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La caza subrepticia de herencias




Desde que Constantino concedió a la Iglesia la capacidad de heredar
-fuente permanente de riqueza para ella- muchos cristianos, deseosos de
salvar su alma, testaron parcial o totalmente a su favor, legá ndole tierras
o peculio en efectivo. Fueron, con todo, escasí simos los casos en que ello
sucedió ú nicamente a impulsos propios. Pues la Iglesia inculcó incesan-
temente a sus hijos e hijas que le donasen a ella una parte o la totalidad
de su hacienda y peculio en aras de la salvació n de su alma. El derecho
canó nico y la praxis eclesiá stica no cejaron en sus esfuerzos por facilitar


e incrementar las donaciones en favor del clero. Se hizo costumbre que,
en caso de no tener hijos, los matrimonios convirtieran a la Iglesia en he-
redera y le hiciesen ademá s toda clase de presentes al objeto de alcanzar
el reino de los cielos. Tanto en la Roma occidental como en la oriental, la
legislació n favoreció el traspaso testamentario de propiedades inmuebles
en favor de las entidades eclesiá sticas. Y los Padres advirtieron ené rgica-
mente que la salvació n del alma no se veí a en modo alguno favorecida
cuando el dinero y las posesiones eran legados a los familiares. 188

Una de las captaciones de herencia má s espectaculares la realizaron
aquellos pescadores de almas a travé s de la joven Melania, que apenas
contaba veinte añ os de edad, y de su marido Piniano. Ambos constituí an,
quizá, la familia má s rica de todo el Imperio Romano, siendo multimillo-
narios que deseaban vivir segú n la sentencia de Cristo: «Vende cuanto
tienes [... ]». La Iglesia no tuvo má s que catequizar y... alargar su mano.
Los contemporá neos califican de «incalculable» (anarithmeton) el patri-
monio de aquellos dos fugitivos del mundo. Por toda Italia, en Españ a, en
las Galias, en Á frica, en Bretañ a, prá cticamente en todas las provincias,
tení an dominios agrarios con decenas de miles de esclavos. Só lo 8. 000
aceptaron, supuestamente, su manumisió n cuando comenzó la venta de
tan inmensas propiedades, a raí z de la cual ingentes sumas de dinero fue-
ron a parar a iglesias, monasterios y asociaciones piadosas. 189

Cuando, huyendo de Alarico, Melania, su madre Albina y su marido
Piniano van a parar a Hipona, la sede obispal de Agustí n, el añ o 410, se
producen, en palabras de Clé venot, «discusiones de lo má s ruin» entre
miembros del alto clero. «Se los arrebatan, literalmente, unos a otros de las
manos. Rivalidades, conflictos, altercados: cada uno de ellos quiere ha-
cerse con una parte del pastel [... ]. » Por su parte, el autor de la Vida de
Santa Melania
escribe así: «Alarico llegó entonces a los latifundios que
los bienaventurados acababan de vender y todos alabaron así al Señ or
de todas las cosas: ¡ Felices aquellos que, sin esperar la llegada de los bá r-
baros, vendieron todos sus bienes! ». Felices tambié n, sin embargo, todos
aquellos a quienes el cambio de poder no les deparó ninguna pé rdida. Y
entre ellos figuraba la Iglesia cató lica. Se dio el caso, incluso, de que mu-
chos tí tulos de propiedad fueron entonces a parar a sus manos, ¡ y entre
ellos los de Melania! (Un tercio de su patrimonio hubiese bastado para
pagar las soldadas de todo el ejé rcito de Alarico durante tres añ os. )190

Mucho mayor, no obstante, son las ganancias obtenidas de la masa de
los fieles, esquilmados sin contemplaciones a lo largo de siglos en aras
de la salvació n de su alma, «explotados por el clero», en relació n con lo
cual «é ste usa especialmente la debilidad de la mujer para obtener lega-
dos en favor de la Iglesia y en detrimento de los familiares» (Dopsch). 191

Quedó ya repetidamente documentado, con textos provenientes de las
distintas é pocas, de qué forma tan odiosa, tan indeciblemente desdeñ osa
i


para el hombre, menospreció la Iglesia a la familia (a la que habitual-
mente, y por supuesto só lo pensando tambié n en su propia ventaja, glori-
fica en tonos desusados); có mo, cuando su interé s así lo exige, separa
unos de otros y del modo má s brutal a los má s estrechamente unidos por
el afecto. Por amor a Dios, suele decir, aunque, en realidad, se trata del
amor al dinero. (Es el có digo penal el que impide aquí proceder a especi-
ficaciones todaví a má s inequí vocas. )

Cuando se trata de dinero, los santos má s celebrados, los má s afama-
dos Padres y Doctores de la Iglesia no vacilan un segundo en crear la dis-
cordia entre padres e hijos, exigiendo a aquellos que deshereden total o
parcialmente a é stos en beneficio de la Iglesia.

