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El exorcismo constituyó una de las piezas clave del antiguo cristianismo




El exorcismo constituyó una de las piezas clave del antiguo cristianismo

Fue nada menos que Atanasio, en el siglo iv, quien, haciendo un re-
cuento de los componentes esenciales del cristianismo, menciona, y en
un destacado segundo lugar, la potestad sobre los demonios. En su é poca,
en efecto, el mundo se concebí a todo é l como atribulado por las má s va-
riadas especies de fantasmas, como si é stos pululasen por tierra y aire, de
modo que el temor ante ellos era tremebundo y muy difundido. El cristia-
nismo participaba de esas creencias y las supo aprovechar. Cuando Jesú s
y sus discí pulos aparecen en el escenario, lo hacen tambié n, como mí ni-
mo, en calidad de conjuradores de demonios. Sus sucesores afirman asi-
mismo poder expulsar a los demonios y entre todos los charlatanes religio-
sos cultivadores del arte de alejarlos son ellos los que se granjean mayor
fama. De ahí que la Iglesia no se descuidase, a la vista de sus é xitos en la
lucha contra los «espí ritus malignos», en crear prontamente una dignidad
especial que aú n persiste, la del exorcista. 154

(Bien entrada la segunda mitad del siglo xx se practican consiguien-
temente expulsiones de demonios cuyo efecto es, ocasionalmente, no la
expulsió n del diablo, sino de la vida: tal fue el caso de Anneliese Michel,
una estudiante de veintitré s añ os que sufrí a de epilepsia, pero que en 1976,
a raí z del «exorcismo de Klingenberg», en la Baja Franconia, sucumbió


ví ctima del arte de dos sacerdotes comisionados para ello por el obispo
de Wü rzburg, J. Stangí, con la condició n de «mantener al respecto la má s
rigurosa discreció n». El encargado del dictamen, el experto jesuí ta A.
Rodewick, «uno de los má s conspicuos representantes de la creencia en
demonios dentro de la Iglesia cató lica» [Frankfurter Rundschau} declaró
entonces -¡ en 1976! - no só lo que é l mismo se habí a topado con «muchos
espí ritus malignos», sino que «entre nosotros hay muchas brujas y brujos
que mantienen una alianza con el diablo y que son instigados por aqué l
para causar dañ os». Esta imbecilidad criminal tiene ampliamente cubier-
tas las espaldas por parte de la jerarquí a y, entre otras cosas, gracias a una
declaració n del papa Pablo VI pronunciada en el curso de la audiencia
general del 15 de noviembre de 1972: «Todos estamos sujetos a una tene-
brosa dominació n, la de Satá n, prí ncipe de este mundo y enemigo nú me-
ro uno». Por lo demá s, por esos mismos añ os, murió en Tarento [Italia]
otra mujer en el curso de una «expulsió n del diablo». Cosas así -¡ y otras
muchas! - no son ú nicamente propias del cristianismo antiguo, sino in-
cluso del pró ximo milenio. )155

Ya en el cristianismo inicial, todas las comunidades numerosas tení an
sus exorcistas (tan só lo la de Roma tení a 52 en la é poca de Novato). Ac-
tuaban é stos con tal frenesí que hasta los paganos y los judí os comenzaron
tempranamente a intercalar el nombre de Jesú s en sus lacó nicos conjuros.
Justino, Tertuliano - de quien oí mos que los cristianos tambié n «soplan»

I los demonios—, Minucio Fé lix, Cipriano y otros Padres de la Iglesia se

| jactaban a sus anchas gracias a tales expulsiones. 156

Los «espí ritus malignos» segú n la creencia y el dictamen de los Padres de la Iglesia

San Justino no se cansa de referirse a las innumerables ignominias de
aquellos espantosos fantoches. Así, por ejemplo, los mitos de los poetas
habrí an sido concebidos a inspiració n suya «para adormecer y seducir al
gé nero humano». Tambié n la lucha de los paganos contra los cristianos
se efectú a bajo el signo de la alianza de aqué llos con los «demonios ma-
lignos», «como si sus autoridades estuvieran cabalmente poseí das por é s-
tos». Tambié n los «herejes» está n todos ellos endemoniados y es la ayu-
da de los demonios la que les permite operar «obras de magia», prodi-
gios, como los de cierto samaritano llamado Simó n, en Roma, o los del
samaritano Menandro en Antioquí a. Tambié n el «hereje» Marció n halló
sus seguidores «entre todas las naciones gracias a los demonios». «Mu-
chos han creí do en é l como si estuviese en posesió n exclusiva de la ver-
dad», sin ser, no obstante, otra cosa que «ovejas arrebatadas por el lobo,
botí n de doctrinas impí as y de los demonios». '57


Era (y es) muy frecuente, casi habitual, en el cristianismo el demoni-
zar al adversario teoló gico o polí tico.

