabeza nuevas here-
jí as». Tan pronto se denuncian «las perjudiciales doctrinas» de Cerdó n,
como «las blasfemias desvergonzadas» de Marció n que, como dice Ire-
neo, «van haciendo escuela». Ahí es Bardesanes quien «no acierta a
desprenderse del fango del viejo error», o Novato quien «se presenta
con sus creencias totalmente inhumanas», o Maní, «el frené tico, que ha
prestado el nombre a su herejí a inspirada por el diablo», un «bá rbaro»,
que esgrime «las armas de la confusió n mental», de sus «doctrinas falsas
e impí as», «veneno letal». 53

Tampoco Juan Crisó stomo, el gran enemigo de los judí os, consigue
ver en los herejes otra cosa que «hijos del diablo», «perros que ladran»;

por cierto que las comparaciones con los animales son un argumento
muy utilizado en las polé micas contra los «herejes».

En su comentario sobre la Epí stola a los romanos, Crisó stomo se co-
loca al lado de Pablo, «esa trompeta espiritual», para luchar contra to-
dos los cristianos no cató licos, y le cita con satisfacció n cuando dice: «El
Dios de la paz [! ] ha de triturar a Sataná s bajo vuestros pies». Crisó sto-
mo pone en guardia contra «la malicia de los reprobos», contra «su na-
turaleza pecaminosa», su «enfermedad», ya que de ellos no puede so-
brevenir otra cosa sino «la perdició n de la Iglesia», «el escá ndalo», «la
divisió n»: É sta, a su vez, procede «de la esclavitud del vientre y de las
demá s pasiones», porque «los maestros de los herejes son esclavos del
vientre», es decir, que no sirven al Señ or sino, una vez má s parafrasean-
do a Pablo, «sirven a sus vientres». Esta idea se encuentra tambié n en la
Epí stola a los filipenses: «Tienen por dios a su vientre». Y en la Epí stola
a Tito: «Malignas bestias, vientres perezosos». Pero «El, que se compla-
ce en la paz, aniquilará a los que destruyeron la paz»; nó tese bien que
no dice que ha de «someterlos», sino «triturarlos», má s concretamente
«bajo vuestros pies». En un sermó n a los cristianos, Crisó stomo invita
a que los blasfemos pú blicos (que en esta é poca ya incluí an a los judí os, a
los idó latras, a los «herejes», apostrofados con frecuencia de «anticris-
tos») sean interpelados en las calles y, en caso necesario, reciban la de-
bida paliza. 54


Para Efré n, doctor de la Iglesia y persona que profesaba un odio
profundo a los judí os, sus enemigos cristianos eran «renegados abomi-
nables», «lobos sanguinarios» y «cerdos inmundos».

De Marció n, primer fundador de iglesas cristianas (y tambié n crea-
dor del primer Nuevo Testamento y má s radical que nadie en la condena
del Antiguo, y que segú n Wagemann tuvo del Evangelio «una compren-
sió n má s profunda que ninguno de sus contemporá neos»), Efré n só lo
nos dice que carece de razó n y que su ú nica arma es «la calumnia». Es
«un ciego», «un frené tico», «una ramera de conducta desvergonzada»;

sus «apó stoles» no son má s que «lobos».

En cuanto a Bardesanes, es decir, el sirio Bar Daisan (154-222), el
padre de la poesí a siria, teó logo, astró nomo y filó sofo de la corte de Ab-
gar IX de Edessa, cuya doctrina fue la forma predominante del cristia-
nismo en Edessa y en todo el reino osroeno hasta el siglo iv, Efré n halla
en é l «un carro cargado de mala hierba», «el paradigma de la blasfemia;

es una hembra que se vende en la oscuridad sobre un catre», «una legió n
de demonios en el corazó n y el nombre del Señ or siempre en los labios».
Siglo tras siglo, la Iglesia ha condenado a Bardesanes por gnó stico,
cuando hoy sabemos que sus creencias apenas guardan ninguna vincula-
ció n con el gnosticismo, que Bardesanes fue «una cabeza sumamente
original e independiente» y que propugnó un curioso sincretismo entre
la fe cristiana, la filosofí a griega y la astrologí a babiló nica. Bardesanes
no logró imponerse, aunque todaví a quedaban algunos seguidores de su
escuela a comienzos del siglo viii.

