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Primeros privilegios para el clero cristiano




Primeros privilegios para el clero cristiano

El 29 de octubre, el vencedor prescindió del sacrificio pagano en ho-
nor de Jú piter Capitolino; el clero cristiano se vio favorecido inmediata-
mente despué s de la batalla. De hecho, habí a má s cristianos en Italia
y en Á frica que en la Galia. Y en Roma, donde el Senado hizo construir
en honor de Constantino el arco de triunfo que todaví a hoy podemos
ver junto al Coliseo, quizá fue entonces cuando regaló al obispo Milcí a-
des la domus Faustae con todas sus fincas; se trataba de un palacio impe-
rial que habí a pertenecido a la familia Laterani y que en aquellos mo-
mentos era propiedad de Fausta, la segunda esposa del emperador, que
la habí a heredado de su padre Maximiano. Pero como Fausta no era
cristiana, la transmisió n del palacio lateranense probablemente no de-
bió de tener lugar hasta despué s del asesinato de la propietaria. En cual-
quier caso, ello mejoró en gran medida las condiciones de alojamiento
del pontí fice romano, en cuyos dominios permaneció dicha sede hasta
el añ o 1308. Ademá s, el soberano cursó instrucciones a los obispos de
que ampliasen sus iglesias o construyesen otras nuevas, para lo cual pro-
metí a «abundante apoyo de sus propios medios» (Eusebio). En Á frica,
que habí a incorporado a su mandato tras una campañ a victoriosa, hacia
finales de 312 y comienzos de 313 restituyó las iglesias que habí an sido


 

confiscadas, aunque hubiesen quedado en manos de ciudadanos parti-
culares. Y ordena personalmente a Anilino, el procó nsul, que se ocupe
de «reintegrar las casas y los huertos [... ] y todo lo que se halle en ma-
nos de ciudadanos o de otras personas» a la Iglesia «con la mayor dili-
gencia posible». 24

Ademá s, Constantino apoyó al alto clero con dinero.

«Para las intenciones de la justa y santí sima Iglesia cató lica» recibe
Cartago varios cientos de miles de marcos; el emperador en persona,
despué s de entrar en Roma, comunica al obispo Ceciliano que Ursus,
«el prestigioso administrador general de los negocios de Á frica, tiene
orden de entregarle la suma de 3. 000/o//e a tu santidad»; dicha suma
(unfollis era una bolsa de unos cien marcos) debí a ser repartida entre los
obispos de acuerdo con una lista de destinatarios elaborada por Osio,
arzobispo de Có rdoba, amigo del emperador y consejero suyo para los
asuntos religiosos. En caso necesario se aumentarí a la contribució n, sin
importar cuá nto pudiese gravar al erario estatal. Porque, como escribió
Constantino al patriarca de Cartago (que gracias a estos apoyos ilimita-
dos del emperador pudo resistir a los cismá ticos donatistas, eso sí, bajo
la condició n de que renunciase a la teologí a sacramental de san Cipria-
no), «si advirtieres que la suma no alcanza para todos ellos [... ], no ten-
gas reparo en pedir lo que sea necesario a Herá clides, el administrador
de nuestros dominios». Y, efectivamente, en 313 convocaban un sí nodo
en Roma..., aunque é ste no se celebró en el palacio «papal», ¡ sino en el
del emperador! 25

Al mismo tiempo, el procó nsul de Á frica, Anilino, recibió del sobe-
rano instrucciones en que se advierte expresamente «de los graves peli-
gros para el Estado» que pueden resultar si se descuida «el má ximo res-
peto al poder altí simo de la divinidad celestial», por lo cual estima im-
prescindible que aquellos «que se consagran al servicio de dicha santa
religió n, a los que suelen llamar clé rigos, queden exentos a perpetuidad
de toda clase de tributos y servicios al Estado». Con lo cual quedaba ofi-
cialmente reconocido el clero cristiano como estamento privilegiado. 26

Al generoso vencedor, que se consideraba investido de una misió n
como «protegido (famulus) de Dios», só lo se le oponí an ya los dos po-
tentados de Oriente, Maximino Daia, residente en Antioquí a, y Licinio,
que tení a su sede en Serdica. 27

