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El papa Gregorio celebra a un asesino del emperador




 

Cuando el añ o 602 las tropas del imperio oriental tuvieron que volver a sus cuarteles de invierno para una campañ a en los Balcanes, al otro lado del Danubio y por motivos de escasez y penuria, estalló un motí n dirigido por el capitá n Fokas. Conquistó la capital, destronó a Maurikios y el 23 de noviembre, en compañ í a de su esposa Leoncia, fue coronado emperador por el patriarca (602-610). Casi inmediatamente despué s Fokas hizo asesinar a los cuatro hijos menores del emperador, que habí an buscado la supuesta protecció n de una iglesia; los hizo ejecutar en presencia del padre, quien cada vez que el cuchillo del asesino vibraba sobre la cabeza de un muchacho parece ser que exclamó: «¡ Oh Dios, tú eres justo y justos son tus juicios! ». Despué s fue degollado el propio Maurikios. Y poco despué s tambié n lo fue su hijo mayor y corregente, Teodosio, el apadrinado en el bautismo por el papa.

Para vengar aquel hecho de sangre el sha Cosroes II, ú ltimo gran rey sasá nida (que má s tarde fue asimismo liquidado) y aliado de Maurikios, hizo ahorcar en 604 a varios miles de legionarios prisioneros en Dará y Odessa. Fokas, por su parte, eliminó tambié n al resto de la familia imperial, que eran la emperatriz Constantina, encerrada en un monasterio de monjas, y sus hijas. Ademá s, el «caudillo llamado por Dios» —en expresió n del historiador cató lico Kari Baus (1982)— hizo asesinar entre 602 y 610 a algunos centenares de parientes, senadores y partidarios del soberano alevosamente asesinado. 67

Demasiado dé bil para independizarse polí ticamente, el papa hubo de buscar continuamente en Constantinopla protecció n y apoyo, no obstante sus aproximaciones rebeldes a los longobardos. Pero así como no le molestaba abrazar temporalmente el partido del enemigo imperial, y por otra parte estar a buenas con un emperador, que tras una campañ a contra los avaros prefirió dejar degollar a 12. 000 soldados propios que habí an sido hechos prisioneros en vez de rescatarlos, así tam-


 

poco titubeó ahora el papa Gregorio de hacer en seguida causa comú n con el asesino de toda la casa imperial. 68

Fokas, en efecto, el usurpador del trono y asesino del emperador, de la emperatriz, de los prí ncipes y de las princesas, cuyos ocho añ os de gobierno aná rquico constituyen una de «las é poca má s sangrientas» (F. G. Maier) y uno de «los gobiernos má s catastró ficos en toda la historia del imperio» (Richards), aquel monstruo del siglo fue celebrado en Roma. Con «jú bilo» reaccionó el papa a la noticia de la muerte de Maurikios, ¡ al que, sin embargo, y a cuya familia habí a enviado cartas tan amistosas y cordiales! Y cuando el 25 de abril de 603 llegaron a Roma los retratos de las nuevas majestades, se salió al encuentro de las «Laurata» —coronadas de laurel— solemnemente y con hachas encendidas. Clero y nobleza aclamaron en la ceremonia de homenaje, celebrada en la iglesia de San Cesá reo: «¡ Escucha, Cristo! ¡ Larga vida a Fokas el Augusto y a Leoncia la Augusta! ». Y el papa Gregorio hizo colocar los retratos de la eminentí sima pareja de gangsters en el palacio de Letrá n, en el oratorio del má rtir san Cesario, al tiempo que escribí a a la venerable esposa del usurpador del trono, solicitando insistentemente su protecció n para defensa de la fe cristiana. 69

Pero el propio cazador de cabezas imperiales le aseguraba por carta al papa y doctor de la Iglesia, en mayo de 603, que «el Espí ritu Santo habita en vuestro corazó n» y le deseaba que «todo el pueblo del Estado, que hasta ahora tan turbado estuvo, pueda alegrarse gracias a vuestras buenas obras». «Gloria a Dios en las alturas, que —segú n está escrito— cambia los tiempos y transfiere los imperios», canta jubiloso Gregorio el Grande. «En el designio inescrutable del Dios omnipotente difieren los destinos de la vida humana. A veces, cuando han de ser castigados los pecados de muchos, es exaltado uno, cuya dureza ha de doblegar las cervices de los sú bditos bajo el yugo de la tribulació n, como largamente lo hemos probado en nuestra experiencia. Pero a veces el Dios misericordioso decide visitar con su consuelo los muchos corazones atribulados y exalta a un hombre a la cima del gobierno y a travé s de su sentido de comprensió n difunde la gracia de su gozo en todos los corazones. De ese jú bilo entusiasta esperamos consolarnos en breve, quienes nos alegramos de que vuestra majestad haya alcanzado la cumbre del imperio. El cielo se alegra y la tierra se regocija... », etc.

