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Atanasio, doctor de la Iglesia




ATANASIO, DOCTOR DE LA IGLESIA

(HACIA 295-373)

 

«San Atanasio [... ] fue el má s grande hombre de su é poca y quizá s, ponderando todo de manera escrupulosa, el má s grande de los que haya podido presentar nunca la Iglesia. »

abbé de bletterinni'

«La posteridad agradecida dio al eficaz obispo alejandrino el merecido sobrenombre de " el Grande"; tanto la iglesia oriental como la occidental le veneran como santo. »

joseph LiPPL2

«Toda cuestió n polí tica es llevada al campo de la teologí a; sus adversarios son herejes mientras que é l es el defensor de la fe pura. Los adversarios aprenden de é l la asociació n entre teologí a y polí tica. [... ] Como una especie de antiemperador, anticipó el prototipo de los grandes papas romanos, siendo el primero de los grandes patriarcas egipcios que acabaron por desligar a su paí s de la unidad imperial. »

G. GENTZ3

«Los actores de la historia de la Iglesia fueron en buena medida los mismos que los de la historia de Bizancio en general. »

friedhelm WiNKELMANN4

«Desde el siglo iv al vn, por el Padre, por el Hijo y por el Espí ritu Santo, las escuelas de teologí a, los papas y los patriarcas se combatieron con todos los medios a su alcance; se juzgó, se degradó y se proscribió;

comenzaron a actuar servicios secretos y maquinarias propagandistas;

las controversias degeneraron en é xtasis salvajes; hubo tumultos y refriegas callejeras; se asesinó; los militares aplastaron las revueltas; los anacoretas del desierto, con el apoyo de la corte de Bizancio, instigaron a las multitudes; se urdieron intrigas por conseguir el favor de emperadores y emperatrices; se desencadenó el terror estatal; lucharon entre sí los patriarcas, se les elevó al trono y se les volvió a destronar en cuanto que una nueva concepció n trinitaria lograba triunfar [... ]. »

hans KÜ HNER5


 


 

Kü hner continú a diciendo: «[... ] aparecieron los primeros grandes doctores de la Iglesia, y los santos, en contra de todas las pasiones huma­nas, realizaron una serie de ejercicios mentales dignos de todo encomio que han entrado a formar parte tanto de la historia de la fe como de la his­toria del pensamiento [... ]». Sin embargo, cabe puntualizar que esto no se produjo en contra de todas las pasiones humanas sino en buena medi­da por ellas, pues quien se toma en serio el espí ritu no puede creer que uno sea dos o tres o que tres sea igual a uno. La teologí a cristiana llama a esto suprarracional y no contrarracional o irracional. Lo llama misterio, no absurdo. Y al haber entre el cielo y la tierra tantas cosas que nuestra filosofí a escolá stica ni se imagina, no es necesario tomar por verdadero todo lo que se ha imaginado, ni hace falta tomar el mayor de los absurdos por cierto y considerarlo un gran misterio. «Si Dios -dice Diderot-, por quien tenemos la razó n, exige sacrificar la razó n, es un prestidigitador que hace desaparecer lo que acaba de dar. »6

La naturaleza complicada de Dios y el dominio de las tinieblas

Cualquier ciencia que se precie se basa en la experiencia, pero ¿ qué llega a saberse de Dios, si es que existe? En los primeros tiempos del cristianismo se barajaba «toda una masa de las má s diversas ideas» acer­ca de los espí ritus celestiales (Weinel, teó logo). En el siglo II y comien­zos del III «apenas nadie» se preocupaba del «Espí ritu Santo» (Harnack, teó logo), y en el siglo IV, segú n se queja Hilario, doctor de la Iglesia, na­die sabe cuá l será el credo del añ o siguiente. Sin embargo, los teó logos fueron ahondando cada vez má s en el tema en el curso del tiempo. Llega­ron a descubrir que Dios era algo así como un ú nico ser (ousia, substan­cia) en tres personas (hypó staseí s, personae). Que esta triple personali­dad era consecuencia de dos «procesos» (processiones): de la generació n (generatio) del Hijo a partir del Padre y de la «exhalació n» (spiratio) del Espí ritu entre el Padre y el Hijo. Que esos dos «procesos» equivalí an a


 

cuatro «interacciones» (relationes): la calidad de padre y la de hijo, la exhalació n y el ser exhalado, y esas cuatro «interacciones» dan a su vez cinco «particularidades» (proprietates, notiones). Que al final, todo esto, en mutua «compenetració n» (perichó resis, circuminsessio) darí a só lo un Dios: ¡ actus purissimus! Por má s que hayan dado de sí los quebraderos de cabeza a lo largo de los siglos, los teó logos saben «que cualquier tra­bajo intelectual sobre el dogma de la Trinidad seguirá siendo una " sinfo­ní a inacabada" » (Anwander) o, por mucho que se profundice en ello, «un misterio de fe impenetrable», como escribe humildemente el benedictino Von Rudioff, aseverando con toda seriedad que nada de ello «habla en contra de la razó n. No decimos que tres sea igual a uno [... ] sino que tres personas son un ser». Y eso sin decir que se profundizó en el tema multi­tud de veces, y que puede seguir hacié ndose. Sin embargo, en 1977, a Kari Rahner le parece «evidente que la historia de los dogmas (en el sen­tido má s amplio de la palabra) continú a y debe continuar [... ] por lo tanto la historia de los dogmas continú a [... ]». 7