Guerra contra Maximino Daia

Maximino Daia, emperador romano (309-313) y sucesor de Galerio,
habí a sido en tiempos de Diocleciano un riguroso perseguidor del cris-
tianismo en sus dominios, las dió cesis de Oriente y Egipto. Despué s del
Edicto de Tolerancia de Galerio, publicado en Nicomedia el 30 de abril
de 311, Maximino hizo concesiones, de mala gana indudablemente, y
con reservas. En su caso, sin embargo, tambié n «era obvio el cambio de-


 

cisivo de actitud» en relació n con los cristianos (Castritius), y evidente-
mente falsa la afirmació n de Eusebio, cuando dice que Maximino guar-
dó secreto sobre el edicto de Galerio y tomó las disposiciones necesarias
«para evitar que fuese conocido en el territorio de su jurisdicció n». Má s
cierto es que al obispo Eusebio, cuando transcribió el edicto, se le olvi-
dó citar el nombre de Maximino entre los firmantes del mismo. Es ver-
dad que é ste no lo hizo publicar en su contenido literal, lo que formal-
mente no era ninguna anomalí a, y si lo publicó seguramente serí a a in-
sistencia de sus corregentes o bajo la presió n de la guerra armenia en
que se habí a embarcado. Ya que este cesar, precisamente, acababa de
consolidar el paganismo mediante un sistema de culto unificado y ade-
má s era el inspirador de una activa propaganda anticristiana; entre otras
cosas, imponí a las falsas «actas de Pilatos» como lectura obligada en las
escuelas. Tambié n accedió a los ruegos de las autoridades de Nicome-
dia, Tiro y otras ciudades que deseaban expulsar a los cristianos «si rein-
ciden en sus malditas locuras», y prometió recompensar «con toda clase
de mercedes» el celo de los que lo solicitaban. Segú n Eusebio y Lactan-
cio, dichos grupos anticristianos de la ciudadaní a habí an sido instigados
por el mismo emperador, lo que al parecer no es cierto, aunque desde
luego parece seguro que comulgaba con ellos. De ahí que segú n Euse-
bio, este soberano, «el má s impí o de todos los hombres y el peor enemi-
go de la devoció n», fuese todaví a má s malo que el emperador Majencio,
«enemigo de todo lo noble y perseguidor de toda virtud», que obtuvo
por extorsió n «enormes sumas» y «exageró su vanidad hasta la locura»,
ademá s de entregarse a la bebida hasta perder el conocimiento, en «ex-
cesos jamá s superados por nadie» y «no pasaba nunca por una població n
sin deshonrar a las casadas y secuestrar a las doncellas», junto con otras
cosas del mismo calibre, obligadas en cualquier escrito polé mico de la
é poca. 28

Como era natural, Maximino Daia encontró el castigo que merecí an
sus pecados. El «padre de la historia eclesiá stica», o incluso «de la histo-
ria universal» (segú n Erhard), detalla, infatigable, los estragos de la ven-
ganza divina: «Las lluvias del invierno dejaron de producirse en la cuantí a
acostumbrada [... ], hambres imprevistas [... ] seguidas de la peste y de
otra enfermedad desconocida [... ] por la que incontables hombres, mu-
jeres y niñ os quedaban ciegos»; por si esto fuese poco (ya sabemos que
el Señ or jamá s abandona a los suyos, vé ase el Antiguo Testamento), la
guerra con los armenios. En una palabra, matanzas, hambre, peste, en-
fermedad, inundaciones; los humanos vagaban por las calles «como es-
pectros», los cadá veres se amontonaban en las ví as pú blicas «e incluso
eran devorados por los perros». Todo esto fue la respuesta del cielo «al
desafí o imprudente del tirano contra la divinidad» y «a los decretos de
las ciudades contra nosotros». 29

Como sucede con tantos otros apologistas, al obispo Eusebio le ob-
sesiona el afá n de calumniar a todos los enemigos del cristianismo hasta
que los deja que no hay por dó nde cogerlos, bien sea mediante la «santa


