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El emperador Anastasio y el papa Gelasio bajan a la palestra




Anastasio, a quien el patriarca de Constantinopla, Eufemio, inculcó
expresamente su obligació n de dar soporte a la ortodoxia, a la profesió n
de fe de Calcedonia, al ser elegido emperador, comenzó bien pronto a de-
fender el Henotikon de Zenó n. Personalmente muy piadoso, segú n reco-
nocí a incluso el nuevo papa Gelasio, favoreció a Severo de Antioquí a
(512-518), posterior patriarca de los monofisitas y hombre de gran cultura
y no menos é xito. Un «hombre genial» (Bacht, S. J. ), quien del añ o 508
a 511 fue hué sped de la corte imperial. Poco a poco, el Imperator se incli-
nó hacia los monofisitas hasta ponerse, incluso, totalmente de su parte.
Ya antes de su elevació n al trono habí a predicado ocasionalmente en fa-
vor de aqué llos y estaba realmente en boca de todos como sucesor de
P. Fullo. Pero esta parcialidad del soberano hacia los monofisitas empujó
a los cató licos a la rebelió n, sobre todo a los del Asia Menor y a los de
los Balcanes, tanto má s cuanto que Anastasio I aplicaba tambié n una ri-
gurosa polí tica fiscal. Sus medidas al respecto merecieron juicios muy
diversos, especialmente positivos por parte de Prokopio y del estudioso
Juan Lido. El monarca pudo, cuando menos, consolidar la situació n mo-
netaria y sanear las finanzas del Estado renovando a fondo el sistema
fiscal y gracias a una administració n austera y todaví a relativamente hu-
mana. Fue incluso el ú nico de los emperadores romanos tardí os que su-
primió un impuesto que gravaba a las ciudades, el chrisargyron, un im-
puesto en oro, lo cual favoreció a las clases má s pobres. Al morir no
dejó deudas y sí, en cambio, 320. 000 libras de oro para el fisco. Ergo,
desde una perspectiva cató lica: «La codicia de oro y la herejí a mancha-
ron su reinado y su nombre» (Wetzer/WeIte). El emperador Anastasio
no erigió tampoco edificios suntuosos, como hizo má s de un papa, y sí
en cambio instalaciones portuarias, acueductos y obras semejantes, a la
par que adoptaba ené rgicas medidas en previsió n de las hambrunas. Y,
finalmente, bajo su reinado no se efectuaron jamá s «persecuciones tan
devastadoras como las desencadenadas por Justino y Justiniano tras la abo-
lició n del Henotikon [... ], y cuando juzgó necesario deponer a un obispo,
exigió estrictamente que no se derramara sangre» (Schwartz). Conse-
cuentemente, hasta un enemigo teoló gico lo consideró como «Anastasio,
el buen emperador, el amigo, de los monjes y protector de los pobres y de
los desdichados». 62

Pero no todos gozaron de su protecció n.

Por lo pronto, Anastasio, «limpió » la corte de compatriotas isaurios
de su antecesor, cuya familia en pleno puso tierra de por medio. La mis-
ma Isauria se vio afectada durante añ os por una guerra limitada. Todos
los enemigos fueron abatidos o hechos prisioneros y amplios sectores de


la població n deportados a Tracia. Lo que en realidad caracteriza a este
gobierno son, con todo, las guerras defensivas contra los persas, el viejo
«enemigo secular», y contra los bú lgaros, descendientes residuales de los
hunos, quienes, reforzados por otras tribus asiá ticas se convirtieron en un
nuevo «enemigo secular». Ha de consignarse, sin embargo, que este em-
perador, en craso contraste con sus sucesores cató licos «evitó, por princi-
pio, las guerras de agresió n» (Rubí n). 63

Por lo demá s, Anastasio hizo causa comú n con los monofisitas.
El patriarca de la corte, Eufemio (490-496), sirio y, doctrinalmente,
calcedonio riguroso, recelaba desde un principio del futuro emperador.
Conocí a sus pré dicas de seglar, de modo que antes de su coronació n hizo
que asegurase bajo juramento que «salvaguardarí a la integridad de la fe y
no introducirí a novedades en la Santa Iglesia de Dios». El patriarca de-
positó en su archivo el texto de la «homologí a». Era manifiesto que el
patriarca se inclinaba má s hacia Roma -donde ni Fé lix III ni Gelasio I se
mostraron, sin embargo, muy deferentes con é l- que hacia su perjuro so-
berano. El obispo de la corte logró escapar a varios atentados y tambié n,
al parecer, establecer contacto con los rebeldes isaurios, contra quienes
combatí a Anastasio desde su elevació n. Este ú ltimo hizo que un sí nodo
constantinopolitano depusiera y expulsara, el añ o 496, a Eufemio por alta
traició n, siendo deportado a Euchaí ta. A su sucesor Macedonio (496-511)
se le tomó juramento de fidelidad al Henotikon. De ese modo, el monarca
provocó la resistencia, aú n má s rabiosa, de los cató licos, estando varias
veces a punto de perder su trono. Ahora bien, en relació n con todo ello en-
traban en juego no só lo motivaciones religiosas, sino tambié n de í ndole
econó mico-polí tica, que suelen ir a menudo de la mano de aquellas. 64