Efré n lanza tambié n las peores difamaciones contra Maní, un persa
de origen noble cuya religió n prohibí a el servicio militar, el culto a la
imagen del emperador y toda prá ctica de otros cultos forá neos. Nacido
en 216 cerca de la residencia de los partos en Seleucia-Ctesifonte, Maní
fue educado en la secta baptista de los má ndeos y recibió alguna influen-
cia de Bardesanes, hasta que por ú ltimo, tras verse envuelto en la polí ti-
ca religiosa de los reyes sasá nidas, murió en la cá rcel por su doctrina
(mezcla de concepciones budistas —ya que Mani habí a visitado la India—,
babilonias, iraní es y cristianas) en tiempos del rey Bahram I, hacia el
añ o 276. Fue «el jefe religioso má s notable de la é poca», fundador «de
una religió n mundial, casi podrí a decirse [... ] de la ú nica religió n mundial
que haya existido» (Grant), pero sus apó stoles no son para Efré n má s que
«perros». «Son perros enfermos [... ], totalmente enloquecidos, a los
que habrí a que matar a palos. » En cuanto al propio Maní, «que tantas
veces bebió los esputos del dragó n, vomita lo amargo para que beban
sus seguidores y lo á cido para sus discí pulos»; a travé s de é l, «se revuel-
ca el diablo en su propio cieno como una piara de cerdos». El doctor de
la Iglesia termina su himno 56 «contra los hijos de la serpiente en la Tie-
rra», entonando este canto: «Que todas las bocas entonen tu alabanza,
santa Iglesia, ya que está s limpia del fango y de la suciedad de los parti-
darios de Marció n, el loco furioso; lejos de tí tambié n los embustes y las
impurezas de Bardaisan así como el hedor de los apestosos judí os». 55


Es evidente que quien quiera aprender a odiar, a insultar, a calum-
niar sin empacho, a mentir y difamar, ha de buscar ejemplo en los santos
padres de la Iglesia, los grandes fundadores del cristianismo. Así proce-
dieron contra todos los que no pensaban como ellos, cristianos, judí os,
o paganos: «No tengá is contemplaciones con la inmundicia idó latra»
(Efré n); para ellos, el paganismo no era má s que «necedad y engañ o en
todos los aspectos» y los mismos paganos «gentes que han mentido»,
que «devoran cadá veres» y son «como los cerdos», son «una piara que
va ensuciando el mundo.. . ». 56

Por contra, en un libro sobre Hé roes y Santos aparecido durante la
é poca hitleriana, (con el nihil obstat y en edició n de gran tirada), se ala-
ba la suavidad de Efré n y se cuenta có mo «le corrí an las lá grimas por las
mejillas cuando se sentí a traspasado de recogimiento interior»; en cuan-
to a la violencia de su estilo, se explica por «el calor de las polé micas de
aquellos añ os de lucha y la santa indignació n de un á nimo devoto», ya
que en realidad, exhibe el autor su cará cter pací fico y contemplativo,
hasta el punto que «despué s de hacer vigilia toda la noche, cuando se
aprestaba a la oració n de maitines, sobrevení ale el espí ritu de Dios». 57

Mal asunto é se, como nos lo demuestra tambié n el caso de Hilario,
doctor de la Iglesia que aparte su especial inquina contra los judí os y los
idó latras, esos «desvergonzados», «sanguinarios», «ese rebañ o de reses
de yugo» desprovisto de razonamiento, que «nacen y se multiplican casi
como las bandadas de cuervos», 58 tuvo tambié n por principales enemi-
gos a los «herejes».