 

exageració n» o la «santa mentira». Dice, por ejemplo, que Maximino
Daia habí a sugerido a los antioquenos «que solicitasen como gracia es-
pecial del emperador el que no se permitiese residir en la ciudad a nin-
gú n cristiano». O como cuando afirma que el emperador no dejó que
colgaran las tablas con el edicto de Galerio, o que el interventor de la
hacienda municipal, Theoteknos, habí a «empujado a la muerte» a tantí -
simas personas. La realidad es que hubo por aquel entonces muy pocos
má rtires cristianos; el propio Eusebio só lo consigue recordar los nom-
bres de tres..., y ya sabí a lo que se decí a Jacob Burckhardt cuando escri-
bió del «padre de la historiografí a eclesiá stica» que no só lo era «el má s
repugnante de los aduladores», sino tambié n «el primer historiador deli-
berada y totalmente mendaz de la Antigü edad». 30

Y Lactancio no merece mucha má s credibilidad. Aunque el empera-
dor Maximino suspendió durante algú n tiempo la persecució n contra los
cristianos en sus dominios (entre julio y noviembre de 309, por antipatí a
contra Galerio), no por ello dejaba de ser «un monstruo indescriptible»,
sus dilapidaciones «inmoderadas», sus vicios tales «que nunca se habí a
visto nada parecido». «Castrados y alcahuetes andaban espiando por to-
das partes, y allí donde encontraban unas facciones bien proporciona-
das, el padre y el esposo perdí an sus derechos... » y «cuando caí a en sus
garras un cristiano, lo sacaban en secreto al mar y lo ahogaban». Es el
tono que ha predominado hasta hoy en toda la historiografí a cuando ha
tenido que referirse a este emperador, de manera que aparte algunos in-
tentos de rehabilitació n (como los de Stein y A. Piganiol), los autores
modernos siguen condenando con unanimidad casi total al «zé lote du
paganismo» (Gré goire). 31

En realidad, Maximino Daia no fue un mal regente. Supo adminis-
trar y protegió la literatura y las ciencias, pese a ser é l mismo de origen
humilde y cultura escasa. Sus persecuciones contra los cristianos, entre
los añ os 311 y 312, bastante «moderadas» por otra parte como resume un
estudio reciente acerca de esa figura histó rica, «obedecí an a instancias de
las autoridades locales, motivadas por razones econó micas y a las que el
cesar, por evidentes razones, no podí a negarse» (Castritius), ya que las
prá cticas cristianas comprometí an la potencia econó mica de las ciuda-
des, y el monarca dependí a para todo de las contribuciones de é stas. 32

Maximino no era del todo ajeno a ciertos pensamientos religiosos,
como cuando escribe en respuesta a las instancias de las ciudades:

«Prosperen las ciudades de la gran llanura y que ellos [los paganos] vean
ondear a impulsos de la brisa serena los campos de trigo y los pastizales
que la lluvia bené fica habrá sembrado de hierba y floré enlas; y que to-
dos se alegren, ya que por nuestras devociones y sacrificios hemos gana-
do la benevolencia del poderoso Marte, que nos favorece con la paz y la
seguridad de que tranquilamente disfrutamos». 33

La paz, sin embargo, no iba a durar mucho. De ello se ocupaban
I Constantino y Licinio, despabilados a este efecto por el «Rey de reyes,
Señ or del Universo y Salvador, dos hombres amados por la divinidad


 

contra los dos tiranos má s impí os». Una vez eliminado el primero de é s-
tos, Majencio, en febrero de 313 Constantino renovó en Milá n el pacto
con Licinio, a quien casó con su hermana Constancia para refrendar el
acuerdo. En una constitució n, el llamado Edicto de Milá n, ambos em-
peradores concedieron entidad jurí dica al cristianismo, y con especial
referencia a é ste proclamaron la libertad de cultos en todo el imperio.
Una vez derribado Maximino, la tolerancia se extenderí a a la parte
oriental, pero ya equiparadas todas las religiones desde el punto de vista
jurí dico. Maximino, que construí a templos en todas las ciudades o man-
daba reconstruir los antiguos, y que puso protecció n a los sacerdotes pa-
ganos má s notables, adivinó sin dificultad lo que se le vení a encima. Du-
rante el crudo invierno de 312 a 313, aprovechó una ausencia de Licinio
para invadir Siria; despué s de conquistar Bizancio y Heraclea, el 30 de
abril de 313 se enfrentó en el lugar llamado «Campus Serenus», pró xi-
mo a Tzirallum, con un enemigo que ostentaba ya divisas cristianas en
sus banderas.

