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La temática antipagana en el cristianismo primitivo




Pero, por mucho que postulasen la libertad religiosa, atacaron a los
paganos del mismo modo que hicieron con los judí os y «herejes». Esa
polé mica, esporá dica o casi podrí amos decir casual al principio, va ga-
nando terreno desde finales del siglo u, es decir, cuando empezaban a
sentirse fuertes. De la é poca de Marco Aurelio (161-180) conocemos los
nombres de seis apologistas cristianos y los textos de tres apologí as (de
Atená goras, Tatiano y Teó filo). 7

Los temas antipaganos son numerosos, pero aparecen bastante dis-
persos, incluso en la bibliografí a posterior. Hacen alusió n a la teogonia
y la mitologí a de los paganos, al politeí smo, a la naturaleza de los dio-
ses, a las imá genes, su culto y su manufactura, al origen diabó lico del
«culto a los í dolos». Esto ú ltimo en un cristiano se consideraba pecado
graví simo, sancionado con la expulsió n. 8

La argumentació n de estos primeros tratados (y la de los que vinie-
ron despué s) realmente no convenció mucho y no tuvo é xito, ni siquiera

 

literario (Wlosok). Apenas influyó sobre la opinió n pú blica y no tuvo
ninguna trascendencia en el plano polí tico; es una corriente turbia, esca-
sa y pobre de ingenio, que fluye a travé s de los siglos siempre igual a sí
misma. Los cristianos tomaron muchas de sus crí ticas de los mismos pa-
ganos, como sucede con el historiador Eusebio o Atanasio, el doctor de
la Iglesia, que se remontan a veces hasta los presocrá ticos. Con anterio-
ridad al cristianismo, la cró nica escandalosa del Olimpo pagano y los
rasgos excesivamente obscenos de la mitologí a habí an merecido fuertes
crí ticas, lo mismo que se habí a discutido, y con bastante apasionamiento
algunas veces, la interpretació n del culto a las imá genes. 9

Los mitos antiguos eran un escá ndalo para los cristianos, a quienes
chocaban por «inmorales», por abundar en «amores» y «cupiditas» o ba-
jos deseos.

Arnobio de Sicca, que fue maestro de Lactancio, dedicó siete ma-
motretos, paté ticamente aburridos, a polemizar Contra los paganos, cu-
yos dioses tení an sexo «como los perros y los cerdos», «miembros ver-
gonzosos que una boca honesta ni siquiera puede nombrar». Critica que
se libren a sus pasiones «a la manera de los animales inmundos», «con
frené tico deseo al intercambio de inmundicias del coito». Arnobio,
como otros muchos tratadistas, da la relació n de los amores olí mpicos,
de Jú piter con Ceres, o con humanas como Leda, Dá nae, Alcmena, Elec-
tra y miles de doncellas y mujeres, sin olvidar al efebo Catamito, «a nada
hace ascos Jú piter [... ] hasta que finalmente se dirí a que el desgraciado
só lo nació para ser semilla de crí menes, blanco de injurias y lugar comú n
en donde se vierten todos los excrementos de las cloacas del teatro»;

de teatros que, segú n Arnobio, merecerí an ser derribados, así como
quemados la mayorí a de los escritos y libros. 10

¡ Un dios adú ltero es mil veces peor que otro que extermina a la hu-
manidad mediante un diluvio! Los cristianos juzgan como ridiculas le-
yendas las historias de dioses que cuentan Hornero y Hesí odo. En cam-
bio, que el Espí ritu Santo pudiese dejar embarazada a una doncella
sin alterar su virginidad era una cosa muy seria, como demostró uno de
los cató licos má s famosos de la é poca antigua, Ambrosio (cuya «gran-
deza», segú n Wytzes, desde luego «no hay que buscarla en la originali-
dad del ingenio»); ¿ acaso los buitres no procrean sin el concurso del
apareamiento?: «Dicen imposible en la madre de Dios lo que no se les
discute a los buitres. Estas aves conciben sin el macho, cosa que na-
die niega; en cambio, a Marí a, por concebir estando prometida, se
quiere poner en tela de Juicio su castidad»; Que los paganos enterra-
sen la figura de un dios, le dispensaran honras fú nebres y luego cele-
brasen con fiestas su resurrecció n, tambié n les parecí a altamente risi-
ble a los cristianos, aun teniendo por santa su propia liturgia de Semana
Santa y Pascua de Resurrecció n. De nuevo nos proporciona san Am-
brosio unas demostraciones de cariz cientí fico: la metamorfosis del gu-
sano de seda, los cambios de color del camaleó n y la resurrecció n del
ave fé nix. n

