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San Jerónimo y sus «reses para el matadero del infierno»




En cambio, al maestro Jeró nimo, de rica fortuna heredada de noble
casa cató lica, podemos admitirle sin ningú n gé nero de dudas que «jamá s
he respetado a los doctores del error, y siempre he sentido como una ne-
cesidad del corazó n la de que los enemigos de la Iglesia fuesen tambié n
mis enemigos». Y, en efecto, Jeró nimo llevó con tal ardor la lucha con-
tra los herejes que, sin proponé rselo, suministró munició n má s que so-
brada a los paganos, incluso en un tratadito sobre la virginidad, por
ejemplo, que segú n é l le era muy preciosa. Verde todaví a como en los
tiempos de su má s lú brica juventud, el santo se lo dedicó a Eustaquia,
una jovencí sima (diecisiete añ os) romana de rancia nobleza, «discí pula»


y, andando el tiempo, tambié n santa; su fiesta se conmemora el 28 de
septiembre. Jeró nimo le dio a conocer «las suciedades y los vicios de to-
das clases», como admite su bió grafo moderno el teó logo Georg Grü tzma-
cher, adjetivá ndolo de «repugnante». 63

Al mismo tiempo que se enciende al rojo vivo contra los «herejes» y
recibe a su vez, ocasionalmente, igual calificació n, Jeró nimo plagia a
diestro y siniestro, queriendo hacerse admirar por su imponente erudi-
ció n. A Tertuliano lo copió casi al pie de la letra, sin nombrarle. Del
gran sabio pagano Porfirio sacó cuanto sabí a de medicina, sin recono-
cerle el mé rito. Con frecuencia se manifiesta «la repelente mendacidad
de Jeró nimo» (Grü tzmacher). 64

Viniendo de tan santa boca, parece un ejercicio de moderació n lla-
mar só lo «blasfemo» a Orí genes, de quien por cierto tambié n copió
«con descaro pá ginas enteras» (Schneider), o cuando dice de Basí lides
que fue «antiguo maestro de errores, notable só lo por su ignorancia», y
de Paladio «hombre de bajas intenciones»; ya en su tono habitual, llama
a los «herejes» «asnos en dos pies, comedores de cardos» (de las oracio-
nes de los judí os, segú n é l raza indigna de figurar en el gé nero humano,
dijo tambié n que eran rebuznos); a los cristianos de otras creencias los
compara con los «cerdos» y asegura que son «reses para el matadero del
infierno», ademá s de negarles el nombre de cristianos, puesto que son
«del diablo»: «Omnes haeretici christiani non sunt. Si Christi non sunt,
diaboli sunt» 65

Este santí simo doctor de la Iglesia, a quien dedicamos especial aten-
ció n en este apartado (porque no le hemos concedido capí tulo propio, a
diferencia de los teó logos puros como Atanasio, Ambrosio y Agustí n), se
enemistó en ocasiones o para siempre incluso con gente de su propio par-
tido como, por ejemplo, con el patriarca Juan de Jerusalé n, que persiguió
durante muchos añ os a Jeró nimo y a sus eremitas. Y todaví a má s violenta
fue su enemistad con Rufino de Aquilea; en todos estos casos la discusió n
versó acerca de las obras de Orí genes, al menos aparentemente. 66

Orí genes, cuyo padre Leó nidas ganó en el añ o 202 la palma del mar-
tirio, sufrió suplicio é l mismo bajo Decio, pero se negó a apostatar, y fa-
lleció alrededor de 254 (tendrí a unos setenta añ os), no se sabe si de re-
sultas de la tortura. Lo que sí es seguro es que Orí genes fue una de las fi-
guras má s nobles de la historia del cristianismo. 67

