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El clero católico a favor de «una especie de cruzada» contra los vándalos




No cabí a esperar que los atribulados cató licos sintieran simpatí a por
el estado de sus perseguidores, ni siquiera teniendo en cuenta su deber de
someterse a la autoridad. Gelimer era en definitiva un usurpador. Aparte
de ello a la Iglesia cató lica no le importaba gran cosa la autoridad cuando
ademá s de no serle propicia era dé bil. De ahí que bajo el reinado de Tra-
samundo los cató licos sintieran no pocas simpatí as incluso por el prí nci-
pe moro Cabaó n, con el que probablemente conspiraron. Cuando menos,
é ste dispuso su lucha contra Trasamundo contando con el apoyo de sus
subditos cató licos. É l mismo, Cabaó n, cortejaba al clero cató lico, restauró
las iglesias profanadas por Trasamundo y venció en su campañ a: «la ma-
yor parte» de los vá ndalos murió en aquel entonces «a manos de sus per-
seguidores. Otros fueron hechos prisioneros y pocos fueron los que pu-
dieron finalmente regresar a casa tras esta campañ a» (Procopio). 123

Es innegable que la cató lica Roma querí a ver exterminado al amanis-


mo vá ndalo. Ya en el añ o del vuelco polí tico en Bizancio, en 519, el papa
Hormisdas preguntó al nuevo emperador qué pensaba hacer en favor de
los cató licos del reino vá ndalo. Pero hasta el buen cató lico Justino rehu-
yó la cuestió n. 124

Los deseos de cruzada del clero no entusiasmaban ni a los ministros
ni a los militares, por no hablar de los funcionarios de la hacienda. El re-
cuerdo de Genserico, terror de los mares, estaba aú n demasiado vivo y
tambié n el del destino de Basilisco. Aparte de ello, las tropas acababan de
regresar de la campañ a contra Persia, si bien el emperador la habí a termi-
nado cabalmente para poder combatir a los vá ndalos con todas sus fuer-
zas. El consejo de la corona, no obstante, estaba decididamente en con-
tra. Escaseaba el dinero a causa del conflicto con Persia, la moral de las
tropas era mala y la marina vá ndala infundí a aú n pavor. Todas ellas eran
razones de peso que parecieron hacer mudar a Justiniano de parecer, aunque
sentí a imperiosos deseos de reconquistar Á frica del Norte -su importan-
cia econó mica y su poderí o polí tico seguí an siendo considerables- tanto
má s cuanto que sentí a un fuerte compromiso religioso. 125

En ese momento se interpuso el clero cató lico, el vivo y el muerto, y
Dios mismo. Pues é ste, afirmaba un obispo de Oriente que intervení a pre-
sumiblemente como agente de sus hermanos norteafricanos, le habí a or-
denado recriminar al emperador por sus vacilaciones y anunciar que la
liberació n de los cató licos del yugo vá ndalo contarí a con la ayuda del
Altí simo. «Dios mismo le asistirá en ello constituyé ndolo en señ or de
Á frica» (Procopio). Y un prelado muerto, Laetus de Nepta que ascendió
«sú bitamente a los cielos con la corona de la victoria» obtenida por su
martirio bajo Hunerico (san Isidoro), emergió de nuevo, se le apareció en
sueñ os a Justiniano y le empujó tambié n a la guerra. Aparte de ello, los
sacerdotes agitaban a lo largo y lo ancho desde los pulpitos difundiendo
elocuentemente las atrocidades, reales o imaginarias, de los «herejes». 126

En una palabra, apenas si caben dudas de que una de las razones prin-
cipales de Justiniano para iniciar la guerra fue «la liberació n de los cató -
licos» (Kaegi). El emperador libró esta guerra «fundamentalmente por
razones confesionales» (Kawerau), como «una especie de cruzada» (Diehí ),
como una «guerra santa contra los arrí anos» (Woodward). «El compo-
nente religioso fue lo decisivo para Justiniano [... ], el factor detonante
para una guerra [... ] que acabó en el exterminio del pueblo vá ndalo»
(Schmidt). «Al clero cató lico le corresponde buena parte de la responsa-
bilidad por el desencadenamiento de las guerras de exterminio de la é poca
[... ]. La influencia de la Iglesia llegaba hasta la ú ltima aldea» (Rubí n). 127

¿ Acaso este belicismo del clero (cató lico) es algo sorprendente o in-
cluso increí ble? ¿ No hay razones plausibles para ello? ¿ No hay ante todo
un motivo que vendrá una y otra vez a nuestro encuentro a lo largo de
los siglos? Es el motivo aducido en cierta ocasió n por el papa Agapito


(535-536) ante el emperador Justiniano al escribir estas palabras: «Doy
infinitas gracias a nuestro Dios porque en Vos arde tan profundo celo por
engrandecer el nú mero de los cató licos; pues allí donde nuestro Imperio
extiende sus fronteras comienza tambié n, y de forma inmediata, a crecer
el reino eterno». Y justo por aquel tiempo se elevaban preces en la litur-
gia latina implorando de un solo aliento la aniquilació n de los enemigos
del Imperio y de la fe: Hostes romani nominis et mí micos catholicae reli-
gionis expugna m

Y precisamente por aquella é poca, Justiniano reverenciaba a Roma
con una profunda inclinació n: «Siempre pusimos nuestro empeñ o en sal-
vaguardar la unidad de Vuestra Sede Apostó lica y el rango de las igle-
sias. Pues en todo cuanto emprendemos nos cuidamos de que aumente el
honor y la autoridad de Vuestra Sede». El papa Juan II (532-535) no po-
dí a menos de estar encantado de que el soberano, llevado por su celo de
creyente e «instruido por el derecho canó nico, muestre ante la romana
sede el debido respeto, someta todo a su criterio y reconduzca todo hacia
la unidad con ella» . \29

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