A los antiguos creyentes, los cristianos les acusan de adorar a la cria-
tura en vez de dar culto al creador. Reiteran siempre la «demostració n»
de la naturaleza material de los í dolos: «Se arrodillan ante la obra de sus
propias manos», como censuraba ya Isaí as, o como dice el salmo 115:

«Boca tienen, mas no hablará n; tienen ojos, pero jamá s verá n. Orejas
tienen y nada oirá n; narices, y no olerá n... ». En realidad, los antiguos
no identificaban a las imá genes con los dioses; sabí an que só lo eran «re-
presentaciones simbó licas, [... ] no las divinidades mismas» (Mensching).
Para los cristianos, sin embargo, tales divinidades eran «muertas e inú ti-
les» (Arí stides), no podí an «ni ver, ni oí r, ni caminar» (Apocalipsis de
Juan). Segú n Gregorio Niceno, una estrella de la teologí a cató lica de la
é poca, la impasibilidad de las estatuas se contagiaba a sus adoradores.
Ademá s, estos í dolos, estos «objetos inservibles», como diagnostica el
historiador de la Iglesia Eusebio, ocultan «muchas infamias». Se relle-
nan con huesos, desperdicios, paja, y sirven de refugio a los insectos, a las
cucarachas, a los ratones y a las aves que anidan en ellos. Minucio Fé lix,
Clemente de Alejandrí a, Arnobio y otros pintan con má s o menos com-
placencia el deterioro de las imá genes, «cuando las golondrinas cruzan
volando las bó vedas de los templos y dejan caer su inmundicia, y así ve-
mos có mo poco a poco las cabezas, los rostros, las barbas, los ojos, las
narices de las divinidades van cubrié ndose de excrementos [... ]; enroje-
ced, pues, de vergü enza [... ]». Los dioses —ironiza Maximino, obispo
amano— son carcomidos por las arañ as y los gusanos. Y el Martyrium
Poly carpí
nos los pinta abonados de cagarrutas de perro. 12

Segú n Tertuliano, tan temible como adorarlos o adquirirlos era el
fabricarlos, actividad que, con el adulterio y la prostitució n, era uno de
los má ximos pecados mortales. Porque, como observaban astutamente los
cristianos, a los dioses los martillan, los tallan, los lijan y los encolan,
«los queman en hornos de alfarero, los pulen con la muela y la lima, los
cortan con la sierra, el berbiquí y el hacha, los alisan con el formó n. ¿ No
es locura todo eso? ». Y todaví a má s, ya que las imá genes se hací an «a ve-
ces» de los «adornos de las prostitutas y las joyas de las hembras, o de
huesos de camello... » (Arnobio). Atená goras afirma que siempre se sabe
de qué taller ha salido cualquier dios; segú n Orí genes, son los de los ar-
tistas má s degenerados, de la misma categorí a que los saltimbanquis y
las envenenadoras. Justino, el santo enemigo de los judí os, nos cuenta
que ademá s seducí an a sus esclavas jó venes y las convertí an en có mpli-
ces de la obra diabó lica. 13

Muchas de las crí ticas contra los paganos, cuando no todas, podrí an
volverse contra los mismos cristianos.

