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La teoría de los dos poderes, o el Estado como esbirro de la Iglesia




Aunque Gelasio, una vez papa, escribió una sola vez al emperador,
sus campañ as epistolares, ambiciosas o, má s bien, temerarias, iban en
buena medida dirigidas contra é l, a quien el Henotikon involucraba direc-
tamente en el cisma eclesiá stico. Y si bien el romano no cuestionaba el
hecho de que el emperador sobrepujaba por su dignidad a todo el gé nero
humano, ante é l (el papa), que en esto enlazaba con las ambiciones am-
brosianas (vé ase vol. 2) -las «coronaba»-, aqué l no era má s que un «hijo»
(filí us). En cuanto tal no estaba legitimado, se pretendí a, para juzgar a los
hombres de Iglesia. Pues é l (el emperador) no era su cabeza, sino que te-
ní a el derecho y el deber -y en ello le iba la salud de su alma- de servir a
los intereses de la Iglesia, persiguiendo y castigando todo cuanto suscite
disturbios en el Estado y en la Iglesia, o provoque cismas y «herejí as». A
saber, si el poder de la Iglesia fuese escaso o nulo, entonces debe el Esta-
do obrar en su lugar: ¡ su potestad soberana! En una palabra, el empera-
dor ha de ejecutar las ó rdenes de aquella sede escogida por Dios para
mandar sobre todos los obispos. El emperador es el siervo de Dios, el Mi-
nister Dei. 69

Era inevitable que aquel exorbitante crecimiento del poder de la Ca-


tholica la convirtiese no só lo en opositora, sino tambié n en rival y enemi-
ga del Estado apenas intentase este ú ltimo recortar las pretensiones de
aqué lla, pretensiones cada vez mayores, má s descaradas, dispuestas a
cualquier falsificació n (¡ llamadas desde siempre, y tambié n en el siglo xx,
«Derechos de Dios»! ): pues siempre, hasta en nuestros dí as, se escuda en
la sentencia de que hay que obedecer antes a Dios que a los hombres.
Lé ase: al clero por encima de todo.

«Así como el alma sobrepuja al cuerpo y el cielo a la Tierra, tambié n
el poder espiritual al temporal», aleccionaba ya J. Crisó stomo. «El reino
del emperador abarca la Tierra y las cosas terrenas. El nuestro las almas y
la cura de las mismas. En la misma medida en que el alma se eleva por
encima de todo lo terrenal, tambié n nuestro reino se eleva por encima de
aqué l del emperador». Tambié n Ambrosio, a raí z de su enfrentamiento
con el emperador Tedosio habí a establecido la preeminencia del concep-
to «religió n» respecto al de «orden» estatal. Es má s, ya entonces emitió
abiertamente la osada afirmació n respecto al «valor claramente inferior»
de la «gloria real» comparada con la «dignidad del obispo», usando el sí -
mil, no precisamente modesto, del plomo comparado con el oro. 70

Los prí ncipes de la Iglesia gustaban de remitirse a tan solemnes sen-
tencias en situaciones conflictivas.

En añ os anteriores, el patriarca de Antioquí a, Calandio, y el de Ale-
jandrí a, Juan I Talaia, habí an sido depuestos por la justicia criminal del
emperador. El primero por alta traició n (en 485) y el segundo por perju-
rio. Ahora el papa Gelasio reivindicaba -¡ vieja tentativa obispal, por lo
demá s! - el prí vilegium fori. El emperador no estaba legitimado, segú n
ello, para hacer de juez del clero, pues el alumno no puede estar por en-
cima del maestro. Las leyes, tanto las humanas como las divinas, segú n
Gelasio, prescribí an «que las sentencias sobre los obispos emanasen de un
sí nodo obispal» y ello aun en el caso de que «su transgresió n fuese de í ndo-
le terrenal». 71

¿ A qué leyes humanas aludí a aquí el papa? ¿ A la constitució n de Cons-
tantino del añ o 355? Pero é sta mostró no ser buena en la prá ctica y hubo
de ser abolida poco despué s. ¡ Valentiniano III, en cambio, sometió tam-
bié n a los obispos a tribunales civiles en asuntos criminales el 15 de abril
de 452! Pero con su reivindicació n de una jurisdicció n espiritual espe-
cial, lé ase: con la «subordinació n» de la justicia criminal estatal bajo un
tribunal de arbitraje eclesiá stico, el papa Gelasio establecí a un nuevo pos-
tulado lanzando un ataque de osada desfachatez contra el derecho pú bli-
co para arrebatar al emperador uno de los principios constitucionales bá -
sicos del ordenamiento jurí dico antiguo y ello en beneficio de la Iglesia. 72