Este discí pulo de Clemente de Alejandrí a personificó en su é poca'
toda la teologí a cristiana oriental. Aú n mucho tiempo despué s de su
muerte, serí a alabado por numerosos obispos o, mejor dicho, por la ma-
yorí a de los de Oriente, entre ellos Basilio, doctor de la Iglesia, y Gre-
gorio Nacianceno, que colaboraron en un florilegio de los escritos de
Orí genes bajo el tí tulo de Philokalia. Incluso fue apreciado por Atana-
sio, que le protegió y lo citó muchas veces. Hoy dí a vuelve a ser elogiado
por bastantes teó logos cató licos y es posible que la Iglesia se haya arre-
pentido de la condena por herejí a, demasiado poco matizada, que pro-
nunció contra é l en su momento. 68


En la Antigü edad fueron casi constantes las disputas alrededor de
Orí genes; como suele ocurrir, la fe apenas fue algo má s que un pretexto
en todas ellas. Ello fue evidente sobre todo alrededor del añ o 300, y del
añ o 400, y otra vez a mediados del siglo vi, cuando nueve tesis de Orí ge-
nes fueron condenadas en 553 por un edicto de Justiniano, sumá ndose a
dicha condena todos los obispos del imperio, entre los que destacaban el
patriarca Menó n de Constantinopla y el papa Vigilio. La decisió n del em-
perador obedecí a a un mó vil de polí tica (eclesial), el intento de poner
fin a la divisió n teoló gica entre griegos y sirios unié ndolos contra un ene-
migo comú n, que no era otro que Orí genes. Pero, ademá s, hubo razo-
nes dogmá ticas (que, sin embargo, tambié n son siempre razones polí ti-
cas),
es decir, algunos «errores» de Orí genes como el de su cristologí a
«de subordinació n», segú n la cual el Hijo es menor que el Padre, y el Es-
pí ritu menor que el Hijo, lo que ciertamente refleja mejor las creencias
de los primitivos cristianos que el dogma posterior. Tambié n cabe señ a-
lar su doctrina de la apocá tastasis, o reconciliació n general, en la que se
negaba que el infierno fuese eterno, idea horrible que para Orí genes no
puede conciliarse con la de la misericordia divina, y que encuentra su
origen (lo mismo que la doctrina opuesta) en el Nuevo Testamento. 69

Hacia el añ o 400, la disputa sobre Orí genes y su doctrina se funda-
mentó en una penosa rivalidad entre los obispos Epifanio de Salamina y
Juan de Jerusalé n. La polé mica trataba del derecho a predicar en la igle-
sia del Sepulcro (polé mica iniciada en 394), y motivó el violento conflic-
to entre Jeró nimo y el tratadista Rufino de Aquilea. 70

Rufino, monje predicador, vivió seis añ os en Egipto, hasta 377, y
luego se instaló como ermitañ o en las cercaní as de Jerusalé n, hasta el
añ o 397 en que regresó a Italia; en 410, huyendo de los visigodos de Ala-
rico, murió en Messina. Desde su é poca de estudiante habí a sido amigo
de Jeró nimo y, lo mismo que é ste, traductor entusiasta de Orí genes.
Ante la nueva disputa, sin embargo, Rufino se desdijo varias veces de
forma lamentable pero, aunque pronunció el sí mbolo de la fe delante
del papa Anastasio en señ al de ortodoxia, nunca renegó tanto de Orí ge-
nes como lo hiciera Jeró nimo, pese a los ardorosos panegí ricos escritos
por é ste bajo la influencia de Gregorio Nacianceno. El caso fue que a
Jeró nimo, viendo que le acusaban de hereje, se le encogió el á nimo y no
tuvo reparo en mudar de opinió n. Despué s, la emprendió contra Orí ge-
nes, fustigando en particular su doctrina espiritualista de la aniquilació n
de los cuerpos, «la má s horrible de las herejí as» y, quizá esto sea lo peor de
todo, pretendió haber sido enemigo de Orí genes desde siempre. 71

