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La creencia en espíritus en la época precristiana y en ámbitos ajenos al cristianismo




Los espí ritus -sean los de los muertos, los de los ancestros, los domé s-
ticos, los de la naturaleza, el bosque o las alimañ as- encaman poderes de
vivencias humanas. Hicieron su aparició n ya mucho antes del cristianis-
mo, individualmente o en tropel, con o sin sustrato sensible. Por su nú me-
ro eran legió n. Si no obtení an sacrificios, vagaban sin reposo causando
enfermedades, epidemias, locuras y muertes. Tambié n terremotos e inun-
daciones. En la Edad Media cristiana amenazarí an asimismo la potencia,
la cohabitació n sexual, el embarazo. 129

Ya entre los sú menos se expulsaba a los demonios con la ayuda de
má scaras animales. La religió n vé dica sabí a de clases enteras de demo-
nios: antropoformes, zooformes, deformes, es decir, raksas, yatu, pisak.
Especialmente fé rtil en demonios era la demonologí a egipcia. Presuponí a
la existencia de demonios en el má s acá, en el má s allá y, en su caso, en
el submundo y hací a obrar a los demonios en un marco dualista, bajo el
aura de lo extraordinario, lo milagroso, lo peligroso, bien a favor, bien en
contra de los hombres. 130

A menudo estos espí ritus eran dioses demonizados con todo su sé qui-
to. Tales los 42 jueces compañ eros de Osiris, cuyos nombres hablan por
sí mismos: «triturador de huesos», «chupasangres», «devorador de entra-
ñ as», «devorador de cadá veres». Este ú ltimo tení a cabeza de cocodrilo,
trasero de hipopó tamo y torso de leona estando al acecho, fauces abier-
tas, de muertos juzgados con excesiva benevolencia. Algú n que otro de-
monio se transformó al correr de los tiempos y de ser un dios bueno se
hizo malo. El ejemplo má s siniestro fue el de Seth, el asesino de Osiris.
Perdió su templo y acabó siendo el sí mbolo del mal por antonomasia. El
enano Bes siguió má s bien un desarrollo opuesto y de ser mero protector
de las mujeres en el puerperio ascendió a protector universal convirtié n-
dose en uno de los dioses benefactores de culto má s difundido en la Anti-
gü edad. 131

Má s tarde, Egipto, que pasaba por ser el paí s de la magia por excelen-


; cia, fue cuna de una demonologí a sincré tica que perduró hasta bien entra-
Ldo el cristianismo, de recepció n y asimilació n má s intensas que las habi-
|das en otros paí ses, de creencias judí as, griegas, gnó sticas y coptas relati-
|vas a los espí ritus. Figura entre é stos Abraxas, de pies de reptil, cabeza de
1 gallo, cubierto de un caparazó n, el má s conocido de los demonios de esta
era sincré tica. En los amuletos aparece asimismo con frecuencia la ser-
piente Khnoubis, de cabeza de leó n. Pero son sobre todo los espí ritus de
los muertos los que se concentraban en Egipto. Una oració n tí pica en tex-
to grecoegipcio va dirigida a un numen de cará cter difuso cuyo nombre
se compone de cincuenta letras: «Guá rdame de todo demonio del aire, de
la tierra, de debajo de la tierra, de todo á ngel y de toda visió n engañ osa,
de toda aparició n y fantasma, de todo tropiezo demoní aco». 132

En Mesopotamia, Siria y Asia Menor el demonio femenino Dimma (o
Lamastu) poní a enfermas a las parturientas y a los lactantes y tambié n
devoraba a hombres y doncellas con huesos y sangre. Encumbrada sin
má s a diosa maligna, era representada de la forma má s cruel: con cabeza
de leó n o de á guila, dientes de perro, cuerpo de asno y patas con garras. Un
cerdo y un perro maman de sus pechos, lavados con sangre. La trí ada de-
moní aca surgida de la furia de las tempestades, Lilú, Lilitu y Ardat Lili,
corruptoras del nacimiento, del placer del amor y de la noche de bodas,
es probablemente la encarnació n del fracaso sexual desde la perspectiva
masculina y femenina, como el í ncubo y el sú cubo. '33

El monoteí smo israelita combatió ciertamente la creencia en los espí -
ritus, pero é sta se extendió despué s de la é poca de los reyes y especial-
mente en las tendencias má s piadosas del jahvehí smo. El mismo Yahvé h
adoptó rasgos demoní acos. La naturaleza en general fue demonizada.
Los astros, el mar, el huracá n, el desierto (poblado entre otros por gran
profusió n de demonios caprinos), todo lugar yermo, algunas horas del
dí a, como los ardientes mediodí as; tambié n los avestruces, las lechuzas,
todos los animales peligrosos, las mismas enfermedades, todo ello fue
sentido como demoní aco o vinculado a demonios, lo cual estimulaba la
creencia en espí ritus. Los demonios tení an tambié n su morada bajo el
umbral de la puerta y a algunos de estos engendros, los Sedí m, les fueron
ofrecidos sacrificios; incluso sacrificios humanos. 134

Los querubines y serafines eran entidades semidemoní acas. Sobre aqué -
llos, serpientes aladas, cabalgaba la deidad. É stos rodean el trono de Yah-
vé h. Tambié n la frontera entre los á ngeles punitivos, los «emisarios de la
muerte», los «á ngeles de la peste», los «á ngeles crueles» y los espí ritus
malignos es difusa. '35