Segú n el padre Lactancio, é sa fue ya una verdadera guerra de reli-
gió n, juicio con el que coincide Johannes Geffcken cuando la llama «la
primera guerra de religió n verdadera que hubo en el mundo». Licinio,
al que se le habí a aparecido la ví spera «un á ngel del Señ or», el dí a de la
batalla hizo que los soldados se quitaran los cascos para rezar; sus carni-
ceros «alzaron las manos al cielo», invocaron tres veces el nombre de
Dios y luego, «con los corazones llenos de valor, se pusieron otra vez los
cascos y alzaron los escudos». Fue entonces que se produjo un milagro,
cuando «aquellas escasas fuerzas hicieron una gran matanza». ¡ La reli-
gió n del amor puesta a pintar batallitas! Maximino pudo escapar disfra-
zado de esclavo en direcció n a Nicomedia y luego continuó con sus fieles
hacia Cilicia, pasando los montes del Tauro. El mismo añ o murió en
Tarso, suicidado o enfermo, mientras las tropas de Licinio avanzaban ya
sobre la ciudad por tierra y por mar.

Sobre el mismo suceso, Eusebio cita dos relatos contradictorios pero
no olvida pintar tambié n con regocijo el final de Maximino, «devorado
por un fuego invisible que le envió Dios». Lactancio afirma incluso que
Maximino se volvió loco y «durante cuatro dí as arañ ó la tierra con las
manos para comé rsela. Má s tarde, cuando los terribles dolores le obli-
garon a golpearse la cabeza contra las paredes, se le saltaron los ojos de
las ó rbitas. Só lo entonces, ciego, vio a Dios que se aprestaba a juzgarle
en compañ í a de una corte celestial de diá conos revestidos de casullas
blancas [... ] y creyó en Jesucristo, a quien rezaba para que se compade-
ciera de sus sufrimientos». 34

¡ La historiografí a cristiana!

La «buena nueva» habí a triunfado por primera vez en todo el Imperio
romano y los demá s «enemigos de Dios», segú n Eusebio, es decir, los
partidarios de Maximino Daia «fueron exterminados [... ] despué s de
largos suplicios»; «sobre todo los que, para halagar al soberano, má s ha-
bí an perseguido a nuestra religió n cegados por su soberbia», secongra-


 

tula el santo obispo. En efecto, Licinio, como cuenta Eduard Schwarz,
«documentó su simpatí a para con la Iglesia principalmente por medio
de un tremendo bañ o de sangre, acogido por los cristianos con gran gri-
terí o de jú bilo». Allí perecieron las mujeres y los niñ os que habí an so-
brevivido a la actuació n de otros emperadores o cesares. Entre otros
fueron asesinados Severiano, hijo del emperador Severo (a su vez, ase-
sinado en 307), Candidiano, hijo del emperador Galerio (que habí a sido
confiado por el padre moribundo a la tutela de Licinio); asesinadas tam-
bié n, y de la manera má s brutal, Prisca y Valeria, esposa e hija de Dio-
cleciano, junto con los hijos de esta ú ltima, pese a las sú plicas del ancia-
no emperador, que ya habí a abdicado y que murió ese mismo añ o. Ase-
sinada igualmente la esposa de Maximino Daia, un hijo de ocho añ os y
una hija de siete, prometida de Candidiano. Y «tambié n los que se enva-
necí an de su parentesco con el tirano [... ] padecieron la misma suerte,
tras grandes humillaciones», es decir, fueron exterminadas familias en-
teras y «borrados de la faz de la tierra los impí os» (Eusebio). Tambié n
Lactancio comenta que «los impí os recibieron verdadera y justamente,
con el juicio de Dios, el pago de sus acciones» y el mundo entero pudo
ver su caí da y su exterminio, «hasta que no quedó de ellos ni el tronco ni
las raí ces». 35

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