Por mucho que puedan decir los teó logos -un proceso sin fin de con­ceptos a menudo nebulosos, sobre todo porque en la historia de los dog­mas han impuesto sus creencias por todos los medios, incluso recurrien­do tambié n a la violencia-, al no haber sido nunca tales disputas má s que una discusió n por las palabras y porque nunca poseyeron, ni poseen, nin­guna base de la experiencia, precisamente por eso, y hablando por boca de Helvetius, «el reino de la teologí a se contempló siempre como el do­minio de las tinieblas». 8

En el siglo iv se intentó arrojar luz sobre estas tinieblas, con lo cual todo se volvió todaví a má s oscuro. «Todo el mundo sospecha de su pró ji­mo -reconoce el padre de la Iglesia Basilio-; se han soltado las lenguas blasfemas. » Pero los concilios, en los que, iluminados por el Espí ritu Santo, se intentaba aclarar los misterios, só lo contribuyeron a crear ma­yor confusió n. Incluso Gregorio Nacianceno, santo padre de la Iglesia, se burla de las conferencias clericales y admite que rara vez llegan a buen fin, avivando má s la polé mica en lugar de suavizarla: «Evito las reunio­nes de obispos pues hasta el momento nunca he visto que ningú n sí nodo acabara bien; no resuelven ningú n mal sino que simplemente crean otros nuevos [... ] En ellos só lo hay rivalidad y luchas por el poder».

Diversas circunstancias dificultan la orientació n. Por un lado, del im­portante Concilio de Nicea (325) apenas se ha conservado nada, lo mis­mo que de algunos otros sí nodos. Por otro lado, los vencedores impidie­ron la circulació n de los escritos de sus opositores, cuando no llegaron a destruirlos. Só lo unos pocos fragmentos de Arrio, o de Asterio de Capadocia, un arriano moderado, han llegado hasta nosotros a travé s de citas en escritos de ré plica. Aunque los tratados cató licos se difundieron con frecuencia, sobre todo muchos de los redactados por los padres de la


Iglesia Hilario de Poitiers (fallecido en 367) y Atanasio de Alejandrí a (fallecido en 373), se trata só lo de productos propagandí sticos subjetivos. Los no menos tendenciosos historiadores del siglo v Só crates, Sozomeno, Teodoreto y Filostorgio, de estricta tendencia arriana (o dicho con mayor precisió n: eunomiá nica), son ya de generaciones posteriores. 10

Una buena idea de la historiografí a espiritual de esta era y de su ten­dencia sin escrú pulos a falsear nos la proporciona la primera historia glo­bal de la Iglesia despué s de Eusebio, la de Gelasio de Cesá rea (fallecido entre 394 y 400). Desconocida hasta hace poco tiempo, se la ha recons­truido en gran parte y su importancia se acrecienta por el hecho de tomar como fuente principal de sus descripciones a historiadores de la Iglesia del siglo v (Rufino, el má s antiguo de Occidente, Só crates y Gelasio de Quí cicos). Gelasio fue tambié n sucesor (el segundo) de Eusebio, un alto dignatario y arzobispo de Cesá rea con jurisdicció n en toda Palestina. n

Friedrich Winkelmann ha presentado de manera muy concisa el mé to­do de esta ú nica y gran historia contemporá nea de la Iglesia durante la disputa trinitaria: la difamació n estereotipada del adversario. El arzobis­po autor de la obra apenas se preocupa de los avances o las diferenciacio­nes producidos. De los arrí anos só lo relata reticencias e intrigas; no son má s que perturbadores inconvertibles, «tí teres del diablo, que habla por su boca». Gelasio atribuye a Arrio un perjurio. Miente tambié n al afirmar que no fue Constancio sino su hijo, el emperador Constantino, quien que­rí a rehabilitar a Arrio. Por otro lado, Constantino -una nueva mentira-no desterró a Atanasio, el contrincante de Arrio, sino que le envió de nuevo a Alejandrí a colmado de honores. Gelasio es tambié n el primero en exponer la falsedad de que Constantino nombró en su testamento a Constantino II, el Cató lico, heredero de su reino, pero que un presbí tero amano dio el testamento a Constancio a cambio de la promesa de apoyar al arrianismo. El obispo de Cesá rea no solamente enmascara todo lo ne­gativo, pasando por alto la mayorí a de los sucesos, sino que tambié n deja correr simplemente su imaginació n, en contra de la verdad estricta; en suma, lo que se manifiesta es «un gran complejo de una burda falsifica­ció n de la historia». 12

