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Algunas comedias de enredo entre este y oeste, o el papa asesino Vigilio




El papa bajo cuyo pontificado comenzó la guerra gó tica fue Agapito I
(535-536). Comisionado por los godos, Agapito, que pretendí a no tener
dinero para los costos del viaje, acudió en 536 a Bizancio, donde debí a

 


detener la ya iniciada guerra de agresió n. Pero no consiguió nada para los
godos. Presumiblemente no querí a conseguir nada: segú n Gregorovius
«parece haber desempeñ ado su misió n ejerciendo de enemigo de los go-
dos». El Lí ber pontificalis informa: «Agapito viajó a Constanü nopla y
allí fue acogido con toda pompa. Enseguida entabló una polé mica sobre
la fe con el emperador y augusto Justiniano, pí o entre los pí os..., y con la
ayuda de Dios se hizo evidente que el obispo de Constanü nopla, Antimo,
era un hereje». ¡ Esa cuestió n interesarí a, en todo caso, al romano má s
que la paz con los godos! Consiguió asimismo que el patriarca monofisi-
ta Antimo fuera depuesto -acerca de ello hay un informe totalmente fal-
sificado en el Lí ber pontificalis- y consagrar al nuevo y ortodoxo pa-
triarca, Menas, el 13 de marzo de 536: «Su actuació n allí constituyó todo
un triunfo» (H. Rahner, S. J. ). Visto desde la perspectiva goda: ¡ una visi-
ta totalmente frustrada en lo polí tico! En todo caso Agapito murió el
22 de abril de 536, en Constantinopla, de muerte repentina y envuelta en
enigmas. El 17 de septiembre, su cadá ver llegó a Roma en un ataú d de
plomo totalmente cerrado y fue sepultado en San Pedro. Incluso un histo-
riador tan reservado, en general, como E. Caspar se pregunta espontá nea-
mente si la repentina muerte del papa acaeció en circunstancias norma-
les. Pues si Teodora «hubiese querido eliminar al incó modo personaje,
conocí a de sobra medios y caminos para realizarlo con todo sigilo». Las
mayores posibilidades para sueederle las tení a el encargado de negocios
romano ante la corte de la emperatriz, Vigilio. Ya el añ o 532 estuvo a
punto de subir a la codiciada silla. Y la emperatriz estaba muy interesada
en ello. Con todo, tampoco esta vez le llegó su tumo pues se le adelantó
el subdiá cono Silverio (536-537), un hijo del papa Hormisdas. 182

El emperador prohibió a Antimo, destronado «segú n la sentencia del
papa santí simo», la permanencia en Bizancio y sus alrededores y tambié n
en otras ciudades grandes. Teodora, sin embargo, ocultó al derrocado has-
ta el final de su vida en las estancias secretas de su palacio y finalmente
consiguió aupar a su candidato Vigilio a la sede romana, no sin superar
previamente, y de modo escandaloso, algunas dificultades.

Vigilio (537-555), el asesino de su predecesor y tal vez involucrado
tambié n en la repentina muerte de Agapito, era papa mientras se desarro-
llaba la gran masacre contra los godos. Gracias a su gran versatilidad se
mantuvo dieciocho añ os en la Santa Sede, para lo cual fue bastante me-
nos remilgado en cuestiones de fe que en lo tocante a satisfacer los de-
seos de su soberano.

Esta servidumbre del clero persistí a en Oriente desde Constantino,
pues, ya é l, el primer regente cristiano, era el señ or del Imperio y de la
Iglesia. Ya bajo su regencia, el Imperio y la Catholica laboraban en estre-
cha asociació n o debí an hacerlo así. La lí nea de «amistad hacia el Esta-
do» seguida por el clero en el siglo v arranca de Constantino y continú a

 


en sus sucesores hasta culminar en el auté ntico «cesaropapismo». Los
obispos ejecutaban siempre cuanto el emperador ordenaba. Dó ciles como
autó matas firmaron a centenares los decretos del emperador Basilisco
(476), Zenó n (482) y Jusü niano (532), incluso en asuntos tocantes a la fe,
por muy contrario que ello fuese a la doctrina general de la Iglesia.