Rufino, en la misma é poca en que se justificaba frente al desconfiado
papa Anastasio, sin embargo, preparaba un ataque demoledor contra
Jeró nimo exagerando dos invectivas contra Orí genes, distorsioná ndolas
y con virtié ndolas en algo irreal, con el ú nico fin de golpear a Jeró nimo
con ellas. Algunos de estos golpes, ló gicamente, los acusó el destinata-
rio, porque es verdad lo que dice Rufino cuando afirma que Jeró nimo
rompió su juramento de no leer má s a los autores clá sicos, o que en una


epí stola a su joven amiga Eustaquí a habí a llamado a la madre de é sta,
Paula, «suegra de Dios», o que habí a elogiado a Orí genes diciendo de
é ste que era «el má s grande doctor de la Iglesia despué s de los Apó sto-
les», para luego presentarle como el gran patrono de la mentira y del
perjurio, o que en un anó nimo habí a llamado «cuervo» y «pajarraco ne-
gro como la pez» a san Ambrosio. «Pero si luego condenas a todos aque-
llos a quienes alguna vez alabaste, como a Orí genes, Dí dimo y Ambro-
sio, no he de lamentarme de que a mí, que soy una sabandija en compa-
ració n con aqué llos, me destroces ahora despué s de haberme elogiado
en tus cartas... »72

Rufino, padre de la Iglesia laborioso aunque escasamente original,
fue bastante ortodoxo a pesar de tal o cual desviació n (pero, ¡ qué podí a
significar eso en aquella é poca! ) y era, en cuanto a su cará cter, una
amalgama de valor y cobardí a, de perfidia y de hipocresí a. Arrojaba sus
flechas envolvié ndolas entre un pró logo edificante y un epí logo piadoso,
como era y sigue siendo costumbre entre los polemistas cristianos. Para
empezar dice que, de acuerdo con las palabras del Evangelio segú n las
cuales bienaventurados sean los perseguidos, é l, como su mentor Jesú s,
el Mé dico celestial, quiso dar la callada por respuesta a las acusaciones
de Jeró nimo. Y para terminar, despué s de haber escupido todo su vene-
no y toda su bilis, escribe: «No contestemos a esos insultos ni a esas ca-
lumnias, ya que nuestro Maestro Jesú s nos enseñ ó a soportarlo todo con
mansedumbre», 73

Jeró nimo se puso furioso. Y aunque no conocí a los ataques de Rufi-
no sino de oí das, como quien dice, a travé s de cartas de terceros, en se-
guida movilizó su temida pluma. Muy superior a su oponente en conoci-
mientos, agudeza y estilo, aunque igual a é l en falta de escrú pulos y afá n
de difamar, el santo no titubea en repetir rumores y falsedades. Censu-
ra de buena gana la perversidad de Rufino para mejor disimular así la
propia, silencia las acusaciones verdaderas, a la vez que pone en circula-
ció n semiverdades o calumnias, e incluso da a entender que Rufino y sus
protectores pretendí an alcanzar el solio pontificio mediante sobornos,
ademá s de conspirar contra la vida del papa Anastasio, notorio enemigo
de Orí genes. 74

Entonces Rufino montó en có lera, lo que dio lugar a una animada
correspondencia entre ambos padres de la Iglesia, que se acusaban mu-
tuamente de robo, perjurio y falsificació n. Para el caso de que no quisie-
ra callar Jeró nimo, Rufino le amenazó con llevarle ante los tribunales
civiles y relevar su vida má s í ntima. Jeró nimo replicó: «Te alabas de es-
tar al corriente de los crí menes que, segú n dices, te confesé cuando é ra-
mos í ntimos amigos. Dices que los divulgará s ante la opinió n y que me
pintará s tal como soy. Pero yo tambié n sé pintarte a ti». Y en medio de
los sarcasmos, de las ironí as, de la marea de verdades y mentiras, tam-
poco Jeró nimo deja de invocar a «Jesú s el Mediador», fingiendo lamen-
tar «que dos ancianos hayan tomado la espada por culpa de unos here-
jes, teniendo en cuenta sobre todo que ambos quieren llamarse cató li-


cos. Con el mismo ardor con que antañ o loá bamos a Orí genes, unamos
las manos y los corazones y condené mosle ahora, ya que le condena la
redondez entera de la Tierra.. . ». 75

