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El «campo de batalla» de Alejandría bajo los patriarcas Atanasio y Gregorio




La salida de Atanasio en junio de Tré veris, la ciudad de Occidente que le habí a recibido triunfalmente y le habí a tratado de manera extraordi­naria, fue el primer acto de gobierno de Constantino II, «un grave quebran­tamiento de la ley y un gran agravio no só lo para Constantino, sino tam­bié n para los obispos, a los que la sentencia cogió en Tiro» (Schwartz). (Por supuesto, Atanasio pensaba de los sí nodos lo mismo que de la violencia. Eran buenos siempre que abogaran en su favor, la causa Atha-nasii, jactá ndose siempre de tener la mayorí a. «Sin embargo, comparan­do nú mero por nú mero, los sí nodos de Nicea son má s numerosos que los particulares [... ]. » O bien: «En la sentencia votaron a nuestro favor [en Serdica] má s de trescientos obispos [... ]». Y mientras que para Nicea ha­bí a «motivos racionales», los sí nodos de los arrí anos «se convocaban de manera forzada, por odio y ganas de polé mica». ) Durante el largo viaje de regreso, el repatriado aprovechó para establecer la paz a su manera en Asia Menor y Siria, es decir, ayudando a los cató licos a recuperar el po­der. Por esa razó n, despué s de su campañ a aparecieron por doquier los antiobispos, la discordia y nuevas escisiones. Puesto que: «Allí donde

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habí a antiobispos se producí an con regularidad tumultos y luchas calleje­ras, tras lo cual el pavimento quedaba cubierto de cientos de cadá veres» (Seeck). 48

Al regresar tambié n los restantes desterrados a sus hogares patrios, floreció por doquier la ortodoxia. En primer lugar, se limpiaron a fondo las iglesias manchadas por los «herejes», aunque no siempre con agua de mar, como hicieran los donatistas. Estos obispos cató licos practicaban unas costumbres má s drá sticas. En Gaza, el supremo pastor Asclepio hizo destruir el altar «profanado». En Akira, el obispo Marcelo arrancó a sus adversarios las vestiduras sacerdotales, les colgó del cuello las hos­tias «envilecidas» y les arrojó fuera de la iglesia. En Andrianó polis el obispo Lucio dio de comer a los perros el pan eucarí stico y má s tarde, cuando regresaron, negó la comunió n a los participantes orientales del sí ­nodo de Serdica, soliviantando incluso a la població n de la ciudad en su contra; por ese motivo, con el fin de restaurar el orden, Constantino orde­nó la ejecució n de diez trabajadores del arsenal imperial. Naturalmente, los «apó stoles de la ortodoxia de Nicea» (Joannou) se vieron obligados a exiliarse de nuevo, y sin embargo, Atanasio elogiaba a estos y otros hé ­roes de su partido. «Ankyra lloraba por Marcelo», escribe, «Gaza por Asclepio», y a Lucio «reiteradas veces» los arrí anos «le habí an encade­nado y así le martirizaron hasta la muerte». 49

En su propia sede episcopal, la metró poli egipcia, «un auté ntico cam­po de batalla» (Schulze), ocupaban el cargo dos patriarcas. Pisto, el obis­po amano a quien de nuevo Atanasio acusaba de «ateí smo», y é l mismo;

Las intervenciones de la policí a y de los militares, las expulsiones, los incendios y las ejecuciones se sucedí an sin fin, lo que no impide que Ata­nasio afirme sin reparos que el pueblo de Alejandrí a está de su lado, aun­que fuera má s bien al contrario. 50