Como cuentan Clemente de Alejandrí a o Arnobio, muchas veces los
artistas creaban en las imá genes retratos de modelos de carne y hueso,
aunque fuesen «prostitutas y deshonradas» como Cratina, la amante de
Praxí teles que sirvió de modelo para la Afrodita de Gnido. Pero ¿ no tie-
nen el mismo origen muchas de nuestras imá genes de ví rgenes, santos y
personajes bí blicos? ¿ Acaso no pintó Fra Filippo Lippi a la monja Lucre-

zia Buti (má s tarde su mujer, despué s de raptarla en 1456) con su hijo en
la figura de Marí a con el niñ o Jesú s? ¿ No eternizó Durero a las concubi-
nas del cardenal de Maguncia, Alberto II (1514-1545), Catalina Stolzen-
feí s y Ernestina Mehandel, como hijas de Lot, y Lucas Cranach a Ernes-
tina como «santa Ú rsula», así como Grü newaid a Catalina en la figura
de «santa Catalina en las bodas mí sticas»? Minucio Fé lix, un africano
que ejercí a de abogado en Roma, criticaba que se paseasen figuras de
los dioses durante las procesiones paganas. Con el tiempo, las cristianas
se llenaron tambié n de cohortes enteras de santos; el arzobispo Alberto
de Magdeburgo incluso paseó a una cortesana puesta en andas como «fi-
gura viviente». Y si el obispo Eusebio consideró que la exposició n de las
imá genes era un engañ o para niñ os y mayores de pocas luces, ¿ qué no
diremos de los millones de santos de estuco que hoy se venden comer-
cialmente? 14

Hay má s; la polé mica contra los paganos censuraba que el hombre se
arrodillase ante la obra hecha con sus propias manos, tal como hoy los
cristianos se arrodillan ante imá genes de Cristo y de los santos. Se burla-
ban de la costumbre de besar los «í dolos»..., y ellos besan las figuras de
santos y las reliquias. Afirmaban que las apariciones de dioses no ser-
ví an como demostració n de la existencia de los mismos, ¿ qué demues-
tran entonces las apariciones de Cristo? Agustí n aporta un argumento
definitivo: los «í dolos» no protegen a los soldados en la guerra, ¿ acaso
sirven las estampitas? Clemente, Arnobio y otros se reí an de los incen-
dios de templos y otras catá strofes; en la segunda guerra mundial, sin ir
má s lejos, cayeron millares de iglesias (ya Lichtenberg ironizaba a costa
de los curas que instalaban pararrayos en sus campanarios). Los cristia-
nos opinaban que el material consumido en la fabricació n de imá genes
podí a destinarse a mejores fines, que cuando é stas eran de materiales
nobles se hací a preciso encerrarlas para defenderlas de los ladrones; lo
mismo sucede con los tesoros artí sticos de las iglesias. ¡ Es que no se con-
fí a mucho en la protecció n celestial! Los cristianos criticaban que la reli-
gió n romana y el Imperio romano tuviesen sus orí genes en crí menes y
homicidios, ¿ acaso no sucedió lo mismo con las iglesias cristianas y los
imperios cristianos? 15

Los inspiradores de estas idolatrí as, naturalmente, no eran otros que
el demonio y sus legiones de seres malé ficos. Supersticiosos y contami-
nados de prá cticas má gicas desde el primer momento, lo mismo que los
paganos, los cristianos creí an que los cultos idolá tricos eran de directa
inspiració n diabó lica; algunos, como Tertuliano, tambié n incluyen en
esa calificació n el circo, el teatro, el anfiteatro y el estadio. Segú n los pa-
dres de la Iglesia, los demonios eran autores de los cultos idolá tricos,
parodiaban la Santa Cruz en las imá genes de los dioses y se ocultaban en
é stas, se serví an del orá culo y de los milagros paganos para evitar la con-
versió n de los idó latras al cristianismo y dictaban a los poetas sus menti-
rosas narraciones, ademá s de alimentarse a ellos mismos con los humos
de los sacrificios paganos. 16

Es significativo, no obstante, que todas estas crí ticas, estas censuras
y estas burlas no se manifestasen hasta tiempo despué s; en los comien-
zos, cuando los cristianos aú n eran minorí a, no les quedaba otro reme-
dio que poner al mal tiempo buena cara. El mundo antiguo era pagano
casi por entero y frente a esta supremací a los cristianos actuaban con
prudencia, o incluso establecí an compromisos en caso necesario, a fin
de poder acabar con ella cuando llegase la hora.

Tambié n eso se pone de manifiesto en los autores cristianos má s an-
tiguos.

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