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Guerra contra Majencio




Para asegurarse el flanco, Constantino se alió primero con Licinio,
uno de los cesares orientales; aguardó al fallecimiento del emperador
Galerio y cayó luego por sorpresa —contra la opinió n de sus conseje-
ros—, movido puramente por «la compasió n ante los padecimientos de
los pobladores oprimidos de Roma» (Ensebio), sobre Majencio, el co-
rregente occidental, cuyo campamento parecí a «el cubil de una fiera
acorralada». 12

Naturalmente, hay muchos historiadores que quieren disculpar a
Constantino en este punto, como en tantos otros. Seeck, por ejemplo,
muy inclinado a defender al agresor, no só lo establece como principio
general que aquel «hé roe invicto» habí a «evitado siempre todas las gue-
rras que no le fueron impuestas», sino que, refirié ndose a Majencio,
asegura que por má s que Constantino procuró eludir el enfrentamiento
«lo preveí a desde hací a mucho tiempo, razó n por la cual se preparó con-
cienzudamente». De Majencio, Seeck escribe: «Aunque planeaba una
guerra de ataque, retuvo en Roma el grueso de su ejé rcito para mejor
protecció n de su valiosa persona, e hizo acumular provisiones de grano
como para resistir durante larguí simo tiempo». En realidad, las fuerzas
de que disponí a Majencio eran escasas y estaban mal preparadas para
una campañ a; quizá por eso no disimulaba sus intenciones pací ficas. En
cambio, Constantino se moví a guiado por un principio ú nico, «el de una
soberaní a má s amplia» (Vogt), o mejor dicho, el de la soberaní a univer-
sal, principatum totius orbis adfectans (Eutropio). Despué s de armarse
hasta los dientes, descargó un verdadero diluvio de propaganda contra
la «tiraní a» del romano; la Iglesia no tardó en marcar tambié n el paso y
en pintar a Majencio con todos los colores del infierno. 13

En realidad, Majencio (emperador desde 306 a 312) suspendió las
persecuciones contra los cristianos, refrendó el edicto de Galerio por el
que se habí a concedido a estos, en 311, la libertad bajo condiciones, y lo
hizo cumplir escrupulosamente yendo, en Roma y en Á frica, incluso
má s allá de lo estrictamente obligado. Con razó n le llamó libertador de
la Iglesia el obispo Optato de Mueve. Es verdad que desterró de Roma
al obispo Eusebio y a Marcelo, sucesor de é ste, pero fue debido a las tri-
fulcas subsiguientes a otras tantas elecciones poco limpias, es decir, a tí -
tulo de «medidas de policí a, estrictamente» (Ziegler). Devolvió a las co-
munidades cristianas los bienes que les habí an confiscado, incluidas
las fincas —y eso que el edicto no le obligaba a tanto, y sorprende tanto


 

má s si hemos de creer lo que cuentan, en el sentido de que Majencio sa-
queó los templos paganos—, les concedió nuevos cementerios y autori-
zó la celebració n pú blica del culto y la libre elecció n de los obispos. Ma-
jencio siguió la misma polí tica de tolerancia con los cristianos de Á frica.
Algunos de los beneficios que concedió al clero fueron atribuidos luego
a Constantino. Por otra parte, Majencio no fue má s incapaz que otros
emperadores y procuró embellecer la capital; llamado desde el primer
momento «conservator urbis suae», no abandonó nunca la ciudad y res-
petó las tradiciones municipales como ningú n otro emperador lo habí a
hecho. Pese a la brevedad de su mandato y a las dificultades de la situa-
ció n en todos los sentidos, emprendió grandiosas construcciones, entre
ellas, en recuerdo de su hijo, el circo de la ví a Apia, el gran templo do-
ble a Venus y Dea Roma (posteriormente destruido por un incendio),
así como «la mayor obra cubierta de la Antigü edad clá sica», llamada
«Basí lica Constantiniana», aunque Constantino só lo la terminó. Má s
que ningú n otro emperador del perí odo tardí o, procuró mejorar la red
viaria, sobre todo alrededor de Roma, pero tambié n en el resto de Italia
y en Á frica hasta los confines del desierto. Sin duda, no fue el horrible
tirano que nos presenta la odiosa propaganda clerical. Verdad es que
agobió a la clase terrateniente, una clase que no tardarí a en mantener
muy buenas relaciones con la Iglesia, a base de impuestos, lo que preci-
samente le hizo muy popular entre el pueblo llano. Pero, má s tarde,
perdió todo su carisma, al faltar el trigo y declararse una gran hambru-
na, tras caer Á frica durante mucho tiempo en manos de un usurpador y
haberse perdido Españ a, que Constantino le arrebató en 310. 14