El primer acto oficial, por así decirlo, del repatriado a finales de   no­viembre del añ o 337 fue interrumpir el suministro de grano, destinado  por el emperador a dar de comer a los pobres, a todos los partidarios de su oponente, para apaciguar con el excedente a los nuevos miembros  de su guardia pretoriana. Tambié n le favoreció la presencia de su maestro san Antonio, al que habí a hecho acudir desde el desierto y que se presen­tó con infinidad de milagros y acciones antiarrianas. En el invierno de 338-339 los arrí anos, que consideraban a su obispo Pisto demasiado ti­bio, nombraron con un procedimiento muy poco canó nico al presbí tero Gregorio de Capadocia como antiobispo, tras haber renunciado a serlo Eusebio de Emesa. El obispo Pisto desapareció sin dejar rastro. El pa­triarca Gregorio, un erudito cuya gran biblioteca es objeto de elogios por parte del que má s tarde serí a el emperador Juliano (y que tras la muerte de Gregorio quedó en Antioquí a), llegó a Alejandrí a en cuaresma, en marzo de 339. Lo hizo acompañ ado de militares y de Filagrio, el gober-


 

nador de Egipto, hombre acreditado que gozaba de gran aprecio en Ale­jandrí a y que fue nombrado por el emperador a petició n de una embajada de la ciudad. Arrí anos, melecianos, paganos y judí os asaltaron unidos las iglesias cató licas. La iglesia de Dionisio fue pasto de las llamas (en el sí ­nodo de Serdica se acusó a Atanasio del incendio). Los cató licos fueron sometidos a una dura persecució n, se confiscaron sus bienes, se apaleó y encarceló a los monjes y a ví rgenes santas, se encendieron velas ante í do­los y el baptisterio se utilizó como bañ o, Atanasio, que recordó los sufri­mientos del Antiguo y del Nuevo Testamento e incluso la Pasió n de Cris­to, habí a ya bautizado previamente en la iglesia de Teonas a su rebañ o a fin de darle fuerzas para la batalla que se avecinaba y convocarle a la su­blevació n. Despué s se puso é l mismo a salvo y durante la Santa Pascua organizó, desde su escondrijo, nuevos tumultos. Pero a mediados de mar­zo de 339 huyó a Roma con una demanda criminal a su espalda, dirigida a los tres emperadores y que le acusaba de nuevos «asesinatos». (Sin em­bargo, en este caso no pudo utilizar el correo imperial como solí a hacer en sus destierros y viajes. Se desplazó por ví a marí tima. ) Los suyos que­maron la iglesia de Dionisio, el segundo «templo divino» en cuanto a tamañ o de Alejandrí a, para que así pudiera escapar al menos de la profa­nació n «heré tica». 51

Mientras que con ayuda del Estado el obispo Gregorio ejerce un man­do riguroso, Atanasio, con otros prí ncipes de la Iglesia depuestos, se es­tablece en Roma junto al obispo Julio I, que casi con la totalidad de Occi­dente es partidario del concilio niceno. Por primera vez en la historia de la Iglesia, prelados excomulgados por sí nodos orientales obtienen su rehabilitació n en un tribunal episcopal occidental. Los ú nicos a los que conocemos con certeza son Atanasio y Marcelo de Anquira, el profana­dor de clé rigos y hostias mencionado antes. Tras demostrar su «ortodo­xia» Julio I les admitió, junto con los restantes fugitivos, en la comunió n de su iglesia. Y es aquí, en Roma y en Occidente, que adquiere una im­portancia decisiva para su polí tica de poder, donde Atanasio trabaja hacia «un cisma de las dos mitades del Imperio» (Gentz), que se plasma en el añ o 343 en el sí nodo de Serdica. Los arrí anos, furiosos por la intromisió n de Roma, «sorprendidos en grado sumo», como se señ ala en el manifies­to que presentaron en Serdica, excomulgan al obispo Julio I, «el autor y cabecilla del mal». Y mientras que Atanasio incita los á nimos y se sirve para su «causa» de una de las mitades del Imperio contra la otra, de modo que la lucha por el poder del obispo alejandrino se convierte en la lucha por el poder de Roma, la religiosidad alcanza en Oriente puntos culminantes. 52

 

 


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