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Los emperadores paganos vistos retrospectivamente




Los alaridos triunfales de los cristianos empezaron hacia el añ o 314,
por obra de Lactancio. Su panfleto Sobre las muertes de los perseguidores
es tan ruin por la elecció n de su tema, por su estilo y por su nivel, que du-
rante mucho tiempo se quiso negar la autorí a del Cicero christianus,
aunque hoy la autenticidad se considera (casi) indiscutible. Pocos insul-
tos ahorra Lactancio a los emperadores romanos en su escrito, publica-
do en Galia mientras educaba a Crispo, hijo de Constantino: «Enemigos

de Dios», «tiranos», a los que compara con los lobos y describe como
fieras, «bestias». Apenas acababa de cambiar el ambiente polí tico, co-
menta Campenhausen, y ya «la vieja ideologí a de má rtires y persegui-
dos desaparece de la Iglesia como si se la hubiese llevado el viento,
reemplazada por su contraria». 48

Aunque perseguidor de los cristianos, el emperador Decio (249-251)
se habí a propuesto gobernar pací ficamente, segú n dejó consignado en
sus monedas (pax provinciae), y segú n las fuentes histó ricas fue un hom-
bre de excelentes cualidades, hasta que cayó derrotado ante el caudillo
de los godos Kniva y murió en Abrittus, lugar correspondiente a la ac-
tual regió n de la Dobruja. Pues bien, Decio fue para Lactancio «un ene-
migo de Dios», «un monstruo abominable» que mereció acabar pasto de
«las fieras y los buitres». De Valeriano (253-260), que tambié n persiguió
a los cristianos y que murió prisionero de los persas, afirma Lactancio
que «le arrancaron la piel, que fue curtida con tinte rojo para ser ex-
puesta en el templo de los dioses bá rbaros como recordatorio de aquel'
gran triunfo». Diocleciano (284-305), que habí a empleado a Lactancio
como rhetor latinus en Nicomedia cuando era un pobretó n y que luego,
durante las persecuciones y residiendo Lactancio en la capital imperial,
no le tocó ni un hilo de la ropa, merece el apelativo de «grande en la in-
venció n de crí menes». En cuanto a Maximiano (285-305), corregente
con Diocleciano, segú n cuenta Lactancio «no era capaz de negarse a
ninguna satisfacció n de sus bajas pasiones»: «Por doquiera que iba, allí
arrebataban a las doncellas de los brazos de sus padres para ponerlas a
su disposició n». 49

Pero el peor «de los malvados que hayan alentado jamá s» fue el em-
perador Galerio (305-311), yerno de Diocleciano; Lactancio le conside-
ra el verdadero inspirador de los pogromos iniciados en 303, en los que
se propuso «maltratar a todo el gé nero humano». Cuando «el miserable
querí a divertirse», llamaba a uno de sus osos, «en fiereza y corpulencia
comparable a é l mismo», y le echaba seres humanos para comer. «Y mien-
tras le destrozaba los miembros a la ví ctima, é l reí a, de manera que allí
nunca se cenaba sin acompañ arse del derramamiento de sangre huma-
na», «la hoguera, las crucifixiones y las fieras eran el pan de cada dí a»,
y «reinaba la arbitrariedad má s absoluta». Los impuestos eran tan abu-
sivos que personas y animales domé sticos morí an de inanició n, y «só lo
sobreviví an los mendigos. [... ] Pero hete aquí que aquel soberano tan
compasivo se acordó de ellos tambié n, y queriendo poner fin a sus pe-
nalidades hizo que los reunieran para sacarlos en barcas al mar y aho-
garlos allí ». 50

¡ La historiografí a cristiana!