Ya el Nuevo Testamento increpa a los «herejes» tildá ndolos de «hijos
de la maldició n», «hijos del diablo». Poco despué s el Padre de la Iglesia
Ignacio de Antioquí a califica los oficios divinos de los «herejes» de «ofi-
cios diabó licos» e Ireneo, otro Padre de la Iglesia, inicia la demonizació n
del «hereje» en cuanto persona mientras san Cipriano ve al diablo des-
plegar una especial actividad entre los «herejes». Y cuando san Antonio
se traslada a Alejandrí a, a ruegos de los obispos, al objeto de refutar a los
arrí anos, aqué l los condena declarando que «é sta es la ú ltima herejí a y
precursora del anticristo» (Atanasio, Vita Antonií ). La gran Iglesia vitupe-
ró desde siempre a sus adversarios, tildá ndolos de «primogé nitos de Sa-
tá n», «voceros del diablo», y demonizó tambié n las doctrinas de los cris-
tianos discrepantes.

Ya en en el siglo u y en el curso de la lucha contra el montañ ismo
(cuya predicació n no se oponí a a la doctrina eclesiá stica aunque sí a su
moral, por laxa) se intentó en Frigia ajusfarle las cuentas a la profetisa
Priscila mediante el exorcismo. «Tan cierto como que hay un Dios en el
cielo es que el bienaventurado Sotas de Ancialo quiso expulsar al espí ri-
tu de Priscila. Los hipó critas, sin embargo, no lo permitieron. »158

Por consejo del papa Inocencio I, los montañ istas fueron equiparados
a los criminales el añ o 407; sus bienes expoliados y sus testamentos de-
clarados nulos. Todaví a en el siglo vi, Justiniano prosiguió la lucha, con
mayor aspereza aú n, contra sus restos. Encerrados en sus iglesias, algu-
nos de ellos ardieron vivos junto con é stas. El confidente clerical del empe-
rador, Juan de Amida, obispo de É feso, faná tico evangelizador de paga-
nos y expoliador de sinagogas, se ufanaba hacia 550 de haber reencontrado
y destrozado los restos de los profetas montañ istas.

No obstante lo cual, todaví a en el siglo ix, Iglesia y Estado proceden
unidos contra ciertos «frigios». 159

Hasta en 1988 habla el teó logo cató lico M. Clé venot del montañ ismo
como si fuese una peste, aunque, concede, é ste no quiso en modo alguno
provocar un cisma. Por todas partes ve intoxicació n y contagio en acció n,
habla de una «plaga nacional» y opina que una vez decretada la excomu-
nió n por parte de la Iglesia, «só lo restaba tratar a los condenados como se
merecí an: como enemigos peligrosos, como enfermos de una peste con-
tagiosa a quienes habí a que perseguir y exterminar». ¡ Tal es el tono de un
«progresista» cató lico en el umbral del tercer milenio! '60

Naturalmente, los «ortodoxos» son superiores a todos esos servidores
del diablo. Pues aqué llos, asegura Justino, tienen é xito hasta en casos su-
mamente difí ciles, en los que fracasan los exorcistas paganos o judí os.
Sucede, en efecto, que muchos cristianos «han curado invocando el nom-
bre de Cristo, el crucificado bajo Poncio Pilato, a toda una multitud de


posesos por todo el orbe y en vuestra capital, a quienes no pudieron curar
los demá s conjuradores, encantadores o ensalmadores [... ]». 161

Mayor aú n es la jactancia con la que Tertuliano se manifiesta hacia el
añ o 200: «Llé vese a un poseso ante el juez y por orden de cualquier cris-
tiano el espí ritu se dará a conocer [... ] como demonio, aunque ante otros
se presente falsamente como un dios. Si no confiesa de inmediato que es
un demonio, por no atreverse a engañ ar a ningú n cristiano, derramará al
punto la sangre de é ste, el má s descarado de los cristianos». 162

El má s grande de los teó logos de los primeros tres siglos. Orí genes,
sostiene el parecer de que sobre los espí ritus malignos hay que «juzgar
con madura reflexió n» y sabe, incluso, que algunos son má s fá ciles de
expulsar si se les habla en la lengua egipcia, otros en la persa, etc. (¡ saber
es poder! ). 163