Pero no hubo nada de eso. Jeró nimo no habrí a sido santo ni doctor
de la Iglesia si, a la muerte de Rufino en 410, no hubiese prorrumpido
en las exclamaciones de jú bilo siguientes: «Murió el escorpió n en tierras
de Sicilia, y la hidra de numerosas cabezas dejó de silbar contra noso-
tros», y poco má s adelante: «A paso de tortuga caminaba entre gruñ i-
dos [... ], Neró n en su fuero interno y Cató n por las apariencias, era en
todo una figura ambigua, hasta el punto que podí a decirse que era un
monstruo compuesto de muchas y contrapuestas naturalezas, una bestia
insó lita al decir del poeta: por delante un leó n, por detrá s un dragó n y
por enmedio una quimera». 76

Vivo o muerto Rufino, el doctor de la Iglesia Jeró nimo jamá s se refi-
rió a é l sin insultarle. Tambié n se enemistó con Agustí n, otro doctor de
la Iglesia, si bien en este caso el conflicto —bastante menos violento,
por cierto— fue iniciado por el má s joven de los dos, Agustí n.

En 394 y siendo todaví a un simple sacerdote, Agustí n escribió por
primera vez a Jeró nimo, que por entonces ya era loado universalmente
como una de las luminarias de la Iglesia. Esta carta no la recibió nunca
Jeró nimo; la segunda, enviada en 387, no le llegarí a hasta 402 y aun en-
tonces bajo la forma de copia no firmada. Anomalí as que só lo podí an
suscitar la desconfianza de Jeró nimo. «¡ Enví ame firmada con tu nombre
esta epí stola, o deja de molestar a un anciano que no desea sino vivir
tranquilo en su solitaria celda! » Má s debieron molestarle las crí ticas in-
troducidas por Agustí n en sus epí stolas, aunque corteses como cumplí a
a tan ilustre exé geta bí blico, pero penetrantes y no desprovistas de una
punta de malicia en ocasiones, y a veces «una flecha del peso de una fa-
larica» (que era una jabalina bastante pesada de aquellos tiempos). «Si
censuras con acritud mis palabras, pero si me exiges que me corrija, que
me retracte, y me arrojas miradas torcidas [... ]», le escribe Jeró nimo a
Agustí n, de santo a santo, de doctor a doctor de la Iglesia, afirmando
que los suyos no pasan de «alfilerazos, o menos aú n». Pese a las alaban-
zas con que se acompañ aba la ingenua petició n, no debió de fastidiarle
menos que Agustí n le pidiera la continuació n de sus traducciones al latí n
de los comentaristas griegos de la Biblia..., en especial de aqué l a quien
tanto solí a citar en sus escritos (! ), es decir. Orí genes, que ya por aquel
entonces figuraba como «hereje» en la lista negra del destinatario de
la carta. 77

El hombre de Belé n comprendió que aquel africano que le remití a
nuevas y má s agudas crí ticas acerca de su traducció n de la Biblia no era
un simple Rufino, frente a quien pudiese presumir de vir trilinguis {he-
braeus, graecus, latinus):
«Yo, filó sofo, retor, gramá tico, dialé ctico,
hebreo, griego, latino, yo trilingü e, tú bilingü e y tal, que cuando te oyen
hablar los griegos te tienen por latino, y cuando te oyen los latinos te to-
man por griego». Contra el nuevo oponente no valí an esas tretas, así


