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La propaganda papal empieza en Inglaterra




 

Los comienzos del cristianismo en Gran Bretañ a continú an siendo oscuros. Probablemente llegó a las islas durante el siglo n a travé s de mercaderes y soldados, grupos profesionales que el cristianismo primitivo (má s bien) habí a despreciado. Pero tambié n má s tarde los primeros cristianos del Norte habí an sido evidentemente mercaderes escandinavos. El añ o 314 hay testimonio de tres obispos britá nicos, que participaron en el sí nodo de Arles. 74

El dominio romano sobre Bretañ a, establecido el 43 d. C. por el emperador Claudio con cuatro legiones (apenas 40. 000 hombres), habí a terminado hacia el 400. El añ o 383 Teodosio abandonó la muralla de Adriano, y a comienzos del siglo v los romanos, a las ó rdenes de Estilicó n y de Constancio III, retiraron definitivamente sus guarniciones. Frente a los ataques de pictos y escotos, los britanos llamaron en su ayuda a las tribus germá nicas de jutos y sajones, y má s tarde tambié n a los anglos, las cuales crearon una serie de reinos regionales que se combatieron mutuamente. Tales fueron los de Kent, Sussex, Essex y Wes-


sex, así como los posteriores de Mercia, Northumbria y Middiesex, alzá ndose con la supremací a ya uno ya otro. Pero el perí odo entre 450 y 600, denominado «Dark Ages», continú a siendo la é poca menos conocida de la historia inglesa. 75

En tiempos de Gregorio la provincia de Bretañ a del antiguo dominio romano estaba formada por los reinos romano-britá nicos en el oeste y por los reinos paganos de los anglosajones, que se habí an establecido en el resto del territorio insular. En agosto de 598 escribí a Gregorio al obispo Eulogio de Alejandrí a que el pueblo de los anglos habitaba «en un rincó n exterior del mundo» y que «veneraba todaví a el á rbol y la piedra... » —con una veneració n que no carecí a de belleza y sentido.

Hacia finales del siglo vi el rey Etelberto de Kent desposó a la princesa merovingia y cató lica Berta, biznieta de Clodoveo, sobrina de Bru-nichilde e hija del rey franco Chariberto de Parí s. En su sé quito figuraba el obispo Liuthard, que debí a de celebrar la liturgia cristiana, aunque Etelberto, seguí a siendo pagano. Mas al convertirse en el rey má s poderoso de Inglaterra y ser reconocido como soberano (bretwaida), Gregorio se apresuró a enviar (595-596) al prior de su monasterio de San André s, Agustí n, con unos 40 monjes, como emisarios a los «bá rbaros» con instrucciones y recomendaciones minuciosas y oportunas para los gobernantes francos, la reina Brunichilde y sus nietos Teudeberto y Teuderico. Pero ciertas dificultades en la Galia y ciertos rumores terrorí ficos sobre la barbarie britana, llegados hasta Aix, hicieron que Agustí n regresase a Roma. Gregorio lo promovió a la dignidad de abad y a sus monjes les prometió «la gloria del premio eterno» y lo envió de nuevo con una carta de recomendació n. Agustí n y sus compañ eros desembarcaron por fin en la isla de Thanet, en la costa oriental de Kent.

Agustí n, que por indicació n papal habí a sido ordenado obispo durante el viaje, de inmediato anunció a Etelberto «la buena nueva», a saber: la de que «todos cuantos le obedecen tendrá n una alegrí a eterna en el cielo y un reino sin fin con el Dios vivo y verdadero; siendo é sa la pura verdad... ». El rey, por lo demá s, y no obstante la princesa cató lica de Parí s con la que estaba casado, permaneció escé ptico a las primeras de cambio: «Ciertamente son hermosas las palabras y promesas, que traé is; pero al ser nuevas y sin ninguna garantí a, no puedo adherirme sin má s a las mismas y dar de mano a cuanto he tenido por santo durante tanto tiempo con todo el pueblo anglo... ». 76

Por desgracia Etelberto permitió a los monjes romanos que desarrollasen su propaganda en el reino. Y como las simples pré dicas y las promesas vací as no surtí an efecto, tras «la proclama de las palabras celestiales —segú n celebra el papa Gregorio en su introducció n al libro de Job— llegó la manifestació n de los milagros iluminadores» con su fuer-


 

za poderosa; y, como dice Beda, que ya llevaba siete añ os en el monasterio, «la dulzura de su doctrina celestial la completó el anuncio de signos celestes». Agustí n, que pronto fue arzobispo de Canterbury, se jacta sin rodeos ante el papa de haber sido agraciado, a una con sus monjes, con hechos milagrosos casi como los bienaventurados apó stoles. Y Gregorio lo confirma generoso desde lejos, aunque advirtiendo que no caigan en la arrogancia porque «las almas de los anglos son atraí das a la gracia interior mediante milagros externos». Una lá stima que no tengamos en ví deo todo el arte de birlibirloque de aquellos milagros externos. Probablemente nada habrí a sido má s iluminador...