¿ No es magní fico? Desde luego muy adecuado de un papa santo y «grande» y de un doctor de la Iglesia, que escribe desde la fosa asesina de su corazó n cobarde pero ambicioso de poder. Al mismo emperador, a cuyo hijo habí a asesinado Fokas, que en tiempos —en el perí odo culminante de su é poca de nuncio apostó lico— habí a exaltado Gregorio radiante de jú bilo por su bautismo, a ese emperador lo difama ahora frente a su asesino como un castigo por el pecado de muchos, como un


opresor brutal. Y al asesino de dicho emperador, al asesino de toda su familia, lo exalta como el emisario del Dios misericordioso, del Dios que otorga el consuelo y la gracia a todos los corazones, como a la majestad piadosa. ¡ Demonio, qué vergü enza de papa!

Y ya en julio de 603 escribe Gregorio a la pareja de usurpadores en Constantinopla: «Pedro ha de ser el guardiá n de vuestro imperio, vuestro protector sobre la tierra y vuestro intercesor en el cielo, a fin de que retiré is las cargas pesadas y traigá is alegrí a a los sú bditos de vuestro reino». 70

En 608 se le levantó incluso en el Foro Romano una estatua monumento al portador de alegrí a. Y mientras las otras estatuas y columnas de alrededor desaparecí an sin dejar rastro, el monumento en honor de aquel monstruo —¡ oh bello sí mbolo! — ha permanecido casi dos milenios, como la ú ltima columna cesarista de la historia. Y no tiene nada de extrañ o, pues esa misma historia recibió el monstruo imperial —hecho que entre los historiadores cató licos apenas se menciona— del papa BonifacioIV, un benedictino venerado como santo (su fiesta el 25 de mayo).

Pero Fokas no só lo habí a eliminado a un emperador con toda su familia, un emperador al que las cosas no le habí an ido demasiado bien en Roma pese al padrinazgo de Gregorio; el bandido estatal coronado tambié n otorgó al papa Bonifacio el Panteó n de Roma, el suntuoso templo pagano que, como su mismo nombre indica, estaba dedicado a todos los dioses. En mayo de 609 lo transformó solemnemente el pontí fice en una iglesia cristiana, en honor de Marí a y de todos los má rtires (Sancta Maria ad Martyres), dotá ndolo con muchas reliquias martiriales. Sangre sobre sangre, por decirlo de algú n modo, y una mano lava la otra «para las innumerables obras de caridad... ». Y dado que el Panteó n habí a estado antes al servicio de todos los dioses, en la dedicació n de la iglesia el papa Bonifacio introdujo la fiesta de Todos los Santos. Eso es lo que se llama Tradició n. 7'

Ha sido en especial a los historiadores de la Iglesia a los que el comportamiento de Gregorio supuestamente ha sorprendido y desconcertado. Pero en realidad no hizo má s que lo que siempre hací a, dirí ase que necesariamente (que significa siempre con un sentido de provecho, y que a su vez fue la acomodació n en toda regla a los má s poderosos). O como dice el historiador cató lico Stratmann (con una retó rica habitual en casos como é ste): «El papa contemplaba la situació n desde una atalaya muy alta». Y su elogio resulta tanto má s comprensible cuanto que el emperador Maurikios, con quien al principio estuvo Gregorio de acuerdo como lo estuvo má s tarde con su asesino, acabó frenando la influencia papal y alentó al patriarca de Constantinopla para que adoptase el tí tulo de «obispo universal».


 

Cuando murió el apokrisiar de Gregorio en Constantinopla, é ste no le nombró sucesor, interrumpiendo las relaciones diplomá ticas con el emperador y el patriarca. Só lo cuando el legí timo soberano fue eliminado por Fokas, el usurpador del trono, envió de nuevo Gregorio un nuncio a la corte bizantina. Fokas, en efecto, se mostró desde el comienzo marcadamente prorromano. Y mientras que en Oriente, donde desataba una persecució n sangrienta contra monofí sitas y judí os, era cada vez má s odiado; mientras que su polí tica eclesial rí gidamente ortodoxa provocaba luchas callejeras en Constantinopla y situaciones parecidas a guerras civiles en las provincias orientales, hasta el punto de que acabó siendo literalmente desgarrado y ensartado en una pica, en Roma se le respetaba y querí a cada vez má s. Y en 607, en un edicto dirigido a Bonifacio III, segundo sucesor de Gregorio, reconocí a a «la Iglesia apostó lica de san Pedro como cabeza de todas las iglesias» (capul omnium ecclesiarum). 72

Eso fue lo decisivo. Pudo entonces el papa y doctor de la Iglesia hacer la vista gorda, como siempre que se trataba de su provecho. Así, por ejemplo, en la misió n en la que tuvo especialí simo empeñ o y en la cual «con su actividad arrancó el pueblo anglo del poder de Sataná s convirtié ndolo a la fe de Cristo», cuando «incorporó a la ú nica Iglesia de Cristo a nuestro pueblo, que estaba todaví a prisionero en la esclavitud de la idolatrí a», como escribí a el doctor de la Iglesia Beda el Venerable en su Historia eclesiastica gentis Anglorum, terminada en 731. 73

 

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