que Jeró nimo tuvo que disimular má s o menos su iracundia durante el
intercambio de golpes bajos. Escribió que é l habí a corrido lo suyo, que
habí a tenido su hora y se habí a ganado el descanso; que ahora corriese
Agustí n a pasos tan largos como su ambició n se lo permitiese. Y le roga-
ba al entonces obispo que no le molestase má s, que no desafí ase al an-
ciano que no tení a ganas de hablar, ni de presumir de sus conocimien-
tos, ni le llamase «abogado de la mentira» o «heraldo de la mentira». Ya
se sabí a, la «vanidad infantil» inspiraba a los jó venes la costumbre de
atacar a los famosos para hacerse famosos a su vez. «En el terreno de las
Sagradas Escrituras, tú, el joven, no irrites al anciano, porque podrí a
verificarse en tí lo que dice el proverbio de que el buey cansado tiene la
pisada má s fuerte. »78

Ademá s de negarse a criticar los escritos de Agustí n que le enviaban,
diciendo que tení a bastante quehacer con los suyos propios, Jeró nimo
siempre trató de calmar los ardores combativos de su corresponsal. Le
aconsejaba que si querí a brillar con su ciencia, «poner su luz en el can-
delero», en Roma no dejarí a de encontrar jó venes eruditos de sobra, y
que no rehuirí an la disputa bí blica con un obispo. En cuanto al propio
Jeró nimo, que no tení a rango alguno en la jerarquí a, lo que quizá le
ofendí a má s que la creciente fama de Agustí n, recordaba los extrañ os
avalares de las primeras epí stolas; el haberlas recibido con tanto retraso
seguramente habí a sido intencionado (en opinió n de algunas personas
de su confianza, «verdaderos servidores de Cristo»), por «afá n de noto-
riedad y de hacerse aplaudir por el pueblo [... ], para que muchos fuesen
testigos de tus ataques contra mí. Yo permanecí a callado como si me
ocultase mientras uno má s sabio lanzaba sobre mí toda la caballerí a, sin
que yo, como el má s ignorante, hallase nada que replicar. Así te presen-
tarí as como el que acertó a colocar mordaza y freno al pobrecito habla-
dor». Con sus palabras de alabanza, segú n Jeró nimo, Agustí n só lo pre-
tendí a quitar hierro a las censuras. Tambié n señ alaba que no le habrí a
creí do capaz de «asaltarme con el puñ al untado en miel, como suele
decirse». Para terminar, dice que le cree partidario de la «herejí a» ebio-
nita. La reacció n de Agustí n fue mesurada en todo momento, pero in-
flexible, por lo que Jeró nimo prefirió dar la callada por respuesta a la
ú ltima epí stola, aunque fingiese aliarse con é l en la lucha contra los
«herejes». 79

La medida de lo que era capaz de hacer un santo que tan rudamente
polemizaba contra los demá s padres, lo demostró Jeró nimo en un breve
tratado, Contra Vigilantius, escrito segú n confesió n propia en una sola
noche. Tratá base de un sacerdote galo de comienzos del siglo v, que ha-
bí a emprendido una campañ a tan franca como apasionada contra el re-
pelente culto a las reliquias y a los santos, contra el ascetismo en todas
sus formas, y contra los anacoretas y el celibato, y que recibió el apoyo
de no pocos obispos.

«La capa de la Tierra ha producido muchos monstruos —inicia Jeró -
nimo su exabrupto—, y la Galia era el ú nico paí s que aú n carecí a de un