No todo el mundo, desde luego, se dejaba embaucar así. Ya desde me-
diados del siglo n los conjuradores cristianos de demonios se granjearon
la fama de prestidigitadores o de nigromantes. El hecho de que cada sec-
ta cristiana negase rotundamente que las demá s poseyeran el sublime arte
del exorcismo y de que todas se imputasen mutuamente engañ o y embau-
camiento no puede, ciertamente, haber contribuido a fomentar la confianza
por doquier. Segú n Ireneo, los exorcistas de los «herejes» obran «para
perder y seducir mediante embustes má gicos y toda clase de engañ os,
má s en detrimento que en ventaja de aquellos que les creen». El santo
pudo, en cambio, convencerse de que los cató licos podí an incluso ¡ resu-
citar a los muertos! 164

La historia entera del cristianismo abunda en apariciones malignas. En
cada persona, en cada animal podí a ocultarse un demonio. A Jorge el
Chipriota se le apareció en el campo un espí ritu maligno en forma de lie-
bre y le provocó una enfermedad en los pies. Tambié n el hecho de que los
cristianos se preocupasen ya muy tempranamente por el emplazamiento
de sus tumbas dependí a esencialmente de «su temor a la proximidad de
los demonios en los cementerios paganos» (Schneemelcher). Los doctos
ortodoxos estudiaron con renovado afá n y gran detenimiento los «espí ritus
malignos» acumulando así conocimiento tras conocimiento, si bien mu-
chas cosas, como ocurre a menudo en la ciencia, eran controvertidas y
sujetas a diversos pareceres, incluso, má s de una vez, entre los mismos
«Padres». 165

Originalmente el cristianismo distinguió entre los á ngeles del diablo,
los denominados á ngeles caí dos, y los demonios. Despué s ambos gé neros
fueron revestidos de las mismas propiedades, lo que condujo paulatina-
mente a su homologació n. Puesto que segú n el cristianismo todo procede
de Dios, tambié n el princeps daemonum y sus servidores, los «espí ritus
malignos», proceden, naturalmente, de Dios. En virtud de su libre albe-
drí o, se separaron, sin embargo, de É l. Segú n algunos, a causa de su so-


berbia y rebeldí a; segú n otros, por su vinculació n con mujeres terrenales.
Se «rebajaron a relacionarse camalmente con mujeres y engendraron ni-
ñ os, los denominados demonios», escribe Justino, quien, al igual que otros
apologetas de la Antigü edad, distingue tres clases de diablos: Satá n, que
sedujo a Eva, los á ngeles malos, reos de comercio camal con mujeres, y
sus hijos, los demonios o daemones terreni, como los denomina Lactan-
cio. A veces hallamos las mismas doctrinas en mutua contradicció n: en un
caso, caí da a causa de la soberbia; en otro, a causa de la lujuria. Eso in-
cluso en un mismo autor patrí stico, como acontece con Atená goras y Am-
brosio.

Segú n algunos aquella caí da se produjo despué s del pecado original
del hombre. Segú n otros, que acabaron imponié ndose, antes de aqué l. En
cualquier caso, el diablo y los á ngeles caí dos, una vez proscritos del cie-
lo, tienen que establecer su morada en la Tierra, donde, imitando al Espí -
ritu de Dios antes de la creació n del mun, dQ,, gustan-de ponerse sobre las
aguas. Pero prefieren, sobre todo, ocultarse en el aire, es decir, en las zo-
nas aé reas bajas, como corresponde a su naturaleza. Todaví a a lo largo de
la Edad Media se creí a en un purgatorio poblado de demonios y suspen-
dido en el aire. No obstante, explica Orí genes, toda persona está tambié n
rodeada de innumerables demonios. 166

La primera creencia paleocristiana, segú n la cual los espí ritus malig-
nos tienen un cuerpo -sobre cuya naturaleza habí a tambié n versiones dis-
crepantes- y se alimentan de los sacrificios ofrecidos por los hombres a
los dioses, degustando con fruició n el humo grasicnto y la sangre, fue de-
sechada posteriormente. Se trajo a la memoria su origen angé lico y se les
declaró incorpó reos. Todos ellos «carecen de carne y poseen un organis-
mo como hecho de humo y de niebla», sabí a el sirio Taciano, quien afir-
ma, no obstante, la posibilidad de verlos, aunque ú nicamente por parte de
quien goce de la protecció n del «Espí ritu de Dios». En general, sin em-
bargo, se les denomina invisibles. Cierto que no gozan de la ubicuidad
del Dios Padre, pero se les concibe como alados y en giro vertiginoso por
encima del mundo, a velocidades superlativas. 167

