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Todas las partes falsificaban, en especial los clérigos




Despué s de que a comienzos del siglo v se reconociera oficialmente
en Occidente el á mbito del Nuevo Testamento, la Iglesia distinguió de
manera muy estricta entre literatura canó nica y la no canó nica. Todo lo
que no se admití a como canó nico, que no se podí a o no se querí a utilizar,
se denominó «apó crifo» y se lo cambado con fuerza como «heré tico», en
ocasiones ya con la hoguera; a pesar de que hací a mucho tiempo que era
todo distinto, pues durante mucho tiempo no hubo ningú n canon (bien
delimitado). La mayorí a de los teó logos antiguos consideraron muchos de
los «apó crifos» como apostó licos, totalmente auté nticos, verdaderos, para
testimonios de fe, prefirié ndose algunos a los libros del Nuevo Testamen-
to, aparte de que incluso la Iglesia, a su libre albedrí o, reconocí a libros
«apó crifos», concretamente los del Antiguo Testamento. De esta suerte,
una parte de la literatura «apó crifa» que má s tarde serí a condenada,
estaba «al mismo nivel que las obras consideradas despué s canó nicas»
(Schneemelcher). Y má ximo cuando todos los antiguos Evangelios, He-
chos de los Apó stoles y Apocalipsis «apó crifos» que tanto abundaban, de
los que incluso una parte se conservó, si bien por lo general só lo a trozos,
en citas, en muchas regiones se les leí a y respetaba con la misma natura-
lidad que en otras los escritos canó nicos. 205

Recordemos que el cristianismo no era ninguna fuerza unitaria, que al
principio no habí a ninguna «ortodoxia» sino una gran diversidad de doc-
trinas y de profesiones de fe. Existí an por lo tanto tambié n multitud de
Evangelios, Hechos de los Apó stoles y Apocalipsis acordes a las ideas
de cada comunidad. En cuanto que pronto, realmente muy pronto, se pasó
a luchar unos con otros cada vez con mayor ahí nco, en cuanto que la lla-
mada Gran Iglesia se fue haciendo má s poderosa, condenó cada vez má s
a menudo a todos los cristianos que no estaban en sus filas, se enterraron
sus escritos y se les declaró no auté nticos, falsificados, «apó crifos» (del
griego apokryptein, ocultar). Pero este lenguaje es relativamente recien-
te, no es habitual en los antiguos í ndices canó nicos, no guarda desde lue-
go relació n alguna con la historia de los cá nones, sino que se utiliza para


luchar contra los herejes, como es el caso de Ireneo o de Tertuliano, el
que serí a má s tarde hereje montañ ista, que utilizan «apó crifo» y «falso»
como sinó nimos. 206

En los cí rculos «heré ticos», en los que la escritura secreta gozaba de
gran estima y se la denominaba «oculta», esa voz tení a un significado
notablemente positivo. Incluso Orí genes todaví a valora positivamente la
seudoepigrafí a como apó crifos «eclesiá sticos» frente a los libros secretos
«heré ticos». Sin embargo, para los Padres de la Iglesia en su lucha contra
la «herejí a» la palabra adquirió pronto una connotació n negativa, desfa-
vorable. «Apó crifo» fue sinó nimo para ellos de infiltrado y falsificado, si
bien el cristianismo tardó casi cuatrocientos añ os en expulsar de manera
definitiva los «apó crifos» del canon. Lo que resulta difí cil de comprender
es que «apó crifo» como sustantivo y como adjetivo nunca tuvieron un sen-
tido unitario sino mú ltiple y que esto ha seguido siendo así tambié n lite-
raria y teoló gicamente en la historia de la Iglesia. 207

Otro hecho que los apologistas desde siempre han estado discutiendo
con muchas palabras pero pocas ideas: aunque entre los escritos del Nue-
vo Testamento y los «apó crifos» existen diferencias, son de poca impor-
tancia conceptual. 208

Por ú ltimo: naturalmente, todos los «apó crifos» del Nuevo Testamen-
to los escribieron, sin excepció n, cristianos. Por lo tanto son tratados
cristianos. Se enlazan en su forma y su fondo má s o menos con los libros
del Nuevo Testamento y todos ellos, ya sea de origen eclesiá stico o secta-
rio, son «completas falsificaciones» (Bardenhewer). 209

Pero lo má s importante es que los «apó crifos» contribuyeron a la di-
fusió n del cristianismo lo mismo, o incluso má s, que los escritos canó ni-
cos. Con todos ellos se hizo misió n, se buscaron y se ganaron adeptos.
Muchos «apó crifos» se tradujeron a numerosas lenguas y gozaron de una
amplia difusió n. Aparecieron en infinidad de revisiones, ampliaciones y
resú menes. Con frecuencia resulta difí cil, si no imposible, saber si se tra-
ta de una falsificació n eclesiá stica o «heré tica» porque no se pueden deli-
mitar fronteras, los restos que quedan son demasiado pequeñ os, las for-
mas de transició n, la simulació n del lenguaje y las adulteraciones fueron
demasiado frecuentes, esto es la norma, todo demasiado oscuro, por lo
general impenetrablemente oscuro. Y por otra parte tambié n la Iglesia
con suma complacencia y durante mucho tiempo, incluso en la Edad Me-
dia, se benefició de los «apó crifos». Y no só lo se dio el caso de que algu-
nos cí rculos eclesiá sticos antiguos se aplicaron a producir ellos mismos
escritos apó crifos, sino que está demostrado que tambié n la Iglesia muy
pronto revisó y retocó «apó crifos heré ticos»; «casi todo» lo que queda de
é stos «no nos ha llegado en sus palabras originales sino en la versió n ca-
tó lica» (Bardenhewer, cató lico), es decir, las falsificaciones de los «here-
jes» volvieron a falsificarse en el campo de la Iglesia. Y mientras que el