monstruo propio [... ], de ahí que surgiese, no se sabe de dó nde, Vigilan-
tius, o mejor serí a llamarle Dormitantius, para combatir con su espí ritu
impuro el espí ritu de Cristo. » Despué s, pasaba a llamarle «descendiente
de salteadores de caminos y gentes de mala vida», «espí ritu degenera-
do», «hombre de cabeza trastornada, digno de la camisa de fuerza hipo-
crá tica», «dormiló n», «tabernario», «lengua de serpiente», «bocaza ca-
lumniosa», y encontraba en é l «malicias diabó licas», «el veneno de la
falsí a», «blasfemias», «difamaciones desaforadas», «sed de dinero»,
«embriaguez comparable a la del padre Baco»; le acusaba de «revolcar-
se en el fango» y «ostentar el pendó n del diablo, y no el de la Cruz». Es-
cribe: «Vigilantius, perro viviente», «¡ oh monstruo, que deberí a ser de-
portado a los confines del mundo! », «¡ oh vergü enza!, dicen que tiene a
obispos, incluso, como có mplices de sus crí menes... ». Tan pronto hace
chistes: «Tú duermes despierto y escribes dormido», como se indigna di-
ciendo que Vigilantius «vomitó sus libros durante el sueñ o de una borra-
chera», que «habí a escupido la inmundicia que se alojaba en sus abismos
interiores». Finge indignarse con la desvergü enza de Vigilantius, que
durante un terremoto a medianoche huyó de su celda desnudo. El ami-
go í ntimo de Eustaquia censura tambié n el hecho de que «el dormiló n
da rienda suelta a sus pasiones y multiplica los ardores naturales de la
carne con sus consejos [... ] o mejor dicho, los apaga yaciendo con hem-
bras. Con lo que, al final, no nos diferenciaremos en nada de los cerdos,
no quedará ninguna distancia entre nosotros y los animales irracionales,
entre nosotros y los caballos... », y así sucesivamente, siempre en el mis-
mo tono. 80

Igualmente rudo fue el tono polé mico utilizado por Jeró nimo contra
Joviniano, un monje establecido en Roma.

Joviniano se habí a alejado del ascetismo radical a pan y agua y pro-
pugnaba por aquel entonces un estilo de vida má s llevadero; contaba
con muchos seguidores que opinaban que el ayuno y la virginidad no
eran mé ritos especiales, ni las ví rgenes mejores que las casadas; eran
partidarios de poder casarse varias veces y creí an que las recompensas
celestiales serí an iguales para todos, sin distinció n de categorí as. En
cambio, Jeró nimo argumentaba con citas sacadas del Nuevo Testamen-
to que el matrimonio de los cristianos (ante la manifiesta imposibilidad
de prohibirlo por completo) tení a que ser un matrimonio blanco. «Si
nos abstenemos del concubinato, honramos a nuestras mujeres. Pero
si no nos abstenemos, evidentemente no las honramos sino todo lo con-
trario, las profanamos. » En su frené tico elogio de los ideales anacoretas
cubre de insultos a Joviniano, hasta el punto que Domnio, uno de sus
amigos en Roma, le envió una lista de los pasajes má s chocantes de su
escrito con el ruego de que los reconsiderase o enmendase; e incluso el
promotor de los dos tratados Contra Joviniano, Panmaquio, yerno de
Paula la amiga de Jeró nimo, hizo comprar todos los ejemplares existen-
tes en Roma para retirarlos de circulació n. Otro rasgo caracterí stico es
que Jeró nimo só lo se atrevió a lanzar sus dos tratados contra Joviniano


despué s de que é ste hubiese sido condenado por dos sí nodos, a media-
dos de los añ os noventa del siglo IV, uno en Roma, bajo la direcció n del
obispo Siricio, y otro en Milá n, presidido por Ambrosio, quien juzgó
las opiniones de Joviniano, bastante razonables a fin de cuentas, como
«aullidos de fieras» y «ladridos de perros». Por su parte, Agustí n, olfa-
teando «herejí a», apeló a la intervenció n del Estado y para subrayar
mejor sus tesis consiguió que el monje fuese azotado con lá tigos de pun-
tas de plomo y desterrado con sus acó litos a una isla dalmá tica. «No son
crueldades las cosas que se hacen ante Dios con pí a intenció n», escribió
Jeró nimo. 81

La «principal habilidad» de Jeró nimo consistí a en «hacer aparecer
como canallas y desalmados a todos sus adversarios, sin excepció n»
(Grü tzmacher).