Entraban, pues, ahora al dominio clerical romano, las fá bulas de la Trinidad y de Pedro, etc., sustituyendo al culto de Odí n y a los druidas. En Pentecosté s de 597, o má s probablemente de 601 —si es que ocurrió —, el rey se hizo bautizar con muchos anglos; y el obispo franco Liuthard, sin duda el precursor decisivo, fue marginado ahora por los romanos, que ya no le necesitaban. No hay testimonios seguros de la «conversió n» de Etelberto; pero sí fue ciertamente el fundador de tres iglesias episcopales en Kent y Essex: las de Canterbury, Rochester y Londres, que ya existí an en 604 al morir Agustí n. Y con sus leyes predominantemente civiles el rey protegió tambié n las posesiones eclesiá sticas. Pero a su muerte en 616 (o 618) —y esto sí consta con certeza— su hijo y sucesor Eadbald todaví a era pagano, y probablemente tambié n lo era su segunda mujer.

El añ o 602 llegaron ya refuerzos de Roma: «los hicieron necesarios... los bellos resultados» obtenidos, piensa el historiador cató lico Seppelt. El abad Mellitus, que dos añ os despué s era ya obispo de Londres, acudió con sus tropas vestidas de ropas monacales, llevando toda clase de ornamentos, vasos sagrados, reliquias y varias cartas papales, entre las cuales un escrito de salutació n que no retrocedí a ante las mayores exageraciones para la pareja real de Kent, a la que el supremo pastor de Roma comparaba con el emperador Constantino y con santa Helena. La noticia de la conversió n llegó hasta Constantinopla. Ni faltó tampoco la exhortació n a destruir el paganismo y a proseguir la obra de conversió n entre las advertencias y evocaciones del terror del juicio final. «Por ello, mi hijo má s preclaro —escribí a Gregorio al rey—, guardad cuidadosamente la gracia que habé is recibido de Dios y apresuraos a difundir la fe entre el pueblo que os está sometido. Incrementad aú n má s vuestro noble celo por la conversió n; suprimid la idolatrí a, destruid sus templos y altares, fortaleced las virtudes de vuestros sú bditos mediante una elevada conducta moral, exhortá ndolos e infundié ndoles temor, atrayé ndolos, castigá ndolos y dá ndoles un ejemplo de buenas obras; para que en el cielo recibá is la recompensa de Aqué l, cuyo nombre y conocimiento habé is extendido sobre la tierra. Pues Aqué l, cuyo honor buscá is y


defendé is entre los pueblos hará tambié n todaví a má s glorioso vuestro nombre glorioso para la posteridad. »77

Así escribí a el predicador de la humildad. Mas cuando la ocasió n lo requerí a —y é sa fue siempre su norma suprema de conducta—, sabí a Gregorio actuar con una mayor cautela y adoptar un tono en apariencia má s conciliador, que en ocasiones hasta puede parecer có mico. Y, por ejemplo, a su «hijo queridí simo», el abad Mellitus, caudillo de la nueva tropa de propagandistas, puede decirle «lo que ha resuelto tras larga reflexió n sobre la situació n de los anglos. No hay que destruir los templos paganos de ese pueblos, sino ú nicamente los í dolos que hay en los mismos; despué s hay que asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos está n bien construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, por manera que si el mismo pueblo no ve destruidos sus templos, deponga de corazó n su error, reconozca al verdadero Dios y ore y acuda a los lugares habituales segú n su vieja costumbre. Y como está n habituados a sacrificar muchos toros en honor de los demonios, tambié n eso ha de transformarse en una especie de fiesta: el dí a de la consagració n o en los dí as natalicios de los santos má rtires, cuyos restos reposan allí, pueden construir cabanas de ramas alrededor de las iglesias surgidas de aquellos templos y celebrar una fiesta eclesiá stica. Entonces ya no sacrificará n los toros al demonio, sino que matará n los animales para honrar a Dios con su festí n». 78

Una vez má s: ¿ No es é sta una religió n magní fica? Si los templos está n «bien construidos», no hay por qué demoler la obra del diablo; nada de eso, pueden entonces servir cual obra de Dios. Ú nicamente hay que destruir los «í dolos»: fuera con los viejos í dolos, y que entren exclusivamente los nuevos. Y los muchos toros tranquilamente pueden seguir cayendo a degü ello, sin interrupció n... como si esta religió n no hubiera tenido jamá s nada contra el degü ello, tanto de animales como de hombres y ¡ no má s sacrificios sangrientos! Ú nicamente no hay que continuar haciendo sacrificios en honor del «diablo». Pero en honor de «Dios» se ha continuado vertiendo hasta hoy má s sangre que por todos los «í dolos» y «diablos» juntos.

Y a los templos antiguos se sumaron por supuesto otros nuevos. Cuando Agustí n levantó un monasterio en las proximidades de la ciudad real de Canterbury (cuyo primer abad Pedro por inescrutable designio de Dios murió en el mar durante un viaje como legado pontificio), insistió tanto junto a Etelberto, que é ste acabó por «construir (adosada al monasterio) una iglesia nueva desde los cimientos en honor de los apó stoles Pedro y Pablo y la dotó de donaciones generosas» (Beda). Todo para mayor gloria de Dios. Y un poco tambié n de sus servidores,


 

por cuanto el arzobispo Agustí n habí a pensado en la iglesia para su modesta sepultura y la de sus sucesores. Y para los reyes de Kent. Incluso en la muerte se querí a estar juntos, por humildad, claro. 71'

 

 

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