El judaismo primitivo y el helení stico veí a el origen de los malos es-
pí ritus en la denominada caí da de los á ngeles. Los á ngeles rebeldes, jun-
tamente con su cabecilla, fueron precipitados a los espacios aé reos y pau-
latinamente, el supremo de entre los espí ritus malignos, el á ngel de las ti-


nieblas, fue apareciendo como encamació n de todos los poderes hostiles
a Dios y al hombre. Cargó con la responsabilidad de la caí da de Adá n y
Eva y se convirtió en el tentador por antonomasia. Pero en su papel de
Satá n, el primordial, permitió sobre todo que la divinidad se desprendiera
de sus rasgos negativos. El diablo, figura que condensaba en sí concep-
tualmente a todos los poderes y espí ritus malignos, penetró en el judais-
mo procedente de Persia, cuyas religiones antiguas habí an desarrollado
especialmente la creencia en los demonios: Belial, Belcebú (el «Dios de
las moscas» o «Dios del estié rcol»), pero llamado generalmente Satá n:

originalmente uno de los «hijos de Yahvé h», de sus herederos. 136
, Entre los rabinos habí a exorcistas de profesió n que iban de aldea en
aldea expulsando demonios. Y aunque Dios habí a dispuesto verdaderas
legiones de á ngeles protectores para los buenos, tan poderosos, incluso,
que por causa suya «caí an mil demonios de un lado y otros tantos del
otro» y uno podí a llevar textos bí blicos como protecció n contra los malos
espí ritus, sobre todo el salmo 99: «No es menester que temas los espan-
tos de la noche [... ]», muchos israelitas, incluidos los muy piadosos, lleh
vaban adicionalmente amuletos. A causa de la inmensa eficacia del malig-
no, estaba permitido salir, sá bados inclusive, con un huevo de langosta, un
diente de zorro y un clavo de horca. 137

Los rabinos del judaismo talmú dico, que reputaba a Dios como crea-
dor de los demonios (creados segú n Gen. R. 7, 7 como cuarto gé nero de
los seres vivos durante el crepú sculo del sexto dí a), creí an casi sin excep-
ciones en la existencia de é stos. Sobre ellos imperaban -como sobre
otras cuestiones- las má s diversas ideas. Rabi Johanam sabí a de 300 cla-
ses de demonios. Y los que protegí an el templo eran mirí adas. Poblaban
sobre todo las regiones aé reas. (Todaví a hoy, segú n la mentalidad de los
habitantes de la moderna Palestina, el aire está tan cuajado de demonios que
una aguja caí da del cielo tendrí a indefectiblemente que tocarlos. ) Los de-
monios intentan encaramarse hasta el divino sitial para acechar el futuro
mirando la cortina de su trono. Tambié n penetran en los congresos de los
estudiosos, deambulan por campos y casas y se sienten especialmente
atraí dos por las inmundicias. De ahí que sientan predilecció n por los ce-
menterios, los retretes, los restos de comida, desagü es y charcos. Tambié n,
desde luego, por determinados á rboles, especialmente las palmeras. 138

Estos demonios carecen de pelo, de sombra, de cuerpo. Dejan no obs-
tante huellas en forma de patas de gallina y se les puede matar, dejando
entonces restos de sangre. Llevan una má scara que se quitan frente al pe-
cador. Actú an especialmente mié rcoles y sá bados y sobre todo de noche.
Despué s del canto del gallo pierden, no obstante, su poder. Por supuesto
que en su mayorí a son malignos. Simulan figuras humanas y voces celes-
tes, suscitan «sueñ os quimé ricos», causan enfermedades mú ltiples, dañ os
en los alumbramientos, temblores de rodillas en los doctos, enfermeda-


des en los pies y tambié n desgaste en los vestidos. Pueden penetrar en
personas y animales y tomar posesió n de ellos. 139

Era forzoso protegerse contra tal legió n de demonios, tanto má s si se
era dé bil o enfermo. Aunque los rabinos prohibiesen curarse con «citas de
la Escritura» má s de un piadoso no podí a por menos de aplicar, por ejem-
plo, el versí culo 26 del capí tulo 15 del É xodo en la parte del cuerpo dolo-
rida: «No te afligiré con ninguna de las enfermedades con que he afligido a
los egipcios, pues yo soy el Señ or, tu mé dico». El Talmud ofrece un sinnú -
mero de recetas contra todos los males posibles. «Contra la fiebre tercia-
na, toma siete puntas de siete palmas datileras, siete cenizas de siete hornos
diferentes; no olvides siete pelos de siete perros diferentes y cué lgate todo
ello, atado con un cordel blanco, delante del pecho: ¡ eso es infalible! ». 140

La defensa frente a los espí ritus malignos requerí a el exacto conoci-
miento de su nú mero y nombres y tambié n el de su conjuro. Se han con-
servado muchas fó rmulas de conjuro; tambié n citas de versí culos bí blicos.
La invocació n de Dios, la observació n de sus mandamientos y la oració n
asidua tambié n constituí an una protecció n; y no la ú ltima. Ahora bien,
los demonios podí an ser puestos al servicio de los hombres, ser interro-
gados sobre el futuro para lo cual eran invocados y se les ofrecí an sacrifi-
cios de animales, de forajidos y exvotos de metal fundido. El interé s má -
gico centrado en ellos era considerable y muy difundido. '41

La obsesió n espiritista de los antiguos apologetas cristianos y Padres
de la Iglesia procedí a de distintas fuentes: del sincretismo religioso pro-
pio de la é poca; de concepciones filosó ficas y populares y de nociones
del judaismo tardí o. Con todo, esas creencias tení an su base má s firme en
la Sagrada Escritura. 142

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