Así era el tí pico estilo polé mico de un santo que, por ejemplo, insul-
tó igualmente a Lupicino, el ordinario de su ciudad natal de Estridó n
con el que se habí a enemistado, concluyendo la diatriba con esta burla:

«Para la boca del asno los cardos son la mejor ensalada». O como cuan-
do la emprendió contra Pelagio, hombre de costumbres verdaderamen-
te ascé ticas, de gran estatura moral y sumamente culto. Pese a haber
sido en otro tiempo amigo suyo, lo califica de simpló n, engordado con
gachas de avena, demonio, perro corpulento, «animalote bien cebado,
que hace má s dañ o con las uñ as que con los dientes. Ese perro es de la
famosa raza irlandesa, no lejos de la Bretañ a, como todo el mundo sabe,
y hay que acabar con é l de un solo tajo con la espada del espí ritu, como
con aquel can Cerbero de la leyenda, para hacerle callar de una vez por
todas lo mismo que a su amo, Plutó n». De sus contrarios en general,
«doctores del error», el polemista dice que «no han podido acabar con
nosotros por la espada, aunque no habrá sido por falta de ganas». 82

Mientras dispensa ese trato a un hombre tan universalmente respe-
tado como Pelagio, propugna el ascetismo y la vida de anacoreta, que
fueron los temas de la mayorí a de sus obras, con tantas mentiras y exa-
geraciones que incluso Lulero, en su charla de sobremesa, protesta:

«No sé de ningú n doctor que me resulte tan insoportable como Jeró ni-
mo... ». En su debut literario supo describir la historia de una cristiana
contemporá nea que, acusada de adulterio —injustamente, segú n nos
cuenta—, es condenada a muerte por un juez malvado, descrito como
un practicante secreto de los cultos paganos. Torturada con suplicios
horribles, que se comentan con todo refinamiento, dos verdugos la hie-
ren finalmente con la espada hasta siete veces, pero es en vano. Tam-
bié n supo contar Jeró nimo («el erudito má s grande de que pudo ufanar-
se en su é poca la Iglesia cristiana», segú n J. A. y A. Theiner) la historia
del anacoreta que vivió en el fondo de una mina y se alimentaba con cin-
co higos al dí a, o la de otro que durante treinta só lo comí a mendrugos
de pan y bebí a un poco de agua turbia. Y divulgar la vida del legendario
Pablo de Tebaida, de cuya existencia real dudó a veces el propio autor,
y cuyas tremebundas hazañ as se hicieron famosas en todo el mundo.


Por ejemplo, llegó a afirmar (é l, que hací a burla de las mentiras descara-
das que otros propalaban acerca de Pablo) que todos los dí as, durante
sesenta añ os, un cuervo llevó al anacoreta medio pan en el pico: «El me-
jor novelista de su é poca» (Kü hner). 83

Este Jeró nimo que unas veces difamaba sin contemplaciones y otras
elogiaba con escaso respeto a la verdad, que fue durante algú n tiempo
consejero y secretario del papa Dá maso, y luego abad en Belé n, panegi-
rista del ascetismo y que gozó de gran popularidad durante la Edad Me-
dia, ha sido elevado con instinto infalible al patronato universitario, en
particular de las facultades teoló gicas. Nos parece que le faltó poco para
llegar a ser papa. Cuando menos, é l mismo atestigua que segú n el pare-
cer comú n, era merecedor de la má xima dignidad eclesiá stica: «He sido
llamado santo, humilde, elocuente». Pero sus í ntimas relaciones con di-
versas damas de la alta aristocracia romana excitaban la envidia del cle-
ro. Ademá s, el fallecimiento de una joven, atribuido por el indignado
pueblo, es de suponer que no sin motivos, al «detestabile genus mona-
chorum»,
le hizo impresentable en Roma. Por eso huyó, seguido al poco
por sus amigas, de la ciudad de sus sueñ os de ambició n. 84