Al mismo tiempo, Lactancio no deja de asegurar, en esta «primera
aportació n del cristianismo a la filosofí a y la teologí a de la historia» (Pi-
chó n), que ha «recopilado todos estos hechos [... ] con la fidelidad má s
concienzuda, a fin de que no se pierda el recuerdo de los mismos y que
ningú n historiador futuro pueda desfigurar la verdad», 51

El castigo de Dios alcanzó a Galeno en forma de cá ncer, «una llaga
maligna en la parte má s baja de los genitales», mientras Eusebio, má s
pudoroso, prefiere aludir a aquellas partes «que no se nombran». Poste-
riormente, otros tratadistas eclesiá sticos como Rufino y Orosio inventa-
ron la leyenda de un suicidio. En cambio, Lactancio, despué s de esta-
blecer la fama de Galerio en la historiografí a como «bá rbaro salvaje»
(Altendorf), dedica varias pá ginas a describir con regodeo la evolució n
de la enfermedad (el lé xico es similar al utilizado en otro pasaje donde
explica, siguiendo el ejemplo del obispo Cipriano, las satisfacciones que
experimentará n los elegidos cuando contemplen el suplicio eterno de
los condenados): «El cuerpo se cubre de gusanos. El hedor no só lo inva-
de el palacio, sino que se propaga por toda la ciudad. [... ] Los gusanos
lo devoran vivo y el cuerpo se disuelve en una podredumbre generaliza-
da, entre dolores insoportables... ». El obispo Eusebio añ adí a a su relato
esta apostilla: «De los mé dicos, los que no pudieron resistir aquel hedor
repugnante por encima de toda medida fueron abatidos allí mismo, y
los que luego no supieron hallar remedio, juzgados y ejecutados sin,
compasió n». 52                                             'r,

¡ La historiografí a cristiana!                               $

El caso es que Galerio, cuya agoní a nos pintan los padres de la Igle-
sia sin ahorrar ninguno de los tó picos antiguos, aunque enfermo de muer-
te llegó a firmar, el 30 de abril de 311, el llamado «Edicto de tolerancia
de Nicomedia», por el que poní a fin a las persecuciones contra los cris-
tianos (en principio justificadas, en esta ocasió n como en otras, por la
doctrina de Diocleciano sobre la supremací a del Estado) y proclamaba
que el cristianismo era una r-eligió licita. Incluso les autorizaba a recons-
truir sus iglesias «bajo la condició n de que no contravengan las leyes en
manera alguna». Con esta Carta Magna, aunque concebida en té rminos
no excesivamente amistosos, Galerio, que efectivamente murió pocos
dí as despué s en Serdica, «dejó un loable testimonio de su honestidad
personal», segú n Hó nn, ya que «por primera vez en la historia, los cris-
tianos quedaban en cierto modo legalizados» (Grant). 53

Galerio se habí a adjudicado las provincias danubianas y la regió n
balcá nica; estableció su residencia principal en Sirmium y quiso renovar
el imperio, en lo polí tico así como en lo religioso, con arreglo a las reglas
establecidas por Diocleciano. No fue un monstruo como nos lo pintan
las plumas de Lactancio y demá s padres de la Iglesia sino, tal como nos
lo describen otras fuentes má s fiables, un soberano justo y bien intencio-
nado, aunque ciertamente algo inculto. Aurelio Ví ctor, prefecto de
Roma en 389 y autor de una historia de los emperadores romanos, dice
que habí a sido pastor y que, pese a ser «de modales rudos» y «caren-
te de educació n», poseí a otras «cualidades con que le habí a distingui-
do la naturaleza»; entre otras cosas elogia la colonizació n de nuevas
tierras en Panonia (a la que llamó provincia Valeria, por el nombre de
su esposa, que fue quien influyó en su á nimo a favor de los cristianos),
con la puesta en explotació n de bosques inmensos y la construcció n

de un canal entre el lago Pelso (el actual Balató a, posiblemente) y el
Danubio. 54