San Cipriano no acepta al respecto ni el cuidado de una numerosa
prole. «Transfiere a las manos de Dios los tesoros que guardas para tus
herederos. Será É l quien haga de tutor para ellos. » San Jeró nimo exige de
los sacerdotes que no dejen a sus hijos las posesiones que hayan acumula-
do, sino que las leguen todas ellas a los pobres y a la Iglesia. Los no sacer-
dotes, cuando tengan hijos, tambié n deben nombrar a Cristo coheredero.
Ensalza a la viuda Paula, quien, tras la muerte de su marido, abandonó a
sus hijos «sin derramar una lá grima», aunque é stos le pedí an encarecida-
mente que se quedase con ellos. Hijos a los que no dejó ni una pieza de
oro de su riqueza, pero sí una buena carga de deudas. Incluso Salviano,
quien con tanta vehemencia describe en el siglo v la miseria de las ma-
sas, reprocha a los creyentes por no imitar ya a los primeros cristianos,
que dejaban su patrimonio a la Iglesia. Y si durante toda su vida retení an
para sí sus bienes, al menos debí an acordarse en su lecho de muerte de
que la Iglesia era la ú nica y legí tima propietaria de todo cuanto poseí an.
«Quien deja su patrimonio a sus hijos en vez de a la Iglesia obra contra la
voluntad de Dios y contra su propio interé s. Al velar por el bienestar te-
rrenal de sus hijos, descuida su propio bienestar en el cielo». 192

En su homilí a A los pobres, san Basilio denomina los cuidados previ-
sores en favor de los hijos puro pretexto de los codiciosos. Ademá s de
ello, la riqueza heredada raras veces trae suerte. Y para los casados vale
igualmente lo que dice el evangelio: vende todo lo que posees. Y por fin:

¿ quié n puede «salir fiador de la voluntad del hijo en el sentido de hacer
buen uso de los bienes heredados? [... ]. Ten, pues, buen cuidado no sea
que con la riqueza atesorada con mil fatigas des a los demá s materia de
pecado, con lo que te verí as doblemente castigado: por una parte, por la
injusticia que tú mismo cometes; despué s, por todo aquello a lo que tú
das ocasió n que cometan los demá s. ¿ No es tu alma algo má s entrañ able
para ti que cualquier hijo?, ¿ que cualquier otra cosa? ¡ Puesto que ella es
lo má s entrañ able para ti, dale tambié n la mejor herencia, dale un genero-
so sustento para su vida y reparte el resto entre tus hijos! Pues tambié n
se da el caso de que muchos hijos que no heredaron nada de sus padres se

*. •
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construyeron ellos mismos casas. Pero ¿ quié n se apiadará de tu alma si tú
mismo la descuidas? ». 193

El clero no anduvo nunca remiso en pintar cuantas veces fuera nece-
sario los horrores de la hora de la muerte, del Juicio Final y del infierno
hasta que las asustadas ovejas de su grey se mostrasen dispuestas a com-
prarse el cielo con lo que poseí an en la Tierra. Fue en su lecho de muerte
donde má s de un padre imploró a sus hijos para que no retuviesen para sí
nada de su patrimonio. 194