 


texto original casi siempre desapareció por completo, una parte de estas
«revisiones», de estos escritos falsificados por partida doble e incluso a
menudo mú ltiple, se leyeron, se devoraron, durante toda la Edad Media,
en especial los apocalipsis y la historia de Pí lalos. 210

No se puede infravalorar la difusió n y la eficacia de la literatura falsi-
ficada, un problema no explicado todaví a lo suficiente. Su irradiació n, su
reconocimiento, debió de ser mucho mayor al ser considerable la inge<
nuidad precisamente entre las masas, aunque no só lo en ellas, donde
existí a sobre todo en el campo religioso una á vida predisposició n hacia
lo extraordinario, lo improbable y lo maravilloso, una enorme inclinació n
hacia lo oculto y misterioso; una credulidad que, mutatis mutandis, vuel-
ve a extenderse para ventaja de los pescadores en rí o revuelto. Por ese
motivo tampoco la Iglesia primitiva reaccionaba enojada ante las falsifi-
caciones, y defendí a su autenticidad aunque eso sí, siempre que le fueran
de provecho y no contradijeran sus doctrinas: los criterios decisivos para
la tolerancia o la propaganda. El contenido de un escrito significaba evi-
dentemente mucho má s que su autenticidad. 211

Por el contrario, las falsificaciones de los «herejes», sobre las que a
menudo se fabrican contrafalsificaciones, se condieraban como un servi-
cio del demonio, como una monstruosidad moral. Así como la Iglesia se
mostraba indulgente ante los propios engañ os pasá ndolos con frecuencia
por alto, se enojaba y atacaba los del adversario. Desde luego, a menudo
acusa con razó n de engañ o a los «herejes», en especial a los gnó sticos.
Por supuesto que tambié n ha desenmascarado como falsarios a los apoli-
naristas; lo mismo que intentó quemar los tratados de los «herejes» que
aparecí an bajo el nombre de autores «ortodoxos». Pero los cató licos fal-
sificaban en igual medida. Y las falsificaciones de los cristianos de dis-
tintas creencias las contestaban no só lo mediante ré plicas falsificadas,
siendo un tipo de falsificació n tan antiguo como el otro, sino que otra
parte de sus embustes serví a para la edificació n moral, como en ú ltima
instancia tambié n la primera parte, que serví a a la «fe». Existe una í ntima
dependencia mutua y no só lo en el pueblo. Pero una mentira totalmente
nueva y muy eficaz de los cristianos fue distribuir falsificaciones bajo el
nombre del contrario, para exagerar así su «herejí a» y de este modo po-
der refutarla con mayor facilidad. 212

No debe olvidarse que la mayorí a de los tramposos cristianos, de cual-
quiera de los lados, eran sacerdotes. En efecto, hasta los propios dirigentes
de la Iglesia se echaban en cara unos a otros falsificaciones. Así, repeti-
das veces y con extraordinario aborrecimiento san Jeró nimo acusa al es-
critor de la Iglesia Rufino -con el que mantiene una de las reyertas entre
«Padres» má s sucia- de engañ o literario. Pero el obispo Juan de Jerusa-
lé n acusaba a san Jeró nimo de falsificació n. El santo Padre de la Iglesia
Cirilo de Alejandrí a habrí a falsificado en sus ataques contra Nestorio ci-


tas de é ste. El obispo Eustacio de Antioquí a, un furibundo enemigo de los
arrí anos, acusaba al obispo Eusebio de Cesá rea, el «padre de la historia
de la Iglesia», de haber falsificado el credo de Nicea. 213

En resumen, todos los bandos falsificaban. Aunque segú n los cató li-
cos modernos só lo los cristianos no cató licos tení an la «osadí a» de pre-
sentar en nú mero «extraordinariamente» grande «los frutos de su fantasí a
como revelaciones divinas» y reivindicarles un «origen apostó lico» (Ko-
ber), en realidad todos falsificaban: no só lo gnó sticos, maniqueos, nova-
cianos, macedonios, arrí anos, luciferianos, donatistas, pelagianos, nesto-
rianos, apolinaristas, monofisitas, sino tambié n -huelga decirlo- los ca-
tó licos; en la lucha contra la gnosis, por ejemplo, redactaron asimismo
Evangelios «falsos». El protonotario apostó lico Otto Bardenhewer (falle-
cido en 1935) en su obra en cuatro volú menes Geschichte der altkirchii-
chen Literatur,
atribuye (probablemente con razó n) la «mayorí a» de los
«apó crifos» del Nuevo Testamento a «doctrinas heré ticas», pero tambié n
otro «gran grupo» a «manos ortodoxas». Repitá moslo pues: todas las
partes falsificaban. ¡ Y todos los que falsificaban eran cristianos! Y mu-
chos de ellos eran cristianos que estaban dentro de la Iglesia. El historia-
dor del derecho Friedrich Thudichum (fallecido en 1913), de Tubinga,
recopiló «falsificaciones eclesiá sticas» en tres extensos tomos y tení a en
preparació n un cuarto que no llegó a publicarse. 214

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