El clero italiano se referí a así al oriental en el añ o 552: «Son griegos,
los obispos tienen iglesias ricas y fastuosas y no resistirí an ni dos meses,
si el gobierno les cortase las prebendas. En prevenció n de ello obran
siempre sin la menor vacilació n, siguiendo en todo momento la voluntad
del prí ncipe, se les exija lo que se les exija». Pero ocasionalmente tam-
bié n se sometí a algú n papa como, por ejemplo, Juan II quien, presionado
por el emperador, condenó a los acoimetas, fieles a Roma, y reconoció la
fó rmula teopasquita, pró xima al monofisitismo o el mismo papa Vigilio,
quien, en el llamado «Edicto de los Tres Capí tulos» condenó por deseo
de Justiniano las doctrinas de los teó logos «ortodoxos» Teodoro de Mop-
suestia (el profesor de Nestorio, a quien tambié n atacó Cirilo), Teodoro
de Ciro e Ibas de Edesa (ambos hostiles a Cirilo, pero rehabilitados en
Calcedonia), para retractarse despué s de esa condena y volver, con todo,
a condenarlos posteriormente. 183

En todo caso Vigilio hizo primero profesió n de su fe, si bien a costa
de quebrantar sus promesas. En contra de lo que habí a asegurado no fa-
voreció en modo alguno los propó sitos monofisitas de Teodora. Má s bien
adoptó «desde un principio una actitud í ntegramente digna frente a la
corte imperial» (H. Rahmer, S. J. ): si prescindimos del hecho de que tam-
bié n aceptó su dinero, nada menos que 700 piezas de oro. Pero ademá s,
posteriormente, se sometió al emperador en una contienda teoló gica ulte-
rior, la llamada disputa de los Tres Capí tulos, que convulsionó primero
Oriente y despué s Occidente. Para atraerse a los monofisitas, predomi-
nantes en las regiones del sudeste del imperio, sin hacer dejació n de los
principios calcedonenses, el emperador habí a condenado, a tí tulo postu-
mo, de forma plenamente autocrá tica y sin consultar para nada a ningú n
sí nodo, a travé s de un edicto (en realidad un tratado surgido hacia 544 y
despué s perdido) a los tres teó logos y obispos del siglo v proclives al
nestorianismo: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Ede-
sa -este ú ltimo apenas si era conocido- que habí an muerto ya hací a mu-
cho tiempo en paz con la Iglesia. Los obispos orientales, totalmente
dependientes del emperador, aceptaron en general, aunque tras ciertas re-
nuencias, la condena. Los occidentales, menos expuestos a aquella de-
pendencia, no la aceptaron. El episcopado africano, por ejemplo, cerró filas
contra el papa en esta cuestió n de los tres capí tulos; el italiano y el gá lico
se le opusieron, cuando menos en su mayorí a. 184

Ni corto ni perezoso, Justiniano -influido seguramente por Teodora-
decidió doblegar la opinió n de los insumisos e hizo que se llevasen al


papa por la fuerza a un barco que salió rumbo a Constantinopla. Ello su-
cedió el 22 de noviembre de 545 sorprendiendo al papa en la iglesia de
Santa Cecilia, en medio de la misa y justamente cuando daba la comunió n
al pueblo (munmera errogantem), en pleno asalto de los godos a Roma,
que cayó en diciembre. (Segú n el libro pontifical la augusta envió al ar-
chivero Antimos con una fuerte tropa y con esta orden: «Ten miramien-
tos con é l só lo si se halla en la basí lica de San Pedro. Pero si encuentras a
Vigilio en el Laterano, o en el palatium o en cualquier iglesia, te lo lle-
vas a un barco y lo traes hasta aquí. En caso contrario te haré deshollar
vivo». ) La pí a comunidad romana acababa de recibir la bendició n de Vi-
gilio, pero a continuació n, escribe incluso el libro pontifical, arrojó pie-
dras, palos y ollas contra é l a la vez que lo mandaba al diablo. «¡ Llé vate
tu hambre, llé vate tus muertes! ¡ Causaste el mal a los romanos. Que ha-
lles el mal donde quiera que vayas! »185

