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Rebelión en los monasterios de monjas




 

En Sainte-Croix de Poitiers, en el monasterio de santa Radegunda, la santa má s tierna y má s pura de su tiempo, el añ o 589-590, se rebelaron «seducidas por el diablo» dos princesas, como reconocen por escrito diez obispos. Chrodechilde, hija del rey Chariberto, y Basina, hija del rey Chilperico (y de Audovera), se sublevaron contra la abadesa Leu-bovera. Con cerca de 40 puellae, en su mayorí a probablemente de la clase social alta, y sin duda metidas en el monasterio má s que ingresadas por propia decisió n personal, escaparon de la santa casa; y lo que podrí amos llamar un duro resto clerical se atrincheró extramuros de Poitiers en la iglesia de Saint-Hilaire con todo tipo de caballeros: ladrones, segú n se dice, envenenadores, asesinos...

Durante semanas reinó el terror en la ciudad con atracos y asaltos; el monasterio fue objeto de pillaje y a las monjas que habí an quedado se las apaleó en los mismos oratorios. En la tumba de santa Radegunda, en la iglesia catedral y en las calles corrió la sangre a diario. Aunque varios prelados, entre los cuales el metropolitano Gundegisel de Burdeos así


como sus obispos sufragá neos y algunos clé rigos, se arriesgaron a entrar en la iglesia de San Hilario, la casa de la gran libertad, para examinar por orden del rey los puntos de discordia, la multitud cayó «sobre ellos con tal violencia tirando a los obispos contra el suelo, que apenas pudieron volver a levantarse; tambié n los diá conos y demá s eclesiá sticos salieron corriendo de la iglesia salpicados de sangre y con las cabezas malheridas». La abadesa Leubovera fue agredida en el monasterio y arrancada de un arca, que contení a partí culas de la cruz (naturalmente «auté nticas»), a la que se habí a abrazado, fue arrastrada por las calles y custodiada en la iglesia de San Hilario.

Nada tiene de extrañ o (o má s bien lo tenga una cosa) que en aquel añ o —como refiere san Gregorio— ocurrieran muchas señ ales (en realidad, casi como cada añ o), como lluvias violentas, tormentas de granizo, desbordamientos pavorosos de rí os, á rboles que florecieron en otoñ o... «En noviembre se vieron rosas... » Signos y má s signos, ¡ oh, la degeneració n del mundo!

Só lo de forma violenta, con nuevos derramamientos de sangre, pudo el comes Maceo, el conde de la ciudad de Poitiers, someter por fin a los rebeldes. Se azotó a muchos, cristianamente se les cortaron el pelo, las manos, y a algunos tambié n las orejas y la nariz... «y volvió la tranquilidad» (Gregorio). A las dos princesas las devolvió el concilio de Metz (590) a Poitiers y, por intervenció n del rey Childeberto II, se les levantó la excomunió n, pronunciada poco antes, aquel mismo añ o, contra ellas. Basina marchó de nuevo al monasterio de la Santa Cruz; la intransigente y obstinada Chrodechilde recibió una «villa» en (o cerca de) la ciudad, regalo del rey Childeberto.

Habitualmente no se procedió así con las monjas levantiscas. En los monasterios precisamente abundaban los castigos draconianos, a menudo por «transgresiones» ridí culas. Los obispos, sin embargo, fueron (y son) en toda regla una chusma cobarde. Y allí —en atinada expresió n de Georg Scheibelreiter— «no hicieron buena figura». Y así las consagradas a Dios procedentes de la casa real salieron sorprendentemente bien libradas, a pesar de sus «maiora crimina» (graví simos crí menes). Má s aú n, no sabemos de ningú n tipo de castigo, o simplemente de alguna penitencia. Tanto má s extrañ o cuanto que la rebelió n de las monjas de Poitiers fue una historia sangrienta y lo que se le imputa a la abadesa aparece en parte como carente de fundamento o en parte como algo insignificante, como «causae leviores» (cuestiones de poca monta). Y lo serí an, si dejamos de lado que los hombres utilizaban el bañ o de las monjas, que en ocasiones se celebraban comilonas (que, por lo demá s, no lo eran, pues só lo se comí a «pan consagrado» y lo comí an «personas creyentes y de sentimientos cristianos»); y si dejamos de lado que muchas monjas só lo quedaron embarazadas a consecuencia de «los distur-


bios»; o si prescindimos de que la sobrina de la abadesa habitaba en el monasterio sin ser religiosa. 48

¿ Nos extrañ a? La Regla de san Cesá reo, obispo de Arles y fundador de un monasterio femenino, permití a que las niñ as de seis añ os pudieran pasar a ser ví rgenes sagradas, «consagradas a Dios». Y la Regla de san Benito cuidaba de que muchachos de la misma edad se enterrasen para siempre tras los muros del monasterio con vistas a asegurar la renovació n del monacato. 49

Los gobernantes oprimieron y explotaron a todos. Pero muy probablemente los má s despreciados fueron los judí os; y de manera especial por el clero cristiano, que con su humildad caracterí stica hizo tema de concilios incluso la diferencia de categorí a entre los cristianos, entre clé rigos y «laicos». Así Macó n decretó (585) la primací a indiscutible del sacerdote sobre el seglar, que no só lo habí a de saludarle sino tambié n apearse del caballo, si aqué l iba a pie. 50

¡ Y no digamos los judí os!

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