Pero ¿ fue Atanasio, doctor de la Iglesia, menos escrupuloso, menos agitador y apologista? Reprueba de manera global a los arrí anos: «¿ A quié n no han ultrajado [... 1 a su antojo y arbitrio? ¿ A quié n no [... ] han maltratado hasta el punto que haya muerto en la miseria o hayan resulta­do perjudicados sus parientes? [... 1 ¿ Dó nde hay un lugar que no muestre algú n recuerdo de su maldad? ¿ A qué adversario no han aniquilado, es­grimiendo ademá s pretextos inventados a la manera de Jezabel? ». 13

Incluso el benedictino Baur habla de una «guerra civil entre cató licos y arrí anos», en la que, naturalmente, lo mismo que sucede con todos los auté nticos apologetas cató licos, los arrí anos -cuyo nombre pronto se


convertirí a en uno de los peores insultos de la historia de la Iglesia- eran presa del diablo y envilecí an el nombre cristiano ante un mundo, todaví a medio pagano, «con intrigas abominables, rabia persecutoria, mentiras e infamias de todo tipo, incluso mediante asesinatos en masa»; por consi­guiente, ya era hora «de que desapareciera por fin del mundo esta planta venenosa». 14

En el centro de esta disputa entre teó logos estaba la cuestió n de si Cristo era Dios verdadero, si tení a la misma naturaleza que el propio Dios. Los ortodoxos, aunque a veces desavenidos, así lo afirmaban, mientras que los arrí anos, la mayorí a de los obispos orientales en el apogeo de su poder (despué s del Concilio de Milá n, 355), lo negaban. Cuando parecí a que casi habí an ganado, se escindieron en radicales, anomoí tas, que con­sideraban al «Hijo» y al «Padre» como totalmente dispares y diferentes (anhomoios), semiarrianos, homoí tas, que en su opinió n se consideraban má s o menos homousianos, y un partido que rechazaba a los dos anterio­res y defendí a el homoí smo, señ alando la similitud (que se dejaba inten­cionadamente vaga) o igualdad de «Padre» e «Hijo», pero no la «identi­dad de naturaleza», el homoú sios de los nicé nicos. Los arrí anos y loa ortodoxos se mantuvieron aferrados al monoteí smo, pero para los prime^ ros, sin duda má s cercanos a la fe cristiana primitiva, el «Hijo» era total­mente diferente del «Padre», era una criatura de Dios, si bien completa y muy por encima de todas las restantes. Arrio habla de é l con el má xi­mo respeto. Para los ortodoxos Jesú s era, en boca de Atanasio, «Dios he­cho carne» (theos sarkophoros), pero no un «hombre, que lleva a Dios» (anthropos theophoros), siendo el «Padre» y el «Hijo» una ú nica natura­leza, una unidad absoluta; eran homoú sios, de la misma naturaleza. Pues só lo así era posible sostener el dogma de la doble, o incluso triple, divini­dad y orar al «Hijo», el nuevo, lo mismo que al «Padre», como hací an ya los judí os. A los arrí anos se les acusaba de «politeí smo» y de «tener un Dios grande y otro pequeñ o». 15

A los ortodoxos, entonces y má s tarde, les resultó tambié n difí cil pensar de un modo dogmá ticamente correcto, tal como da a entender el teó logo Grillmeier, S. J.: «La insistencia en el alma humana de Jesu­cristo parece muchas veces un tanto artificial». Incluso en la cristolo-gí a de Cirilo, el santo doctor de la Iglesia, en cualquier caso en su fase anterior a Efeso, el jesuí ta encuentra «a menudo poco examinada a fon­do la idea de la " humanidad completa" del Señ or [! ]», de modo que, sorprendido por la escasa intervenció n del Espí ritu Santo, se asombra de «lo difí cil que les resultó a los cí rculos eclesiá sticos elaborar una sí ntesis». 16

Para las masas populares de Constantinopla, que, como en todas partes, acudí an multitudinariamente a la «Iglesia nacional» preferida, la cuestió n de fe era al parecer cautivadora y fascinante, alcanzando la


 

disputa cristoló gica una gran popularidad en calles, plazas y teatros, como manifiesta con ironí a un contemporá neo de finales del siglo iv:

«Esta ciudad está llena de artesanos y esclavos que son profundos teó ­logos, que predican en las tiendas y en las calles. Si quieres cambiar una moneda con un hombre, primero te informará acerca de dó nde ra­dica la diferencia entre Dios Padre y Dios Hijo, y si preguntas por el precio de una barra de pan, en lugar de responderte te explicará n que el Hijo está por debajo del Padre; y si quieres saber si tienes el bañ o preparado, el bañ ero te contestará que el Hijo ha sido creado de la nada [... ]». 17

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