Vigilio, que ya no volvió vivo a la ciudad, reposó, con el permiso im-
perial naturalmente, casi un añ o en la soleada Sicilia (Catania), donde
la Iglesia tení a extensí simas posesiones, mientras Tó tila tomaba, en 546, la
ciudad, mandando demoler la mayor parte de sus muros, deportar a la po-
blació n y llevarse como rehenes a los senadores, a quienes decapitó des-
pué s. Vigilio no entró en Constantinopla, donde se le dispensó una triun-
fal acogida, hasta el 25 de enero de 547. El emperador y el papa se besaron
las mejillas entre lá grimas que, de seguro, no eran só lo de alegrí a, pues
poco antes se habí a recibido la dolorosa noticia de la caí da de Roma.
Despué s, el papa excomulgó virilmente a todos los firmantes del Edicto
de los Tres Capí tulos: el papa Gregorio «Magno» mencionarí a posterior-
mente incluso una excomunió n de la emperatriz, ¡ algo entremadamente
increí ble! Y al añ o siguiente, el mismo Vigilio, en el llamado Judicatum
del 11 de abril de 548, asintió a la condena de los Tres Capí tulos. Má s
aú n: forzó a prestar su firma incluso a los obispos latinos que estaban re-
sidiendo de paso en la capital (de Milá n y de Á frica). ¡ Esplé ndida de-
mostració n del primado doctrinal del papa! En Occidente, particularmente
en Á frica, se levantó una ola de indignació n. Pero tambié n las personas
de su entorno protestaron de tal modo que el papa depuso y excomulgó a
algunos de los diá conos que le eran má s pró ximos y entre ellos a su pro-
pio sobrino Rú stico (que se refugió entre los acoimetas) antes de que un
sí nodo de obispos africanos le excomulgase a é l mismo. Cuando casi todo
Occidente elevó su grito uná nime y el propio clero romano se rebeló con-
tra é l; cuando la Galia, la Italia Septentrional, Dalmacia e Iliria se lanza-
ron a la secesió n, los ú ltimos estertores del cisma por el asunto de los
Tres Capí tulos se prolongaron hasta finales del siglo vil en Occidente, y
especialmente en Italia: Vigilio, en otro arrebato viril, y apoyado en par-
ticular por el diá cono Pelagio (é ste, que serí a su sucesor en el solio ponti-
ficio, habí a regresado a Constantinopla), se desdijo de su sentencia. El


papa protestó ahora contra otro edicto impenal relativo a los Tres Capí tu-
los (julio de 551) y amenazó a todos los signatarios con la excomunió n,
pero despué s que el emperador redujo a la obediencia al obstinado clero
episcopal africano, con sobornos y destierros (al obispo Ví ctor de Tunnu-
na, en Á frica, le impuso prisió n claustral -eso despué s de añ os de destie-
rro- en varios monasterios de la capital, donde escribió su aburrida Cró -
nica del Mundo)
y conquistó, finalmente, Italia. Vigilio, abrumado por
las nuevas tribulaciones, creyó, con cierta razó n, que su silla estaba nue-
vamente en peligro y volvió a mudar de opinió n. Hizo todo cuanto exigió
de é l el cristianí simo emperador, que no se detení a ante nada. Ni ante
promesas, fintas o perjurios; ni tampoco ante la violencia policial. El
8 de diciembre de 553, el papa reconoció su «error» en carta dirigida al
patriarca de Constantinopla, Eutiquio (552-565), y reprobó los Tres Ca-
pí tulos juntamente con sus defensores. Ahora bien, Justiniano no se dio
por contento con aquel escrito privado del papa. Exigió má s, es decir,
una condena detallada y pú blica. Y la obtuvo. En el II Constitutum del
32 de febrero del añ o 554, Vigilio volvió a condenar los Tres Capí tulos.
Con ello se aseguró el regreso a casa para la primavera siguiente. Sin em-
bargo, la muerte le sorprendió en el mismo viaje, en Siracusa (Sicilia), a
principios de 555 y só lo pudo pisar suelo romano cuando ya era cadá ver:

el primer papa, desde Pedro, que no fue canonizado. 186

Vigilio mismo dio a conocer a todo el mundo, o mejor dicho, «al pue-
blo de Dios en todo el orbe» (Universo populo Dei) su calvario, «su mar-
tirio» en las garras del emperador cató lico, «su pí a Majestad», como é l
escribe, en una encí clica redactada ex profeso el 5 de febrero de 552, «en
el añ o 25 del Señ or Justiniano, el augusto perpetuo». Su Santidad se de-
sahoga aquí con abundantes gemidos acerca de «las vejaciones», sobre
los «suplicios (multa mala intolerabilia) a los que Nos estuvimos con-
tinuamente expuestos», «cada vez má s insoportables». «De nada sirvie-
ron todas las protestas presentadas verbalmente o por escrito si no es para
aumentar aú n má s nuestros sufrimientos dí a tras dí a». Y Vigilio describe
en un momento dado el colmo de su miseria: «Dos dí as antes de la fiesta
de Navidad pudimos observar personalmente y escuchar con nuestros
propios oí dos (aurilius nostrí s) como se apostaban cuerpos de guardia en
todos los portones del palacio -é sa era la mí sera morada del firme confe-
sor- [... ], su desapacible griterí o penetraba hasta la estancia donde repo-
sá bamos. Los oí mos incluso aquella noche en la que huimos [... ]. Só lo
podemos apreciar la razó n y la dimensió n de aquel peligro má ximo, que
el temor nos hizo despreciar, considerando lo siguiente: tuvimos que es-
currimos penosamente por la estrecha brecha de un muro que se hallaba
justamente en construcció n y nos estuvimos allí, como atenazados por
los horribles dolores, en lo má s oscuro de la noche. De ahí se desprende
con claridad en qué miserable situació n caí mos só lo por amor a la Iglesia


y cuá l serí a el cautiverio que nos obligó a la fuga en ese momento de má -
ximo peligro». 187

El papa má rtir, que tambié n era, de pasada, un papa asesino, pero que
tuvo que escurrirse -«¡ expresió n del má ximo peligro! »- por «la angosta
brecha» de un muro y pasó la noche sin má s envoltura que su oscuridad,
manifiesta abiertamente su deseo de que «ni un solo creyente en Cristo
permanezca en la ignorancia» de tal miseria. Ya al té rmino de todas sus
lamentaciones se inclina, como es habitual en é l, con servil reverencia
ante el emperador: «No hay nada que raye má s alto en mi aprecio, ni los
ví nculos del amor y de la sangre, ni no importa qué bienes terrenales, que
mi conciencia y mi buen nombre ante su pí a majestad». 188

El jesuí ta H. Rahner denomina este escrito «gran encí clica del 5 de
febrero a todo el orbe cató lico» y afirma respecto a Vigilio: «Los sufri-
mientos del papado le permitieron liberar a su persona de toda la lamen-
table mezquindad de añ os anteriores [... ]». 189