Majencio mimó a los romanos de la capital, mientras sangraba me-
diante nuevos tributos a los labradores, y sobre todo a los má s ricos de
entre é stos; en el caso de los grandes terratenientes, que eran ademá s
senadores inmensamente ricos y que por ello debí an pagar en oro, se
dice que el emperador recurrió a la violencia e hizo desterrar, encarce-
lar o ejecutar sin juicio previo a muchos de ellos. En realidad, no se co-
noce ningú n nombre de senador ejecutado por orden de Majencio. Lo
que sí consta es có mo la aristocracia romana, «terriblemente diezmada
por la espada del verdugo» segú n Seeck, resurge bajo Constantino con
toda su influencia y en todo su esplendor. Y los mismos que habí an adu-
lado indignamente a Majencio, pese a todo, poco despué s adularon a
Constantino. 15

No serí a histó rico, pues, presentar la campañ a de Constantino con-
tra Majencio como una cruzada, emprendida para librar a la Iglesia del
yugo de un tirano faná tico. Y aunque ni siquiera Constantino pudo afir-
mar que su rival hubiese discriminado a los cristianos, y aunque las fuen-
tes cristianas atestiguan la tolerancia de Majencio, el clero no tardó en
convertir aquella agresió n en una especie de guerra de religió n y a Ma-
jencio en un verdadero monstruo. 16

El primero en manipular la historia fue Eusebio, que no logra con-
cretar sus acusaciones acerca de «los crí menes de que se sirvió ese hom-


 

bre para someter a sus vasallos de Roma mediante el imperio de la vio-
lencia». «No hubo indignidad en que no cayera, ni crimen impí o y des-
vergonzado que no cometiera, ni adulterio y profanació n de toda espe-
cie. [... ] Todos, los ciudadanos y los altos funcionarios, le temí an por
igual y padecieron [... ] la brutalidad de aquel tirano sanguinario. [... ] Es
incalculable el nú mero de los senadores a quienes hizo ajusticiar para
hacerse con sus fortunas, asesiná ndolos en masa bajo tal o cual pretex-
to. [... ] Hizo abrir los vientres de las embarazadas y consultar las en-
trañ as de niñ os recié n nacidos [... ] para conjurar demonios y evitar la
guerra
[! ]. »17

¡ La historiografí a cristiana!

Esta imagen ficticia de un «tirano impí o» fue dirundida por los cris-
tianos tan pronto como cayó el emperador, cuya biografí a falsearon por
entero. Pintaron como soberano lujurioso a quien llevó en realidad una
vida familiar totalmente morigerada. Describieron violaciones de espo-
sas y doncellas, encarcelamientos de padres y maridos, tormentos san-
guinarios, vejaciones imaginarias contra los cristianos. En una palabra,
se crea para la posteridad la imagen distorsionada de un dé spota odioso,
tan cobarde como temido, imagen que incluso matiza las opiniones de
algunos investigadores crí ticos como Schwartz o Ernst Stein. Má s lapi-
dario todaví a, el Lexikonfü r Theologie una Kirche editado por Buchber-
ger, obispo de Regensburg, termina con cuatro lí neas su juicio sobre
Majencio: «Un tirano cruel y desenfrenado». 18

En cambio, Groag, en un juicio má s ajustado sobre la figura del em-
perador demuestra que Majencio, cercado por sus enemigos y en una si-
tuació n lí mite, mantuvo siempre sus designios pací ficos; no tení a ningu-
na vena guerrera, no veí a ninguna finalidad en la lucha, y no asistí a a las
maniobras militares, aunque sí supo nombrar generales excelentes. Sus
actitudes frente a la Iglesia romana y a la cartaginense no fueron en
modo alguno las de un cristiano, sino de tolerancia, «combinando con
mesura lo benevolente y lo indulgente». Su energí a se revela en los afa-
nes constructores «de admirable grandiosidad» y en la seriedad con que
dirigió el aparato administrativo. «Las fuentes no citan ni un solo ejem-
plo concreto de esa crueldad que se le ha imputado. »19

La popularidad de que justificadamente gozaba Majencio entre el
pueblo romano se desvaneció, sin embargo, al faltar los alimentos al
perderse Á frica y poco despué s Españ a. 20

Por el contrario, en la agresió n constantiniana se quiso ver la acció n
de «Dios» e incluso la de las «huestes celestiales».

En la primavera de 312, el atacante, que se habí a preparado a concien-
cia y ademá s se declaró oficialmente en guerra, cruzó los Alpes occidenta-
les a marchas forzadas con só lo la cuarta parte de sus efectivos, que serí an
unos veinticinco mil o treinta mil soldados de a pie y jinetes: «Menos de
los que llevó Alejandro Magno en sus campañ as», le alaba uno de sus
aduladores. Parte del cuerpo expedicionario, que ya entonces iba acom-
pañ ado de obispos, estaba formado por germanos, cuyo rá pido avance