A finales de febrero de 492 murió en Roma el papa Fé lix III. Gelasio I
(492-496) se convirtió, ya el 1 de marzo, en su sucesor. Como cancelario
de la curia habí a redactado ya cartas de Fé lix y obtenido considerable as-
cendiente, y aunque su pontificado duró pocos añ os imprimió a é stos un
cará cter inconfundible, de fuerte impronta, pues era enormemente pug-
naz, lleno de í mpetu, de sagacidad dialé ctica y de intransigencia. Aficio-
nado a cierta ironí a sarcá stica, propendí a tambié n en su correspondencia
a la ampulosidad, a la verborrea, a periodos enrevesados, a frases largas
como una solitaria y a recursos estilí sticos puramente retó ricos. De todo
ello resultaba, sin embargo, en conjunto una há bil mezcla literaria de ju-
risprudencia romana y sentencias bí blicas. Rara vez se olvidó al respecto
de amenazar con el juicio divino. En una palabra: este pontí fice estaba
predestinado, diplomá tica y jurí dicamente para este cargo y no só lo tuvo
enorme relevancia polí tica, sino que desde hací a un cuarto de milenio,
desde Novaciano, el primer papa con una formació n teoló gica efectiva.
El romanus natus, como se llamaba a sí mismo, aunque todo indica que
nació en el norte de Á frica, no se arredraba ni ante la argucia, ni ante la


cruda mentira: tal su afirmació n de que só lo Roma habí a decretado el
Concilio de Calcedonia para rendir servicio a la verdad. O bien la de que
desde la é poca de Cristo ni un só lo emperador se arrogó el tí tulo de sumo
sacerdote. De la jerarquí a de los patriarcas derivaba é l ademá s un poder
judicial, cuestionando a Constantinopla todas las prerrogativas aceptadas
entretanto por el Imperio y por la Iglesia. Aparte de ello, tomó partido
contra Odoacro, forzado a la defensiva, y en favor del má s fuerte, Teodo-
rico, y supo sacar partido a su situació n, entre un emperador semiparali-
zado por las querellas intestinas, las incursiones de los germanos y los
hunos, y el rey, que le daba su apoyo, para elevar sus exigencias de poder
hasta un nivel que só lo se volvió a alcanzar má s de tres siglos despué s. 65

Los papas sabí an, naturalmente, lo que debí an a los creyentes y a la
Biblia y por ello tampoco Gelasio desperdiciaba ocasió n para encarecer
que é l mismo no era digno de su cargo, que era é l «el má s insignificante de
los hombres» (sum omnium hominum minimus). Por otra parte, sin em-
bargo, y pese a toda esa indignidad, só lo sobre é l gravitaba el «cuidado»
de toda la cristiandad. Y ese cuidado, segú n Gelasio, abarcaba todo
cuanto afectaba a los creyentes, a toda su vida, pú blica y privada en este
mundo. 66

Gelasio citaba a menudo las supuestas palabras de Jesú s en Mt 16, 18.
Insistí a repetidamente en la petrinidad de la sede romana, pues era la
sede de San Pedro la que legitimaba y confirmaba a las restantes. Y en el
sí nodo de marzo de 495, que readmitió al legado Miseno, se hizo aplau-
dir modestamente, pese a su confesada indignidad, por los asistentes a la
asamblea: 45 obispos y 58 presbí teros a los que hay que sumar algunos
diá conos y representantes de la nobleza. No menos de once veces lo acla-
maron así los sinodales: «Vemos en tí al Vicario de Cristo», «Vemos en ti
al apó stol Pedro», siendo é sta la primera vez que se contemplaba a un
papa como Vicario de Cristo y se le declaraba por tal pú blicamente. 67

Gelasio, «el má s insignificante de todos los hombres» no se cansaba
de trompetear satisfecho por todo Oriente proclamando la primací a de su
propia potestad, su propio rango, su propio poder; o por mejor decir, no
só lo por Oriente, sino por todo aquel mundo, en el que é l era el primero.
Pues lo má s sublime y lo primero es lo divino, es Dios, «summus et verus
imperator».
Que sea lo divino es algo que decide Roma, la «primera sede
de Pedro, santo entre los santos», «la sede angé lica». Ella es el custodio y
sancionador de las verdades de fe. Só lo lo que ella reconoce tiene tam-
bié n validez. Es ella la que legitima, en virtud de la potestad de que só lo
ella está revestida, cualquier sí nodo. Gelasio fue el primer papa que ad-
juntó sus propias decretales y las de sus predecesores a los estatutos sino-
dales, concedié ndoles por lo tanto la misma importancia que a los cá no-
nes de los sí nodos. Algo que Oriente no ha reconocido jamá s. Pese a ello,
Gelasio se sentí a superior a todos. Es má s, declaró que esta sede podí a


convertir «en lo contrario» cualquier decreto conciliar. Desde luego, se-
mejantes afirmaciones no tení an el menor apoyo histó rico; eran, sin má s,
falsas. Sin embargo, respondí an a la temible tendencia y, si se quiere, a la
ló gica inmanente al afá n de poder papal, iniciada en é poca muy anterior
a Gelasio y ya señ alizada por el concepto de gubemare, de la gubernatio,
concepto que aparece de continuo en los escritos curiales del siglo v.
Afá n de poder eufemí sticamente designado como conciencia de su cargo
y que Gelasio llevó a una primera culminació n, hasta el punto de que
má s de una vez consideró ultraje hecho a Dios el que se desatendieran o
desestimasen sus pretensiones papales. Este hombre revolvió cielo y tie-
rra para acentuar la preemeninencia de Roma (y consecuentemente la
propia) ante todo lo demá s. «No podemos silenciar lo que todo el orbe
sabe, a saber, que la sede de San Pedro tiene potestad para desatar cual-
quier cosa que hubiese sido atada por la decisió n de no importa qué obis-
po y que (esta sede) tiene potestad para someter a juicio a cualquier igle-
sia, mientras que nadie puede constituirse en juez de ella. Los decretos
han establecido que se puede apelar a ella desde cualquier parte del mun-
do, pero que no se podrá interponer recurso contra ella (acudiendo a otra
instancia)»: pasaje que halló cabida en muchas colecciones de derecho
canó nico. 68

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