En el siglo iv, las mismas leyes de los emperadores cristianos dan tes-
timonio de la miseria que se abatió sobre incontables familias a causa de
las numerosas donaciones hechas en favor de la Iglesia. Ya Valentiniano I
(364-365) procedió por ello a adoptar severas medidas contra la capta-
ció n subrepticia de herencias por parte del clero. En 370 prohibió a sa-
cerdotes y monjes visitar las casas de las viudas y los hué rfanos y declaró
nulas todas las donaciones y todos los legados de viudas u otras mujeres
ví ctimas de la extorsió n a la que los sacerdotes las sometí an bajo pretex-
tos religiosos. El asunto debió de tomar entonces tales proporciones que
el decreto amenazaba con la confiscació n de las disposiciones testamen-
tarias en favor de los sacerdotes, salvo que fuesen herederos legí timos en
virtud de su parentesco. Apenas dos dé cadas despué s, una ley de Teodo-
sio pone nuevamente coto a la caza clerical de herencias, ley que, sin em-
bargo, fue derogada con sorprendente celeridad. 195

En la mayorí a de los casos, los emperadores no fueron capaces de im-
ponerse frente a los há bitos financieros de la Iglesia. Una ley promulgada
por Teodosio en 390 y que confinaba otra vez al desierto a los monjes que
vagabundeaban y mendigaban por las ciudades hubo de ser semideroga-
da apenas dos añ os despué s. El decreto del 21 de junio de 390, con el que
Teodosio vetaba la caza subrepticia de herencias de viudas y hué rfanos
por parte de sacerdotes y monjes y el enclaustramiento de mujeres jó ve-
nes y subsiguiente expolio financiero de sus hijos por parte del clero,
hubo de ser derogado apenas dos meses despué s, el 23 de agosto del mis-
mo añ o, ante la protesta de san Ambrosio. La misma suerte corrieron
otras leyes, tanto en Oriente como en Occidente. Las disposiciones impe-
riales contra la explotació n eclesiá stica fueron abolidas por ellos mismos
o por sus sucesores. 196

En definitiva, tanto en el Estado como en la Iglesia acabó imperando
la misma corrupció n. Ambos esquilmaban al pueblo al uní sono. Y tambié n
iban de la mano por lo que respecta al mantenimiento de la esclavitud.


MANTENIMIENTO Y CONSOLIDACIÓ N
DE LA ESCLAVITUD

«No esté is tristes. Todos somos hermanos en Cristo. »

raterio, OBISPO DE verona,
A LOS ESCLAVOS, HACIA EL AÑ O 935197

«El cristianismo rompió con el espí ritu de la antigua esclavitud.
Ello parecí a, en verdad, imposible [... ]. El esclavo era mantenido como
si fuera un animal y no era tratado como hombre. El cristianismo
devolvió su dignidad a ese amplí simo sector del gé nero humano. »

OBISPO wilhelm emmanuel, BARÓ N von KETTELER198

«Por lo que respecta al cristianismo, ni siquiera despué s
de la conversió n de Constantino y de la rá pida integració n de la Iglesia
en el sistema de gobierno del Imperio, existe el má s mí nimo indicio
de una legislació n que tuviera como meta la renuncia, aunque fuese

paulatina, a la esclavitud. Todo lo contrario: fue Justiniano,
| ¡ I        el má s cristiano de todos los emperadores y cuya codificació n

del derecho romano en el siglo vi incluí a la má s vasta compilació n
de leyes relativas a la esclavitud que jamá s se haya reunido, quien echó
en Europa las bases jurí dicas má s completas para esa esclavitud,
bases llevadas al Nuevo Mundo un milenio despué s. »

M. I. finley'"

«La Iglesia, comprometida ciertamente en favor del pueblo pobre,
no se preocupó sin embargo lo má s mí nimo por el derecho ciudadano
de aquellos a quienes prestaba de un modo u otro su apoyo. Es má s,
ni siquiera se preocupó por el principio mismo de los derechos
de ciudadaní a, es decir, por la libertad personal de todos los ciudadanos,
ya que, segú n su doctrina, todos los hombres debí an sentirse como
esclavos, y no só lo ante Dios, sino tambié n ante aquel que representaba
a Dios en la Tierra. De ese modo, el cristianismo contribuyó
ideoló gicamente, en las postrimerí as de la Antigü edad, a transformar
la situació n jurí dica de los ciudadanos de a pie, de quienes carecí an
de la ciudadaní a y de los esclavos en cierta " esclavitud generalizada".
Baldí o fue el esfuerzo del emperador Juliano por frenar esa evolució n
y devolver a los ciudadanos romanos el sentimiento de la libertad,
sentimiento del que se vieron privados por el poder despó tico del Estado
romano tardí o y por la Iglesia, que los educaba en el temor de Dios. »

josef CESKA200


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