Pero Lactancio, eso sí, el mismo que poco antes, cuando los cristia-
nos aú n eran perseguidos, exclamaba: «Que cese la violencia; no má s
injusticia; la religió n no puede imponerse»; «con palabras y no con varas
hay que propugnar la causa, sea cual sea»; «mediante la paciencia, no
con la crueldad; mediante la fe, no con el crimen»; el que afirmaba que
«la raí z de toda justicia y el fundamento de todo sentido comú n» se con-
densaban en el principio de «no hagas con los demá s lo que no quisieras
que hicieran contigo mismo; por nuestro propio á nimo podremos colegir
lo que hay en el del pró jimo»; ese Lactancio es el que luego afirma que
los soberanos de los gentiles eran «criminales ante Dios», y celebra
que hayan sido «exterminados de raí z con toda su ralea». «Ya yacen
postrados en el suelo aqué llos que pretendí an desafiar a Dios; los que
derribaron el Templo tardaron en caer, pero han caí do mucho má s bajo
y tuvieron el fin que merecí an. » En cambio, el padre de la Iglesia só lo
encuentra elogios para las matanzas perpetradas por Constantino con
los prisioneros francos en el anfiteatro de Tré veris. Exultante de grati-
tud, en el epí logo de su De las muertes de los perseguidores, celebra que
«la misericordia eterna del Señ or se ha dignado mirar hacia la tierra y
rescatar a sus ovejas, que andaban dispersas y perseguidas por los lobos
sanguinarios, reunié ndolas de nuevo y ponié ndolas a salvo, y extermi-
nando a las fieras malvadas. [... ] El Señ or los aniquiló y los ha borrado
de la faz de la tierra; cantemos, pues, el triunfo del Señ or, celebremos la
victoria del Señ or con himnos de alabanza.. . ». 55

Otro protegido de Constantino, el historiador Eusebio, abunda en
los mismos té rminos contra los emperadores paganos. A Valeriano lo
pinta haciendo «carnicerí as de niñ os, sacrificios de las criaturas de los
má s desgraciados, mientras los arú spices consultaban las entrañ as de
los recié n nacidos y se descuartizaba a quienes eran imagen y semejanza
de Dios»; similares acusaciones merece el emperador Majencio, a quien se
le atribuyen ademá s matanzas de leones y de mujeres embarazadas (apar-
te el asesinato en masa de senadores). Tal gé nero de acusaciones acaba
por convertirse en un tó pico de la historiografí a eclesiá stica, especial-
mente con referencia a Galerio, Maximiano, Severo y, có mo no. Julia-
no el Apó stata. Empresa fá cil é sta para Eusebio, que habí a demostrado
en los quince libros de su Praeparatio Evangé lica la bajeza y la maldad
del paganismo así como la elevació n y las virtudes del partido propio,
que habí a personificado el helenismo entero en la figura de un diablo,
«un demonio pagano que odia la bondad y ama la malicia» y que asalta a
los cristianos, tan nobles ellos, «con la furia de un perro rabioso», «con
demencia bestial», «con venenos malé ficos y letales para las almas» y
azuza contra ellos «a todas las fieras salvajes y a todos los monstruos con
figura humana». Por eso Eusebio manifiesta su jú bilo cuando Constan-
tino «emprendió la persecució n contra los que tal hací an, e hizo caer so-
bre ellos el merecido castigo que les tení a reservado el Señ or», y cuando

«ahora los poderosos escupen el rostro de los í dolos», y «pisotean las le-
yes de los demomos», burlá ndose de las «necedades» paganas; «la ralea
de los impí os ha desaparecido de entre el comú n de los hombres», «las
fieras salvajes, los lobos y toda clase de bestias crueles y sanguinarias.. . ». 56

Antes de contemplar má s de cerca a esas nuevas majestades cristia-
nas, vamos a fijarnos brevemente en dos de los primeros grandes adver-
sarios que tuvo el cristianismo en la Antigü edad. Muy pronto los paga-
nos supieron descubrir los puntos dé biles en la argumentació n de los
santos padres y refutarla, cuando no conducirla ad absurdum.

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