Pero la cosa iba aú n má s lejos. Este papa, que ignoraba la realidad a la
manera en que la ignora un soná mbulo; que negaba el pasado poniendo
la historia cabeza abajo; que designaba al emperador no como vé rtice


de la Iglesia, sino como «hijo», como «defensor», «custodio», «patrono» de
la Catholica (fidei cusios et defensor ortodoxiae), fó rmulas ya usadas por
su predecesor Fé lix III, este papa, insistimos, afirmó (en 495) no só lo que
«Toda la Iglesia del orbe sabe que la sede de San Pedro tiene potestad
para desatar cualquier cosa atada por no importa qué sentencias obispa-
les», sino que estableció ademá s esta tesis tremebunda: en las «cuestio-
nes celestiales» el emperador debe subordinarse a los obispos, aprender
de ellos y no instruirlos é l, no dominar, sino obedecer. Debe inclinar la
cerviz por mandato divino. Literalmente: «Dos son, pues (quippe), las co-
sas por las que en primera lí nea se rige este mundo, excelso emperador:

la sagrada autoridad de los obispos (auctoritas sacrata pontificum) y la
potestad real (regalis potestas). De estas dos cosas, el peso de los obispos
es tanto má s considerable, cuanto que será n ellos quienes dará n cuenta
ante el juicio divino acerca de los reyes de los hombres. Pues tú, dilectí si-
mo hijo, sabes que, aunque esté s por encima del gé nero humano en cuan-
to a la dignidad, inclinas, sin embargo, tu cerviz piadosamente antes tus
superiores en cuestiones divinas (praesulibus) esperando de ellos los me-
dios de tu salvació n». 73

Este texto acerca de la «doctrina de los dos poderes», que aquí se es-
tablece por vez primera, convertida en fundamento del derecho canó nico
medieval y en factor de relevancia histé rico-universal, fue probablemen-
te el má s citado a lo largo de un milenio con ocasió n de cualquier decla-
ració n papal. Devino un tó pico clá sico pese a no ser otra cosa que una
fanfarronada urdida prá cticamente a partir de las ficciones de los antece-
sores de Gelasio. É ste apostaba con ello no ya por una doctrina que equi-
paraba los derechos de los dos poderes. Lo que pretendí a, má s bien, es
superponer la potestad episcopal a la imperial y osaba al respecto pro-
nunciar amenazas soterradas: «¡ Pues es mejor que escuché is en esta vida
lo que yo reclamo de Vos que tener que oí r ante el juicio de Dios có mo os
acuso! [... ] ¿ Con qué descaro podrí ais en su momento rogar la eterna re-
compensa de Aquel a quien aquí abajo habé is perseguido sin trabas? ». 74

Con todo, estas y otras inauditas insolencias de Gelasio: como la de
que el sucesor de Pedro es el primero en la Iglesia y preeminente respec-
to a todos los demá s; que é l puede juzgar irrestrictamente en ella y que
nadie en este mundo puede sustraerse a su sentencia ni tampoco impug-
narla, todo ello era aú n teorí a, muy alejada de la realidad y, curiosamen-
te, só lo la hací a posible la protecció n del dominio «heré tico» de los os-
trogodos. Es cierto que el Manual de la Historia de la Iglesia pone esto
en cuestió n y nos presenta, incluso, al papa como una especie de paladí n
de la resistencia, pero, naturalmente, frente a un Odoacro ya en declive.
Pero hasta para ese manual «se evidencia cada vez má s que para Roma el
nú cleo escabroso de aquel asunto no tení a que ver con la cuestió n calce-
doniana, sino con el primado de Constantinopla» .


Y no era, claro está, «la sed de poder» la que hablaba por boca de este
campeó n de la supremací a papal, sino tan só lo «el sentimiento de su alta
responsabilidad ante el juicio de Dios [... ]» (Hofmann), juicio con el que
Gelasio se complací a justamente amenazar y con el que todos ellos ame-
nazan una y otra vez... 75

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