 

por el norte de Italia, aprovechando la superioridad numé rica, espantó
incluso a los oficiales de Constantino. «Confiando en el auxilio divino»
(Eusebio) se apoderó de Segusio (Susa, una fortaleza de la frontera);

siempre confiando en el auxilio divino y en una nueva tá ctica contra los
jinetes acorazados del enemigo, venció en campo abierto frente a Turí n
y en otra batalla, é sta particularmente sangrienta, ante Verona, donde
la matanza se prolongó hasta bien entrada la noche. Allí perdió Majen-
cio a su mejor general, Pompeyano Rú rico, prefecto de los pretorianos.
Constantino cargó de cadenas a los defensores, se apoderó tambié n de
Aquilea, otra fortaleza importante, y prosiguió su avance sobre Roma.
El 28 de octubre se presentó en el puente Milvio, hoy llamado Ponte
Molle. Pero Majencio, y é ste es un tema que se ha discutido mucho en-
tre historiadores, abandonó la protecció n de las murallas y combatió en
campo abierto con el Tí ber a sus espaldas; ademá s, el grueso de su ejé r-
cito peleó con poco ardor, exceptuando a los pretorianos, que sí lucha-
ron sin ceder terreno hasta que cayó el ú ltimo hombre. Majencio se aho-
gó en el rí o junto con buen nú mero de sus soldados, «cumplié ndose así
la profecí a divina: " Se hundieron como plomos en las aguas profun-
das" » (Eusebio). O como dice Lactancio: «La mano de Dios pesó en el
campo de batalla». 21

A esta victoria de Constantino, celebrada por todos los historiadores
de la Iglesia como nacimiento del imperio cristiano, contribuyeron las
tropas germá nicas, en especial la llamada auxilium (un contingente de
mercenarios) de los cornuti (porque llevaban casco con cuernos, cuyo
sí mbolo introdujo el emperador, como muestra de gratitud, en el escu-
do de los ejé rcitos romanos). 22

Los padres de la Iglesia y el arte cristiano de la é poca trazaron un pa-
ralelismo entre esta matanza histó rica de trascendencia mundial y la del
ejé rcito egipcio que se ahogó en las aguas del mar Rojo, o traen incluso
a colació n la caí da de Pablo en el camino de Damasco, a fin de forzar la
interpretació n de un «nuevo Moisé s» designado por voluntad directa de
Dios. Una medalla de plata de Ticino (315) presenta la victoria del puen-
te Milvio como una intervenció n divina: «Primer documento oficial y ci-
vil de la cristianizació n de las ambiciones constantinianas de monarquí a
universal» (Alfó ldi). Eusebio y Lactancio echan mano de leyendas con-
tradictorias (o lo que es lo mismo, de la «santa mentira») al objeto de
presentar la victoria sobre Majencio como una victoria de la religió n
nueva sobre la antigua. Con ello crean un fenó meno completamente
nuevo en el cristianismo, y de alcance tremendamente destructivo: la re-
ligiosidad militante en lo polí tico, la llamada teologí a imperial, cuya
presencia podemos advertir en todo el perí odo que va desde los carolin-
gios y los Otones hasta las dos guerras mundiales de nuestro siglo. En
realidad, el perdedor Majencio, cuyo padre habí a muerto dos añ os an-
tes a manos de Constantino, habí a tolerado y favorecido en todo momen-
to a los cristianos; y, por otra parte, su vencedor habí a venerado al Apo-
lo gá lico, a Hé rcules hasta 310, y durante mucho tiempo siguió acuñ an-


 

do monedas con figuras de dioses paganos como Sol Invictus, Jú piter
Capitolino y Marte, siendo el primero de é stos el que durante má s tiem-
po tuvo culto oficial, tanto así que la festividad del domingo, introduci-
da en 321, era en realidad el llamado dies Solis; con ella Constantino,
notorio antisemita, evidentemente quiso reemplazar la fiesta judaica del
sá bado por el dí a del Señ or cristiano. Poco antes de su muerte, Constan-
tino hizo representar su persona en una estatua de pó rfido bajo la figura
de Helios, e incluso la ví spera de su fallecimiento restableció una ley an-
tigua por la que «los sacerdotes paganos quedaban exentos a perpetui-
dad de los tributos inferiores». De sí mismo afirmaba que jamá s habí a
cambiado de divinidad a la hora de recogerse a rezar.

En Roma, sacaron a Majencio del fango, le cortaron la cabeza, que
fue apedreada y cubierta de excrementos durante el paseo triunfal y lue-
go conducida a Á frica; finalmente, fueron pasados a cuchillo el hijo del
vencido y todos sus partidarios polí ticos, y exterminada toda la familia
de Majencio. «Ofreciste clemencia sin hacerte de rogar —dice un pane-
girista—. Roma exulta de felicidad ante tan fausta victoria. » En efecto,
Constantino se presentó con palabras de libertad y no tardó en figurar
como «libertador de la ciudad» {liberatori urbis) sobre la piedra y el me-
tal acuñ ado, como «restaurador de las libertades pú blicas» y «empera-
dor excelente» {restitutor publicae libertatis, optimus princeps), aunque
en realidad los supuestos «liberados» no tardaron en quedar despojados
de todo poder polí tico efectivo. 23

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