Bajo el concepto de mezquindad se pueden subsumir, en el caso de
Vigilio, unas cuantas cosas: desde la intriga de gran estilo hasta el asesi-
nato -asesinato de un papa, advié rtase-, pasando por la codicia, la vena-
lidad y la apostasí a. Y aunque no estuviese, quizá s, involucrado de nin-
guna manera en la misteriosa muerte de Agapito I -esa involucració n no
es en todo caso muy verosí mil- la misma resulta tanto má s clara por lo
que afecta a la muerte de Silverio. Y del mismo modo que el apocrisiario
Vigilio acudió presuroso a Roma, en el intervalo entre ambas defuncio-
nes, para convertirse en papa, en «Vicario de Cristo» siguiendo la resolu-
ció n de la emperatriz Teodora, que tan afecta le era, ahora el apocrisiario
Pelagio, una vez muerto Vigilio, acudí a presuroso desde Constantinopla
a Roma para convertirse tambié n en papa, en «Vicario de Cristo», por en-
cargo, esta vez, del emperador Justiniano, que le era, aná logamente, muy
afecto. En ambos casos un papa habí a muerto en Cosntantinopla o en el
regreso desde Constantinopla. El sucesor murió asimismo en el camino
de regreso de la capital del imperio. Cierto que Vigilio no habí a podido
subir al solio ya en el primer intento y tambié n es igualmente cierto que
no feneció, como Agapito, en Constantinopla, sino só lo en el viaje de re-
greso, en Siracusa. Pero ¿ no podrí a ser que se alteró, ¡ qué menos!, el lu-
gar del crimen para no dejar excesivamente clara la duplicidad de los he-
chos? En todo caso, Vigilio se esfumó tan sorpresivamente en Siracusa
como otrora Agapito en Constantinopla. Y cuando Pelagio vino a Roma
para ocupar la Santa Sede por el má s alto encargo, es decir, por el impe-
rio, buena parte del clero y de la nobleza lo consideraban corresponsable
de la repentina muerte de Vigilio: tan corresponsable que tuvo que pres-
tar juramento ante todo el pueblo con el Evangelio en la mano y la cruz
de Cristo en su cabeza ¡ y a su lado Narsé s, el protector bizantino! 190

Despué s de todo ello, Pelagio redactó un escrito de defensa, pero no


de su difunto predecesor, sino de los Tres Capí tulos, escrito en el que hací a
al papa Vigilio los má s acerbos reproches, pues «su volubilidad y su ve-
nalidad estimuló a los enemigos del Concilio de Calcedonia a intermina-
bles escá ndalos y a abusar del piadoso celo de su imperial majestad»191

Lo que menos se inspiraba en el celo por la fe propio de su imperial
majestad resultó ser lo má s duradero -poniendo aparte las leyes con-
tra los «herejes»-, a saber, la codificació n del derecho romano, el Codex
lustinianus
(529), cuya influencia pervivió hasta bien entrada la Edad
Moderna, y la todaví a má s importante colecció n de los Digestos (533),
del quaestor sacrí palatii, hombre de confianza del emperador y ministro
de Justicia, Triboniano. Al igual que ocurre con Constantino (vé ase vol. 1),
tambié n en relació n con Justiniano suele celebrarse gustosamente su con-
cepció n má s humana del derecho, cosa que se atribuye a la influencia del
cristianismo. Aun así, si se suaviza la suerte del esclavo, se hace ante todo
porque hací a ya mucho tiempo que no era é l, sino el colono, quien juga-
ba un papel esencial en el proceso productivo, especialmente en la agri-
cultura. Pero precisamente frente a este ú ltimo el derecho justinianeo se
mostraba implacable. Por lo demá s, ¿ có mo puede ser humano un derecho
que niega, sin má s, cualquier protecció n jurí dica a toda persona que siga
otro credo?