Si los espí ritus malignos moraban o no en las estatuas de los dioses,
eso era tambié n objeto de controversia. Algunos estudiosos del cristianis-
mo inicial así lo aseguran. Otros lo cuestionan. El apologeta Atená goras
niega resueltamente que los demonios puedan profetizar y curar y decla-
ra ambas cosas como puro embuste, pero muchos autores, desde Tertulia-
no hasta Agustí n, enseñ an lo contrario. Segú n ellos, tambié n los demonios
hacen milagros aunque de menos entidad que los cristianos. Sus predic-
ciones son asimismo oscuras y equí vocas, sin que puedan compararse a
las infalibles de los cristianos. Y mientras que una minorí a de los Padres
de la Iglesia, siguiendo la doctrina origenista de la apokatastasis, concede
a los demonios la posibilidad de la penitencia y, subsiguientemente, la de la


redenció n, la mayorí a considera falsa esta creencia. Segú n ellos, la deso-
lada existencia de los demonios es definitiva y su perdó n algo imposible
como en el caso del hombre, una vez ha muerto.                 '

Moren o no esos espectros en las estatuas de los dioses, gustan de co-
bijarse en los templos, donde se agitan furiosos, frené ticos y de donde no
huyen hasta que no se invoque al Salvador. Sobre todo al mediodí a -hay
expresamente para ello un «demonio del mediodí a»- y por la noche se
complacen molestando a los transeú ntes. Como hora favorita de los de-
monios se considera siempre la medianoche y en general las horas sin
luz. Estos corruptores atacan con predilecció n a los hombres por la espal-^
da, penetran en ellos y se posesionan de ellos. Antes de la redenció n toda
la humanidad estaba endemoniada: como lo siguen estando los judí os. Y
como su jefe es el diablo, el «padre de la mentira» (Jn. 8, 44), todos ellos
son mentirosos empedernidos, taimados por demá s, falsos, malvados, lle-
nos de embustes y astucias. Son virtuosos en el arte de la seducció n, simu-
lan siempre algo distinto de lo que realmente se proponen. Son instigado-
res al pecado, iniciadores en muchos vicios, incitadores y promotores de
la idolatrí a. Ellos son los artí fices de las adivinaciones y prodigios de los
dioses, de las «herejí as», de las persecuciones contra los cristianos. Son
los antagonistas de los á ngeles de la guardia. Son causantes de enferme-
dades, pedriscos, malas cosechas, vendavales, sequí as y hambrunas. 168

En principio, el poder de los «espí ritus malignos» ha sido ya quebran-
tado y naturalmente restringido por la obra salutí fera de Jesú s; tanto má s
cuanto que los cristianos, como subditos de Dios, son má s fuertes que
ellos. Con todo, el Padre de la Iglesia Juan Damasceno canta victoria an-
tes de tiempo cuando escribe hacia mediados del siglo vm: «Ahora ha ce-
sado ya el culto a los demonios; la creació n ha sido santificada mediante
la sangre divina, los altares y los templos de los idó latras han sido demo-
lidos». Pues la lucha continú a. Incluso despué s de la muerte, los cristia-
nos só lo acceden al paraí so atravesando las legiones de los «espí ritus ma-
lignos», lo cual conduce a una guerra entre é stos y los á ngeles. '69

La Iglesia tomó muy en serio esa locura de los demonios. Segú n las
Constituciones Apostó licas, los posesos no podí an ser clé rigos. Só lo des-
pué s de la expulsió n del demonio se les abrí a nuevamente esa posibilidad;

Má s tarde, cuando ya habí a suficientes sacerdotes, se adoptó un enfoque
má s rí gido. De ahí que una recensió n del Lí ber de ecciesiastí cis dogmatí -
bus
de Genadio, proveniente de los comienzos del siglo vi, prohibiese
estrictamente la ordenació n sacerdotal de todo aquel que «hubiese incu-
rrido alguna vez en estado de demencia o hubiese sido hostigado por el
diablo». Algo parecido decretó el 11 de marzo de 494 el papa Gelasio I.
Tambié n los sí nodos de Orange (441) y de Orleans (538) ordenan alejar
de la dignidad sacerdotal a los clé rigos epilé pticos. Quien tuviese trato
con los demonios no podí a aspirar al cargo de sacerdote ni tomar pose-


sió n del mismo. «Esa concepció n de los antiguos mantiene tambié n su'vi-
gencia en la Iglesia» (Lé xico de conceptos para la Antigü edad y el crjs-
tianismo)" 0
                                  ,, ;      •

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