Nacido en la Galia a comienzos del siglo IV, atacó sobre todo a los
arrí anos y luchó, como atestigua el cató lico Hü mmeler pese a los mil
quinientos añ os transcurridos, «hasta el ú ltimo aliento contra esa pes-
te». Pese a la derrota inicial frente a su principal adversario, el obispo
Saturnino de Aries (lo que le llevó a lamentarse de que «ahora hay casi
tantas creencias como estilos de vida»), Hilario consideró plenamente
justificada su lucha porque no se le podí a rebatir «sino con falsedades
deliberadas», ya que é l predicaba «la sana doctrina y la ú nica verdade-
ra»; en 356, cuando fue depuesto por el Sí nodo de Biterrae (Bé ziers),
prefirió el exilio temporal en Frigia, mientras lamentaba que «nadie
quiere escuchar nuestra sana doctrina». 59

Nosotros sospechamos, sin embargo, que no fue desterrado por ra-
zones de fe, sino por otros crimina de un cará cter má s polí tico. Hilario
aprovechó este exilio oriental (de 356 a 359, durante el que molestó tan-
to a los amañ os, que consiguieron que fuese devuelto a su paí s aquel
«espanto de Oriente») para escribir un tratado completo contra ellos en
doce libros, De Trinitate. Una larga retahila de insultos llena las pá gi-
nas, por otro lado tediosas y escasamente originales. En sus pá ginas es-
cribí a: «Ninguna destrucció n violenta y sú bita de ciudades y el extermi-
nio de todos sus habitantes hizo jamá s tanto mal [! ] como esa nefasta
doctrina del error, que es la ruina de los soberanos»; y concluí a diciendo
que su Iglesia era «la comunidad [... ] del Anticristo». 60


Admirado por Jeró nimo hasta el punto de que é ste se tomó la mo-
lestia de copiar de puñ o y letra, en Tré veris, una obra de Hilario, ala-
bado por Agustí n como defensor formidable y proclamado por Pí o IX,
en 1851, doctor de la Iglesia, tras largos discursos sobre el bautismo, la
Trinidad y el eterno combate de Sataná s contra Jesucristo, el santo Hi-
lario carga contra «la perfidia y la necedad», «el sendero viscoso y retor-
cido de la serpiente», «el veneno de la falsedad», «el veneno escondi-
do», «la demencia de los doctores del error», sus «desvarios febriles»,
«epidemia», «enfermedad», «invenciones mortí feras», «trampas para
incautos», «artimañ as», «locura sin fin», el «cú mulo de mentiras de sus
palabras», etcé tera, etcé tera. 61

Con estas letaní as, Hilario («enemigo de frases hueras», «primer
dogmá tico y exé geta notable de Occidente», segú n Altaner, quien halló
en esos estudios «de la ortodoxia» una «amplitud de miras extraordina-
ria y es decir poco»; «gran talento y dotes extraordinarias del espí ritu»
que, segú n Antweiler, es un rasgo comú n «de todas las personalidades
fuertes y originales de la Iglesia cató lica») llena los doce libros de su De
Trinitate,
«el mejor tratado contra los arrí anos» (Anwander). El monó -
tono caudal de odio se interrumpe só lo para dilucidar (o quizá serí a me-
jor decir oscurecer) la cuestió n de la Trinidad, materia desde luego difí -
cil y sobre la que nuestro santo y doctor de la Iglesia no andaba muy fir-
me; en otra de sus obras capitales, De Synodis, se muestra partidario de
la teologí a eusebiana, ¡ es decir, de una especie de conciliació n entre é l
homoiusios oriental de los arrí anos moderados y el homousios de la
Iglesia occidental!, por lo que no gozó del aprecio de sus contemporá -
neos, que le juzgaban sospechoso (381), lo que no obsta para exclama-
ciones del tipo: «¡ Cuá nta contumacia en el error y cuá nta necedad mun-
dana! », «¡ oh locura abominable, propia de espí ritus sin esperanza!, ¡ oh
imprudencia necia de los impí os sin Djos, cuá ntas mentiras no parirá
vuestro espí ritu demente! », para terminar afirmando que, Hilario, «fa-
vorecido por los dones del Espí ritu Santo, supo glosar el sí mbolo de la fe
en los té rminos má s moderados». 62

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