En pleno siglo XX, sin embargo, Jeró nimo «brilla» todaví a en el gran
Lexikon fü r Theologie und Kirche, editado por Buchberger, obispo de
Regensburg, «pese a ciertos aspectos negativos, por su hombrí a de bien
y su elevació n de miras, por la seriedad de sus penitencias y la severidad
para consigo mismo, por su sincera piedad y su amor ardiente a la Igle-
sia». «Fue muy respetado entre los mejores de su é poca» (Schade). Sin
embargo, un teó logo tan notable como Cari Schneider, reprocha «las
peores necedades» al hombre que mereció la má xima menció n de ho-
nor de la Catholica, el tí tulo de doctor de la Iglesia, y patró n de sus fa-
cultades de Teologí a, y le acusa de «difamaciones y falsificaciones sin
escrú pulos, afá n de intriga y soberbia enfermiza, apasionamiento exce-
sivo y cará cter traicionero», «falsificació n de documentos, plagio, exa-
bruptos de odio, denuncias.. . ». 85

Algunas veces los doctores de finales del siglo IV lamentaron aquel
estado de cosas, aquella «guerra interna», en exclamaciones retó ricas o
en quejas sinceras.

«He oí do a nuestros padres el comentario —escribe Juan Crisó sto-
mo— de que antes, durante las persecuciones, sí habí a verdaderos cris-
tianos. » Pero ¿ có mo vamos a convertir infieles ahora?, se pregunta:

«¿ Mediante milagros? Ya no existen. ¿ Mediante el propio ejemplo de
nuestras acciones? Está n totalmente pervertidas. ¿ Con el amor? De eso
no se encuentra ni rastro». Y manifiesta que todo está destruido y perdi-
do. «Nosotros, que fuimos llamados por Dios para curar a otros, anda-
mos necesitados de alguien que nos sane. »86

En el mismo sentido se manifestó el doctor de la Iglesia Gregorio
Nacianceno, quien dimitió siempre de sus cargos eclesiá sticos mediante
el procedimiento de fugarse: «¡ Qué desgracia! Nos abalanzamos los
unos contra los otros y nos devoramos [... ] y siempre bajo el pretexto de


la fe, que sirve de tapadera con su nombre venerable a todas las dispu-
tas privadas. Nada tiene de extrañ o, pues, el odio que nos profesan los
paganos. Y lo peor es que ni siquiera podemos afirmar que esté n equi-
vocados [... ]. Eso es lo que hemos merecido con nuestras luchas fratri-
cidas». 87

En 372, tambié n Basilio, doctor de la Iglesia, desesperaba de poder
expresar una queja «proporcionada a la desgracia»: «El temor a las gen-
tes que no temen a Dios les franquea a é stas el camino hacia las dignida-
des de la Iglesia; así es evidente que la má xima impiedad va a premiarse
con el má ximo cargo, de manera que los má s grandes pecadores van a
parecer idó neos para la dignidad episcopal [... ] y los ambiciosos despil-
farran el ó bolo de los pobres en provecho propio y para regalos [... ].
Bajo el pretexto de luchar por la religió n se dedican a dirimir sus enemis-
tades particulares. Y otros, para que no se les exijan las responsabilida-
des por sus delitos se dedican a fomentar divisiones entre los pueblos, de
manera que sus crí menes pasen má s desapercibidos en medio del desor-
den general». 88

Sin duda, la crí tica de Basilio se dirige sobre todo contra «la plaga de
la herejí a», que estaba extendié ndose desde las fronteras de Iliria hasta
la Tebaida, habiendo devorado ya «la mitad de la Tierra». ¡ Pero tam-
bié n los herejes son cristianos!
Por eso le parece al obispo tanto má s la-
mentable que «la parte que parecí a sana tambié n está rota por la discor-
dia», que «junto a las guerras exteriores» hací an estragos «los disturbios
internos», y que junto «a la lucha franca contra los herejes» las hubiese
tambié n «entre los verdaderos creyentes». 89

Aun así, a las «guerras exteriores», a la lucha contra judí os y contra
«herejes», se sumaba ya la guerra contra el paganismo.


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