El celo religioso de su imperial majestad se pagó -como suele ocurrir
con el celo religioso de Estados e Iglesias- con miseria y con sangre: y
siendo la ambició n universalista de Justiniano apenas menor que la de la
dinastí a constantiniana, se pagó con tanta miseria y con tanta sangre como
no se veí an de hací a tiempo. Ese celo religioso se pagó al precio de un
continuo estrujamiento, continuamente intensificado, de los subditos, pues
el frenesí constructor y las guerras del dé spota, con una duració n de de-
cenios, devoraban sumas ingentes. El celo religioso se pagó asimismo con
un constante conflicto religioso: los sufrimientos de los monofisitas, la
persecució n de los maniqueos, la opresió n de los judí os, el exterminio de
los samaritanos. Costó tambié n el riguroso combate contra los paganos, a
quienes Justiniano persiguió con un encono má s intenso que el mostrado
por todos los soberanos a partir de Teodosio y a cuyos restos exterminó
prá cticamente. El celo religioso costó asimismo la erradicació n de los
vá ndalos y de los godos. Y tambié n costó muchas tropas propias.

La lucha de Justiniano en pro del catolicismo, má s determinadas, pre-
sumiblemente, por sus ofensivas en Occidente que por sus convicciones,
condujo tambié n a las acciones separatistas de Egipto y de Siria, a la
constitució n de dos Iglesias nacionales «heré ticas», la sirio-monofisita y
la copta. Las grandes guerras de agresió n en el Á frica del Norte y en Ita-
lia, es decir, la triunfal recuperació n de Occidente o de parte del mismo,
todo ello se pagó con cuantiosas pé rdidas en el este y en el norte. Con en-
trega de tributos, cada vez mayores, a los persas, cuyos ejé rcitos estraga-


ban el indefenso Oriente. Pese a ello, é stos arrasaron a fuego Antioquí a,
quemada hasta sus fundamentos, y masacraron a su població n o bien se
la llevaron cautiva para esclavizarla. Eso en 540, en plena «paz eterna». Y
no só lo eso: los persas penetraron hasta el mar y adquirieron una superio-
ridad cada vez mayor y má s manifiesta en el Asia Anterior.

Las violenta expansió n en Occidente dejó tambié n desguarnecida la
frontera del Danubio. Continuas oleadas de pueblos extrañ os irrumpí an
por los Balcanes y muy especialmente los eslavos que lo hicieron ya
desde los primeros añ os del gobierno de Justiniano. Estos se extendieron
como una inundació n por el Imperio y llegaron hasta el Adriá tico, hasta
el golfo de Corinto, hasta el mar Egeo. Cierto que despué s retrocedieron
como en un reflujo, pero acabaron ocupando hasta nuestros dí as los Bal-
canes, mientras que las oleadas de otros «bá rbaros» fueron, de momento,

transitorias.

Los mismos triunfos obtenidos por el emperador en el oeste gozaron,
en parte, de corta duració n. Su restablecimiento del Imperio fue una obra
inacabada. Ya desde el añ o 568 los longobardos conquistaron extensas
regiones de Italia. Las ganancias territoriales obtenidas en el sudeste de
Españ a se perdieron pocos decenios despué s en favor de los visigodos. Y,
finalmente, la acometida de los á rabes, del Islam, extinguió la obra justi-
nianea, desde Egipto hasta Españ a, pasando por todo el norte de Á frica.
Apenas si quedaron huellas de la misma.


NOTAS

Los tí tulos completos de las fuentes primarias de la antigü edad, revis-
tas cientí ficas y obras de consulta má s importantes, así como los de las
fuentes secundarias, se encuentran en la Bibliografí a publicada en el pri-
mer volumen de la obra Historia criminal del cristianismo: Los orí genes,
desde el paleocristianismo hasta el final de la era constantiniana
(Edi-
ciones Martí nez Roca, colecció n Enigmas del Cristianismo, Barcelona,
1990), y a ella debe remitirse el lector que desee una informació n má s
detallada. Los autores de los que só lo se ha consultado una obra figuran
citados ú nicamente por su nombre en la nota; en los demá s casos, se con-
creta la obra por medio de su sigla.

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